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– No sé, -respondí. En verdad, quería decir que no.

– Te lo puedo sacar por trescientos.

– ¿Dónde queda?, -pregunté, desplegando el mapa que había comprado en Rand McNally. Decidí ponerle reparos a cualquier sitio que me señalara.

– Tenés que entender que no es un hotel. Es algo más privado. Un residencial, en un edificio histórico. Garay entre Bolívar y Defensa.

Garay era la calle de "El Aleph", el cuento de Borges sobre el que yo había escrito uno de los trabajos finales de mi Maestría. Pero según el mapa, la pensión estaba a unas cinco cuadras de la casa señalada en el cuento.

– El aleph, -dije involuntariamente. Aunque parecía imposible que él entendiera esa referencia, el muchacho la cazó al vuelo.

– Eso mismo. ¿Cómo sabías? Una vez por mes, un ómnibus de la Municipalidad lleva a los turistas, les muestra el residencial desde afuera, y les dice: "Ésta es la casa del Ale". Que yo sepa, ahí nunca vivió ningún Ale famoso, pero igual hacen el verso. No te vayás a creer que molestan a nadie, ¿eh? Todo es tranqui. Los chabones sacan fotos, suben otra vez al bondi y gudbái.

– Quiero ver la casa, dije. Y el cuarto. A lo mejor se puede poner una mesa cerca de la ventana.

El muchacho tenía la nariz en arco, como el pico de un halcón. Era más fina que en los halcones y no le quedaba mal, porque el conjunto estaba dominado por su boca carnosa y por los grandes ojos. En el taxi me contó su vida, pero casi no le presté atención. El cansancio del largo vuelo me había atontado y, además, no podía creer que mi buena suerte me estuviera llevando hacia la casa de "El Aleph". Entendí a medias su nombre, que era Ornar u Oscar. Pero todo el mundo, -me dijo-, lo llamaba el Tucumano.

Supe también que trabajaba en un kiosco de revistas del aeropuerto, a veces tres horas, a veces diez, en horarios que nunca eran los mismos.

– Hoy me vine al kiosco sin dormir, -dijo. Para qué, ¿no?

A un lado y otro de la autopista que iba hacia la ciudad, el paisaje se transformaba a cada instante. Una suave neblina se alzaba, inmóvil, sobre los campos, pero el cielo era transparente y por el aire cruzaban ráfagas de perfumes dulces. Vi un templo mormón con la imagen del ángel Moroni en lo alto de la torre; vi edificios altos y horribles, con ventanas de las que colgaban ropas de colores, como en Italia; vi una hondonada de casas míseras, que tal vez se derrumbarían al primer golpe de viento. Después, los suburbios imitaban los de las ciudades europeas: parques vacíos, torres como pajareras, iglesias con campanarios coronados por estatuas de la Virgen María, casas con enormes discos de televisión en las azoteas. Buenos Aires no se parecía a Kuala Lumpur. En verdad, se parecía a casi todo lo que yo había visto antes; es decir, se parecía a nada.

– ¿A vos cómo te dicen?, -me preguntó el Tucumano.

– Bruno, -contesté. Soy Bruno Cadogan.

– ¿Cadogan? No tuviste suerte con el apellido, chabón. Si lo decís al vesre es Cagando.

La mujer que me atendió en el residencial anotó Cagan, y cuando subió conmigo a ver el cuarto me llamó "míster Cagan". Acabé por rogarle que se quedara sólo con mi primer nombre.

La decrepitud de la casa me sorprendió. Nada en ella recordaba a la familia de clase media que Borges describía en su cuento. También la ubicación era desconcertante. Todas las referencias sobre el punto donde está el aleph aluden a la calle Garay, cerca de Bernardo de Irigoyen, al oeste del residencial. Pregunté, de todos modos, si el edificio tenía un sótano.

– Sí, -me dijo la encargada, pero está con gente. A usted no le gustaría vivir ahí. Es muy húmedo y, además, hay diecinueve escalones empinados. El dato me sobresaltó. En el cuento, eran también diecinueve los peldaños que descendían hasta el aleph.

Todo me era desconocido en Buenos Aires y, por lo tanto, yo carecía de referencias para evaluar la pieza que me ofrecían. Me pareció chica pero limpia, de unos ocho pies por diez. Al lado del colchón de goma espuma, que estaba sobre un bastidor de madera, había una mesa ínfima donde cabía mi computadora portátil. Lo mejor del sitio eran unos viejos estantes de biblioteca, con espacio para unos cincuenta libros. Las sábanas estaban deshilachadas, y la frazada debía de ser anterior a la casa. La habitación tenía un balconcito que daba a la calle. Según supe después, era la más amplia del piso alto. Aunque el baño me pareció mínimo, sólo debía compartirlo con la familia del cuarto contiguo.

