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– Unos treinta años, comisario. Era alta, morena, guapísima. Estaba alterada, claro, pero era guapísima.

– ¿Dónde bajó?

– En el cruce de via Serpotta y via Guttuso.

– ¿En tres meses conoce tan bien las calles de Vigàta?

Giacchetti se ruborizó.

– No… es que… cuando bajó la señora… yo miré los nombres de las calles.

– ¿Por qué?

Giacchetti ardió como una llama.

– Bueno es que… instintivamente…

Pero ¡qué instintivamente ni qué niño muerto! Fabio Giacchetti había mirado el nombre de las calles porque aquella mujer le había gustado y quería volver a verla. Marido fiel, padre feliz y adúltero eventual.

– Mire, señor Giacchetti, usted me ha dicho que en un primer momento pensó que se trataba de un pirata callejero, pero que después, hablando con la mujer, convino en que había sido una broma peligrosa y estúpida. Ahora usted está aquí, delante de mí. ¿Por qué? ¿Ha vuelto a cambiar de idea?

Giacchetti vaciló.

– Es que… no es que haya… pero hay algo…

– ¿Hay algo que no le cuadra?

– Verá, en el hospital, mientras esperaba a que Elena diera a luz, pensé de nuevo en lo ocurrido, simplemente para distraerme… Cuando el coche que había apuntado contra la mujer se detuvo, yo aminoré la marcha… y entonces me pareció que el conductor se asomaba a la ventanilla del copiloto y le decía algo a la mujer, que se encontraba en la cuneta… En toda lógica tendría que haberse largado… se arriesgaba, por ejemplo, a que yo viera el número de su matrícula…

– ¿Lo vio?

– Sí, pero lo olvidé. Empezaba con BG. A lo mejor, si volviera a ver el coche… Y después tuve una impresión, pero no sé si…

– Dígamela.

– Tuve la impresión de que la mujer había comentado conmigo lo que acababa de ocurrir sólo porque yo había presenciado los hechos y comencé a comentarlos. No sé si me explico.

– Se explica muy bien. A la mujer no le apetecía insistir en el incidente.

– Exactamente, comisario.

– Una última pregunta. Usted tuvo la impresión de que el conductor le decía algo a la mujer. ¿Querría explicarme mejor por qué tuvo esa impresión?

– Porque vi la cabeza del hombre asomando por la ventanilla del copiloto.

– ¿No podría ser que se hubiera asomado sólo para ver en qué condiciones se encontraba la mujer?

– Lo descarto. Cuanto más lo pienso, tanto más me convenzo de que le dijo algo. Mire, hizo un gesto con la mano para acompañar sus palabras.

– ¿Qué gesto?

– No lo vi bien, pero vi su mano fuera de la ventanilla, eso sí.

– Sin embargo, la señora no mencionó que aquel hombre le hubiera dicho algo.

– No.

***

Fazio se presentó entrada la mañana, y Montalbano le contó el asunto que le había expuesto Giacchetti.

– Dottore, ¿y qué podemos hacer nosotros si uno, al volante y borracho como una cuba, se divierte dándole un susto a una mujer y fingiendo atropellada?

– ¿O sea, que tú opinas que se trató de una broma? Mira que ésa es la tesis con la cual la bella desconocida intentó convencer al banquero.

– ¿Usía piensa otra cosa?

– Son sólo suposiciones. ¿No podría ser un intento de homicidio?

Fazio adoptó una expresión dubitativa.

– ¿Ante testigos, dottore? Giacchetti iba detrás de ellos.

– Perdona, Fazio, pero si ese conductor hubiera matado a la mujer, ¿qué habría podido decirnos Giacchetti?

– Bueno, por ejemplo, el número de la matrícula.

– ¿Y si fuera un coche robado?

Fazio no contestó.

– No -repuso Montalbano-. La cosa me huele a chamusquina.

– ¿Por qué?

– Porque no la mató, Fazio. Porque sólo quiso asustarla. Y no en broma. Se detuvo, le dijo algo y se fue. Y ella hizo todo lo que pudo para quitar importancia al asunto.

