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No; estaba claro que los verdugos querían que el cadáver, al cabo de algún tiempo, fuera descubierto.

***

– ¡Ah, dottori, dottori! Fazio me dijo que, en cuanto usía regresara, yo le dijera a él que había regresado.

– Bueno, pues dile que venga a mi despacho.

Fazio se presentó de inmediato.

– Antes de que hables tú, hablo yo. He ido a ver a Pasquano. -Y le contó lo que le había dicho el médico.

– En resumen -dijo Fazio-, el muerto es un cuarentón de un metro setenta y cinco de estatura y de físico delgado. Nada fuera de lo común. Ahora miro en las denuncias de desaparición.

– Entretanto, dime lo que querías decirme.

– Dottore, la mujer sobre la cual quería noticias se llama Dolores Alfano, tiene treinta y un años, casada, sin hijos, y vive en el número doce de via Guttuso. Es forastera, quizá española. Alfano la conoció en el extranjero cuando ella tenía veinte años, perdió la cabeza por ella y se casaron. Y verdaderamente es una mujer guapísima.

– ¿La has visto?

– No, señor, pero de su belleza me han dicho maravillas todos los hombres con quienes he hablado.

– ¿Tiene coche?

– Sí. Un Punto.

– ¿A qué se dedica?

– ¿Ella? A nada. Es ama de casa.

– ¿Y el marido?

– Es capitán de la marina mercante. En estos momentos está embarcado como oficial de segunda en un buque portacontenedores. Lleva varios meses fuera del pueblo. Me han dicho que como mucho viene cuatro veces al año.

– Por consiguiente, la pobrecita teóricamente se ve obligada a ayunar. ¿Has averiguado si, en ausencia del marido, ella se lo pasa en grande?

– He obtenido respuestas contradictorias. Para una o dos personas, la señora Dolores es una gran zorra, demasiado lista para permitir que la descubran como tal; para otras, es una mujer que, a pesar de su belleza, si tiene un amante, hace bien en tenerlo porque el marido está siempre fuera; mientras que para la mayoría es una mujer honrada.

– ¡Me has hecho un referéndum!

– ¡Dottore, todos los hombres hablan de buen grado de una mujer así!

– Fundamentalmente, habladurías y chismorreos, nada concreto. ¿Sabes qué te digo? Dejémoslo estar. A lo mejor el intento de atropellarla fue realmente una broma imbécil.

– Pero…

– Pero ¿qué, Fazio?

– Si me permite, quiero ver si averiguo algo más acerca de esa mujer.

– ¿Por qué?

– Ahora mismo no sé explicárselo, dottore. Pero me han dicho algo que me ha provocado como una duda, un pensamiento, un relámpago que ha desaparecido enseguida. No sé si ha sido una palabra o una frase, o la manera en que me han dicho esa palabra, esa frase. O quizá ha sido una mirada silenciosa a la cual yo he atribuido un significado.

– ¿De veras no te acuerdas de quién ha sido ese alguien?

– No consigo enfocarlo, dottore. He hablado en total con unas diez personas, entre hombres y mujeres. Y está claro que no puedo repetirles las mismas preguntas.

– Haz lo que quieras.

***

Llamar a Vanni Arquà, el jefe de la Científica, le costaba mucho. Le caía antipático, antipatía por lo demás ampliamente correspondida.

Pero no tenía más remedio, porque, si no llamaba él, Arquà jamás le daría noticias. Antes de levantar el auricular, respiró hondo como antes de practicar una inmersión, repitiéndose a sí mismo: «Calma, Montalbà, calma.» Después marcó el número.

– Arquà, soy Montalbano.

– ¿Qué quieres? Mira que no tengo tiempo que perder.

Para no estallar enseguida, apretó los dientes, y le salió una manera de hablar extraña.

– He zabido gue ezta mañana…

– Pero ¿cómo hablas?

– Hablo normal. He sabido que esta mañana el doctor Pasquano os ha enviado un puente encontrado…

– Sí, nos lo ha enviado. ¿Y qué? Adiós.

