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– Perdone, comisario, no he entendido bien la relación entre el regreso a casa de su señora y el recibo de la luz.

– Se lo explico otro día, dottore.

***

En la trattoria de Enzo decidió celebrar el éxito del número de teatro representado delante del jefe superior. Y que tenía que seguir distrayéndose de la preocupación que le había causado la llamada de Livia.

– Dottore, de entremés tenemos unas albóndigas fritas de nunnato.

– Tráemelas.

Hizo una escabechina de nunnati. Es decir, de recién nacidos, de chanquetes. Exactamente igual que Herodes.

– Dottore, ¿de primero qué quiere? Tenemos pasta con tinta de sepia, con langostinos, con erizos, con mejillones, con…

– Con erizos.

– Dottore, de segundo tenemos salmonetes de roca a la sal, fritos, asados, con salsa de…

– Asados.

– ¿Y nada más, dottore?

– No. ¿Tendrías un pulpito de arrastre?

– Dottore, pero ¡eso es un entremés!

– Y si yo me lo como después, ¿tú qué haces? ¿Te echas a llorar?

Salió de la trattoria un tanto cargado, aggravato, como dicen los romanos.

El habitual paseo hasta el faro reparó el daño, aunque sólo en parte.

***

El placer de la comida se le pasó en cuanto entró en la comisaría. Catarella lo vio, se agachó como para recoger algo que hubiera caído al suelo y lo saludó de esa manera, sin mirarlo. Una maniobra casi ridícula, infantil. ¿Por qué no quería que le viera la cara? Montalbano hizo como si nada, se dirigió a su despacho y desde allí lo llamó por teléfono.

– Catarè, ¿puedes venir un momento?

En cuanto Catarella entró en el despacho, el comisario vio que tenía los ojos llorosos y enrojecidos.

– ¿Tienes fiebre?

– No, siñor dottori.

– ¿Qué has hecho, has llorado?

– Un poquito, dottori.

– ¿Por qué?

– Por nada, dottori. Me dio por ahí. -Y se ruborizó por la mentira que acababa de soltar.

– ¿Está el dottor Augello?

– Sí, señor dottori. Fazio también está.

– Envíame a Fazio.

¿Ahora Catarella también empezaba a ocultarle cosas? ¿De repente ya no era amigo de nadie? ¿Por qué desconfiaban de él? ¿O es que se había vuelto un león viejo y cansado al cual hasta un borrico puede dar coces? Esta última hipótesis, que le pareció la más probable, le provocó un hormigueo de rabia en las manos.

– Fazio, entra, cierra la puerta y siéntate.

– Dottore, tengo que decirle dos cosas.

– No; espera. Primero quiero saber por qué Catarella, cuando yo he llegado, acababa de llorar.

– ¿Se lo ha preguntado a él?

– Sí. Y no ha querido decírmelo.

– Pues entonces, ¿por qué me lo pregunta a mí?

¿Ahora Fazio también empezaba a darle puntapiés? La repentina rabia que dominó a Montalbano fue tan grande que le pareció que la estancia se ponía a dar vueltas como un tiovivo. No gritó: mugió. Una especie de mugido bajo y profundo. Y luego, con un salto que ya ni creía estar en condiciones de dar, se encontró en un abrir y cerrar de ojos encima del escritorio, y desde allí voló como un torpedo hacia Fazio. El cual, con los ojos desorbitados a causa del miedo, intentó levantarse, se enredó con la silla y no tuvo tiempo de apartarse. Atrapado totalmente por el peso de Montalbano, se dio contra el suelo con el comisario encima. Se quedaron así, abrazados un instante. Si alguien hubiera entrado, podría haber pensado que estaban haciendo cosas indecentes. Fazio no se movió hasta que el comisario se levantó con cierto esfuerzo y, avergonzado, se acercó a la ventana para mirar fuera. Respiraba afanosamente.

Sin abrir la boca, Fazio levantó la silla y volvió a sentarse.

Poco después, Montalbano se volvió, se acercó a Fazio, le puso una mano en el hombro y dijo:

– Perdóname.

Entonces Fazio hizo una cosa que jamás se habría atrevido a hacer. Posó una mano sobre la del comisario y contestó:

– Perdóneme usted a mí, dottore. Soy yo quien lo ha provocado.

Montalbano volvió a sentarse detrás del escritorio. Se miraron largo rato a los ojos. Y Fazio habló.

– Dottore, desde hace algún tiempo aquí no hay quien viva.

– ¿Augello?

– Sí, señor dottore. Ha cambiado por completo. Antes era un tipo alegre y despreocupado; ahora está siempre de mal humor, se irrita por cualquier cosa, regaña sin motivo, insulta. El agente Vaccarella quería recurrir al sindicato, pero yo conseguí convencerlo de que no lo hiciera. Pero esta situación no puede durar demasiado. Usted debería intervenir, averiguar qué le está pasando; quizá su matrimonio no marcha bien…

– ¿Por qué no me lo has dicho antes?

– Dottore, aquí a nadie le gusta interpretar el papel de soplón.

– ¿Y qué ha ocurrido con Catarella?

– No le ha pasado una llamada al dottor Augello porque pensaba que aún no había regresado a su despacho. Después ella ha vuelto a llamar y Catarella ha pasado la llamada.

– ¿Por qué has dicho ella?

– Porque Catarella dice que era una voz de mujer.

– ¿Nombre?

– Según Catarella, las dos veces la mujer ha dicho: «Por favor, ¿el dottor Augello?», y basta.

– ¿Qué ha pasado después?

– Que el dottor Augello ha salido del despacho como si se hubiera vuelto loco, ha agarrado a Catarella por el cuello y lo ha estampado contra la pared preguntándole a gritos: «¿Por qué no me has pasado la primera llamada?» Menos mal que yo estaba presente y lo he sujetado. Y menos mal que no había nadie; de lo contrario, la cosa habría terminado de mala manera. Esta vez seguro que recurren al sindicato.

– Pero delante de mí jamás ha hecho esas cosas.

– Dottore, cuando usted está en el despacho, él se contiene.

O sea, que ésa era la situación. Mimì ya no confiaba en él, Catarella tampoco, Fazio le había contestado mal… Una situación desagradable que se arrastraba desde hacía algún tiempo y en la cual él no había reparado. Antes se fijaba en el más mínimo cambio de humor de sus hombres y se preocupaba, quería conocer el motivo. Ahora ya no se daba cuenta. Sí, claro, había notado el cambio de Mimì, pero era algo tan evidente que resultaba imposible no advertirlo. ¿Qué era? ¿Cansancio? ¿O quizá la vejez le había insensibilizado las antenas? Si esa hipótesis era cierta, claramente había llegado el momento de irse. Pero antes había que resolver el problema de Mimì.

– ¿Qué eran las dos cosas que querías decirme?

El cambio de tema pareció aliviar a Fazio.

– Pues bien, dottore, desde principios de año, en Sicilia ha habido ochenta y dos denuncias de personas desaparecidas, entre las cuales hay treinta mujeres. Los varones son, por tanto, cincuenta y dos. He hecho una criba. ¿Puedo mirar un papelito?

– Si no empiezas a soltar datos del registro civil, vale.

– De estos cincuenta y dos, treinta y uno son extracomunitarios con su correspondiente permiso que de la noche a la mañana no se presentaron al trabajo y tampoco regresaron a su casa. De los restantes veintiuno, diez son niños. Quedan once. De estos once, ocho tenían entre setenta y casi noventa años. A casi ninguno le regía la cabeza. Son de esos que a lo mejor salen de casa y después no encuentran el camino de vuelta.

– ¿A qué número hemos llegado?