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– A tres, dottore. De estos tres, todos sobre los cuarenta años, uno medía un metro cincuenta y cinco; un segundo, un metro noventa y dos; y el tercero llevaba un marcapasos.

– ¿Por consiguiente?

– Por consiguiente, ninguna de las desapariciones tiene que ver con nuestro muerto troceado.

– ¿Y ahora qué tengo que hacerte a ti?

Fazio pareció perplejo.

– ¿Por qué ha de hacerme algo, dottore?

– Por la enorme cantidad de palabras malgastadas. ¿No sabes que malgastar palabras es un delito contra la humanidad? Podías haber dicho simplemente: «Mire: ninguna de las personas cuya desaparición se ha denunciado corresponde al muerto de la bolsa.» Si hubieras hecho una síntesis, los dos nos habríamos ahorrado algo: tú el aliento y yo el tiempo. ¿No estás de acuerdo?

Fazio negó con la cabeza.

– Con todo el respeto, no, señor.

– ¿Por qué?

– Dottore de mi alma, una síntesis, tal como dice usía, nunca da la idea del gran trabajo que ha sido necesario para llegar a esa síntesis.

– Muy bien, tú ganas. ¿Y la otra cosa?

– ¿Recuerda que, cuando le comenté las declaraciones sobre Dolores Alfano, le dije que no recordaba una cosa que alguien me había dicho?

– Sí. ¿La has recordado?

– Entre aquellos con quienes hablé, había un viejo comerciante jubilado. Fue él quien me contó que Giovanni Alfano, el marido de Dolores, era hijo de Filippo Alfano.

– ¿Y qué?

– Cuando me lo dijo, no le presté atención. Es algo que se remonta a antes de que usía viniera a esta comisaría. Este Filippo Alfano era una pieza importante de la familia Sinagra. Era también medio pariente de los Sinagra.

– ¡Ay!

Los Sinagra: una de las dos familias mafiosas históricas de Vigàta. La otra era la de los Cuffaro.

– En determinado momento, este Filippo Alfano desapareció. Y reapareció en Colombia con su mujer y su hijo Giovanni, que entonces no tenía siquiera quince años. Filippo Alfano no había salido legalmente del país, no tenía pasaporte, y sobre él pesaban tres graves condenas. En el pueblo se dijo que los Sinagra lo habían enviado a cuidar de sus intereses con los de Bogotá. Después, cuando llevaba algún tiempo allí, Filippo Alfano recibió un disparo, nunca se supo de quién. Y eso es todo.

– ¿Qué significa «eso es todo»?

– Dottore, significa que la cosa termina ahí. Giovanni Alfano, el marido de la señora Dolores, trabaja como oficial de barco, y contra él no consta nada de nada. ¿Acaso los hijos de los mafiosos tienen que ser mafiosos como sus padres?

– No. Por consiguiente, puesto que Giovanni Alfano está limpio, el intento de atropellar a su mujer no puede ser una venganza transversal, ni una advertencia. Verdaderamente habrá sido una broma propia de un borracho. ¿Estás de acuerdo?

– De acuerdo.

***

Estaba pensando en irse a Marinella para cambiarse de ropa y después reunirse con Ingrid cuando oyó la voz de Galluzzo, que le pedía permiso para entrar.

– Pasa, pasa.

Galluzzo entró y cerró la puerta. Llevaba un sobre en la mano.

– ¿Qué hay?

– El dottor Augello me ha dicho que le entregue esto.

Dejó encima del escritorio el sobre, que no estaba cerrado. Rezaba, escrito con ordenador: «A la atención del comisario dott. Salvo Montalbano.» Y debajo: «Reservada y personal.» Arriba a la izquierda: «De parte de Domenico Augello.»

Montalbano no sacó la carta. Miró a Galluzzo y le preguntó:

– ¿El dottor Augello está todavía en la comisaría?

– No, dottore; se ha ido hace cosa de media hora.

– ¿Por qué has tardado media hora en traerme esta carta?

Galluzzo estaba visiblemente cohibido.