– Oiga, dottore, si las cosas son como usía dice, ¿no podría ser que el conductor fuera, qué sé yo, un amante abandonado, un pretendiente rechazado?

– Es posible. Y eso es lo que me preocupa. Puede intentarlo por segunda vez y hasta herirla gravemente o matarla.

– ¿Quiere que me encargue del asunto?

– Sí, pero sin perder en ello demasiado tiempo. Quizá todo sea una bobada.

– ¿Dónde se bajó esa mujer?

– En el cruce entre via Serpotta y via Guttuso.

Fazio hizo una mueca.

– ¿No te gusta Guttuso?

– No me gusta el barrio, dottore. Vive gente rica.

– ¿No te gusta la gente rica? ¿A qué viene esta novedad? Antes me reprochabas que era un comunista radical, y ahora…

– El comunismo no tiene nada que ver, dottore. El caso es que la gente rica siempre causa problemas, es difícil de tratar, una palabra de más, y se cabrea.

***

– Dottori, está al tilífono la siñurita Nivia que le quiere hablar personalmente en persona.

– ¿Y quién es esa Nivia?

– Pero ¿qué hace, dottori, habla en broma?

– No hablo en broma, Catarè, no quiero hablar con ella.

– ¿Seguro, dottori?

– Seguro.

– ¿Le digo que usía no está aquí?

– Dile lo que te parezca, coño.

***

Poco antes de que el comisario decidiera que había llegado la hora de ir a comer, se presentó Mimì Augello. Parecía bastante descansado. Pero estaba furioso.

– ¿Cómo estás, Mimì?

– Tengo un poco de fiebre, pero me siento con ánimos para estar de pie. Quería saber tus intenciones.

– ¿Sobre qué?

– Salvo, no finjas no entender. Me refiero al muerto de la bolsa. Aclaremos las cosas, así no habrá equívocos ni malentendidos. ¿Te encargas tú o me encargo yo?

– Perdona, sinceramente no lo entiendo. ¿Quién es el responsable de esta comisaría, tú o yo?

– Si te pones en ese plan, es evidente que no tenemos nada que decirnos. La investigación te corresponde a ti por derecho.

– Mimì, ¿puedo saber qué mosca te ha picado? ¿Acaso en los últimos tiempos, a menudo y de buen grado, no te he dejado actuar con toda libertad? ¿No te he dado cada vez más espacio? ¿De qué te quejas?

– Es cierto. Antes te entrometías en todo y les tocabas los cojones a todos; ahora eres menos coñazo. Con frecuencia me has dejado investigar a mí.

– ¿Pues entonces?

– Sí, pero ¿investigar qué? Básicamente chorradas. Los robos en el supermercado, el atraco en la estafeta de correos…

– ¿Y la muerte del dottor Calì?

– ¿Eso? Pero ¡si a la señora Calì la sorprendimos prácticamente con el revólver humeante en la mano! ¡Imagínate que caso! Aquí el asunto es distinto. El muerto de la bolsa es una de esas cosas que pueden devolverte las ganas de trabajar.

– ¿Y bien?

– No quiero que, si me encargas la investigación, me la quites de las manos a cierta altura. Pactos claros, ¿de acuerdo?

– Mimì, no me gusta cómo me estás hablando.

– Pues adiós, Salvo -dijo Augello, dando media vuelta y abandonando el despacho.

Pero ¿qué le ocurría a Mimì? Hacía por lo menos un mes que parecía de mal humor. Nervioso, siempre a punto de saltar, aunque sólo fuera por media palabra que le hubiera parecido de más, a menudo taciturno. Se notaba que a veces no le regía la cabeza, perdido en pos de algún pensamiento. Estaba claro que algo lo roía por dentro. A lo mejor su matrimonio con Beba le hacía ese efecto. Pero ¡si al principio parecía contento y feliz por el nacimiento de su hijo! Seguro que podría obtener alguna información a través de Livia. Ella y Beba se habían hecho amigas y solían hablar por teléfono.