Tuve que pagar por adelantado. La tarifa exhibida en el mostrador de recepción indicaba cuatrocientos dólares mensuales. El Tucumano, fiel a su promesa, logró que Enriqueta aceptara trescientos.

Eran las cuatro de la tarde. El sitio estaba despejado, apacible, y me dispuse a dormir. El Tucumano alquilaba desde hacía seis meses una de las piezas de la azotea. También él se caía de sueño, me dijo. Quedamos en que a las ocho nos reuniríamos para dar vueltas por la ciudad. Si hubiera tenido fuerzas, en ese mismo instante habría salido al encuentro de julio Martel. Pero no sabía por dónde empezar, ni cómo.

A las siete me despertó un tumulto. Los vecinos de al lado estaban peleándose a los gritos. Me vestí como pude y traté de ir al baño. Una mujer gigantesca estaba lavando ropa en el bidet y me dijo, de mal modo, que me aguantara. Cuando bajé, el Tucumano tomaba mate con Enriqueta, junto a la recepción.

– Ya no sé qué hacer con esos animales, -dijo la encargada. Un día de estos se van a matar. En mala hora los acepté. No sabía que eran de Fuerte Apache.

Para mí, Fuerte Apache era una película de John Ford. La inflexión en la voz de Enriqueta hacía pensar en algún pozo del infierno.

– Laváte en mi baño, Cagan, si querés, -dijo el Tucumano. Yo a las once voy a las milongas. Comemos algo por ahí y, si tenés ganas, después te llevo.

Esa tarde vi Buenos Aires por primera vez. A las siete y media caía sobre las fachadas una luz rosa de otro mundo y, aunque el Tucumano me dijo que la ciudad estaba vencida y que debía haberla conocido un año antes, cuando su belleza se mantenía intacta y no había tantos mendigos en las calles, yo sólo vi gente feliz. Caminamos por una avenida enorme, en la que florecían algunos lapachos. Apenas alzaba la vista, descubría palacios barrocos y cúpulas en forma de paraguas o melones, con miradores inútiles que servían de ornamento. Me sorprendió que Buenos Aires fuera tan majestuosa a partir de las segundas y terceras plantas, y tan ruinosa a la altura del suelo, como si el esplendor del pasado hubiera quedado suspendido en lo alto y se negara a bajar o a desaparecer.

Cuanto más avanzaba la noche, más se poblaban los cafés. Nunca vi tantos en una ciudad, ni tan hospitalarios. La mayoría de los clientes leía ante una taza vacía durante largo tiempo -pasamos más de una vez por los mismos lugares-, sin que los obligaran a pagar la cuenta y retirarse, como sucede en Nueva York y París. Pensé que esos cafés eran perfectos para escribir novelas. Allí la realidad no sabía qué hacer y andaba suelta, a la caza de autores que se atrevieran a contarla. Todo parecía muy real, tal vez demasiado real, aunque entonces yo no lo veía así. No entendí por qué los argentinos preferían escribir historias fantásticas o inverosímiles sobre civilizaciones perdidas o clones humanos u hologramas en islas desiertas cuando la realidad estaba viva y uno la sentía quemarse, y quemar, y lastimar la piel de la gente.

Caminamos mucho, y me pareció que nada estaba en el sitio que le correspondía. El cine donde Juan Perón se había conocido con su primera esposa, en la avenida Santa Fe, era ahora una enorme tienda de discos y video. En algunos palcos había flores de artificio; en otros, grandes estantes vacíos. Comimos pizza en un negocio que se presentaba como mercería y que aún tenía encajes, puntillas y botones en la vidriera. El Tucumano me dijo que el mejor lugar para aprender tangos no era la academia Gaeta, como informaban las guías de turismo, sino una librería, El Rufián Melancólico. En mis navegaciones por internet había leído que en ese lugar había cantado Martel cuando lo rescataron de una cantina modesta de Boedo, donde su única paga eran las propinas y las comidas gratis. Al Tucumano le parecía raro que jamás le hubieran contado esa historia, sobre todo en una ciudad donde abundan los eruditos en música de las especies más distantes, desde el rock y la cumbia villera hasta la bossa nova y las sonatas de John Cage, pero sobre todo los eruditos en tango, que son capaces de distinguir los matices más sutiles entre un quinteto de 1958 y otro de 1962. Que se ignorara a Martel era una exageración. Por un momento pensé que quizá no existía, que era sólo un sueño de Jean Franco.