– No, perdona… yo quisiera que… con cierta diligencia… sé que tenéis un montón de trabajo… pero tú comprenderás que para mí…

El esfuerzo de portarse bien, de no utilizar palabras inconvenientes con Arquà, no le permitía construir una frase redonda. Se enfadó consigo mismo.

– Ya no tenemos el puente.

– ¿Dónde está?

– Lo hemos enviado a Palermo, al profesor Lomascolo.

Y colgó. Montalbano se secó el sudor que le perlaba la frente y volvió a marcar el número.

– ¿Arquà? Montalbano otra vez. Lamento en el alma seguir molestándote.

– Habla.

– Perdona, pero había olvidado una cosa importantísima.

– ¿Qué cosa?

– Enviarte a tomar por culo.

Colgó. Si no se desahogaba, igual se pasaba toda la noche nervioso. Pero, en resumidas cuentas, que el puente estuviese en las manos del profesor Lomascolo era una buena noticia, El profesor era un auténtico experto; con toda seguridad sacaría algo de aquel chisme. Además, el comisario siempre se había sentido a gusto con él. Pero a aquellas alturas era obvio que, aunque esa investigación lograra seguir adelante por un golpe de suerte, lo haría muy despacio.

***

En Marinella pasó una hora dando vueltas por la casa. Antes de sentarse delante del televisor, se le ocurrió llamar a Livia y pedirle perdón por la pelea de la víspera.

– ¡Finalmente su excelencia Montalbano se digna concederme audiencia! -exclamó una Livia beligerante.

Principio si giulivo ben conduce -un principio tan feliz a buen puerto lleva-, decía Matteo Maria Boiardo.

Si empezaba con ese tono, ¿cómo acabaría la conversación ¿Con un lanzamiento recíproco de bombas atómicas? Y ahora, ¿cómo seguir? ¿Reaccionaba de mala manera? No: mejor rebajar unos grados la temperatura y descubrir por qué estaba tan enfadada.

– Amor mío, créeme, no he podido llamarte antes porque…

– Pero ¡si soy yo quien te ha llamado y tú te has negado a contestarme! ¡El ser superior que no encuentra un minuto para hablar conmigo!

Montalbano se sorprendió.

– ¡¿Tú me has llamado?! ¿Cuándo?

– Esta mañana a tu despacho.

– A lo mejor no me han pasado la llamada.

– Te la han pasado, ¡vaya si te la han pasado!

– ¿Estás segura?

– He hablado con Catarella y me ha dicho que estabas ocupado y no podías atenderme.

De pronto recordó que Catarella le había dicho que llamaba una tal señorita Nivia…

– ¡Livia, ha sido un equívoco! Catarella no me ha dicho que eras tú; sólo que era una tal señorita Nivia, que a mí no me sonaba, y por eso he contestado que…

– Pasemos página, por favor.

– Livia, intenta comprenderlo. ¡Te digo que ha sido un equívoco! Además, tú no me llamas nunca a la comisaría. ¿Qué querías?

– Quería decirte que me telefonearas esta noche porque tenía que hablarte de algo importante.

– ¿Y no es eso lo que estoy haciendo? Te he llamado por iniciativa propia. Dime ese algo tan importante.

– Esta mañana, antes de irme al despacho, me ha llamado Beba y hemos mantenido una larga conversación. Está enfadada contigo.

– ¿Beba? ¿Conmigo? ¿Y por qué?

– Dice que tratas muy mal a Mimì.

– Pero ¿qué le cuenta el señor Augello a Beba?

– ¿Dices que no es verdad?

– Bueno, sí, es verdad. Últimamente está muy nervioso y he tenido alguna discusión con él, pero nada serio… ¡Tratarlo mal! Es él quien se ha vuelto intratable. De hecho, pensaba llamarte para preguntarte si Beba te había comentado por casualidad el nerviosismo de Mimì.