– Bueno, es que no era…

– ¿Te ha dicho él que esperaras media hora para entregármela?

– No, dottore; es que he tardado todo ese tiempo en descifrar lo que estaba escrito en la hoja que él me ha encargado copiar y traerle a usted. Estaba llena de tachaduras, y algunas palabras no se leían bien. Al terminar, he regresado a su despacho para que la firmara, pero él ya se había ido. Entonces he pensado traérsela a usted a pesar de todo, aunque no esté firmada. -Se metió una mano en el bolsillo, sacó una hoja y la dejó al lado del sobre-. Este es el original.

– Muy bien, puedes retirarte.

6

La carta decía:

Querido Salvo, tal como ya te he señalado de palabra, es necesario que la situación que se ha creado entre nosotros se aclare por completo, sin reticencias ni tergiversaciones. Creo que después de tantos años de trabajo en común, donde yo he desempeñado un papel valorado por ti y siempre subalterno, ha llegado el momento de tener mi espacio de autonomía propia. Estoy convencido de que la investigación sobre el hombre troceado y aún sin identificar puede ser para los dos una especie de test resolutorio. En otras palabras: quiero que me encargues el caso y que tú te quedes completamente al margen. Como es natural, mi obligación será mantenerte perfectamente informado de todo, pero tú no deberás intervenir de ninguna manera. También estoy dispuesto, una vez terminada la investigación, a darte públicamente todo el mérito.

No es una exigencia. Trata de comprenderme: en todo caso te pido una muestra de aprecio hacia mí. Una ayuda. Y como es natural, será una prueba, aunque difícil, de mis aptitudes.

En caso de que tú seas de otra opinión, no me quedará otro camino que rogarle al jefe superior que tenga a bien interesarse por mi traslado a otro lugar.

Cualquier cosa que decidas, mi afecto y estima hacia ti seguirán siendo siempre muy grandes. Un abrazo.

No había firma, tal como había dicho Galluzzo. Pero ya era demasiado tarde para reflexionar al respecto.

Se guardó la carta en el bolsillo, se secó los ojos (¡ah, la vejez, con qué facilidad nos conmovemos!), se levantó y salió.

***

En el bar de Marinella encontró sentada a una mesita a Ingrid, que ya se había bebido su primer whisky. Los cinco o seis clientes varones no le quitaban los ojos de encima. Pero ¿cómo era posible que aquella mujer se volviera más guapa cuantos más años pasaban? Guapa, elegante, inteligente, discreta. Verdadera amiga: todas las veces que él le había pedido que lo ayudara en una investigación, ella jamás le había hecho una pregunta, un cómo o un porqué. Hacía lo que le pedía y basta. Se abrazaron, realmente encantados de verse.

– ¿Nos vamos enseguida o pedimos otro whisky? -preguntó Ingrid.

– No hay prisa -contestó Montalbano sentándose.

Ingrid le cogió una mano y la estrechó entre las suyas. También tenía eso de bueno: manifestaba sus sentimientos abiertamente, sin preocuparse por lo que pudieran pensar los demás.

– ¿Cómo has venido? -preguntó Montalbano-. No he visto tu coche en el aparcamiento.

– ¿El rojo, dices? Ya no lo tengo. Tengo un normalísimo Micra verde. ¿Cómo está Livia?

– Ayer hablé con ella. Estaba bien. ¿Y tu marido?

– Creo que también está bien, pero hace una semana que no lo veo. En casa vivimos separados, aunque oficialmente no lo estemos, y por suerte la casa es muy grande. Además, desde que es diputado vive más en Roma que aquí.

Era bien sabido que el marido de Ingrid no daba golpe, y por eso era lógico que se hubiese dedicado a la política. Montalbano recordó una frase que decía su tío cuando él era pequeño: «Si no tienes ni arte ni parte, juégate las cartas en política.»

– ¿Hablamos de eso ahora o después de comer? -preguntó Ingrid.

– ¿De qué?

– Salvo, no finjas conmigo. Tú sólo me llamas cuando necesitas que haga algo por ti. ¿No es verdad?