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El viejo Rey de los Sueños en su trono se sienta. No duerme ni un momento, nada lo aquieta. El viejo Rey de los Sueños por la noche vendrá. Si no has sido bueno, te hará temblar. El viejo Rey de los Sueños tiene un corazón de piedra. No duerme ni un momento, nada lo aquieta.

Pero en cuanto se dieron cuenta de que Valentine los observaba, los niños se volvieron y le hicieron grotescos gestos. Le señalaron, hicieron muecas, torcieron los brazos. Valentine se rió y prosiguió su camino.

A media mañana llegó a la zona portuaria. Largos y angulados muelles se abrían paso en el mar, y todos eran lugares de alocada actividad. Estibadores de cuatro o cinco razas descargaban barcos que lucían emblemas de veinte puertos de los tres continentes. Usaban vehículos flotadores para bajar al muelle los fardos de mercancías y trasladarlos a los depósitos, pero al llevar el enorme peso de los bultos de un lado a otro se producían fuertes griteríos y coléricas maniobras. Mientras contemplaba la escena desde la sombra del desembarcadero, Valentine notó un rudo porrazo entre sus hombros, se volvió y vio la hinchada cara de un enojado yort que señalaba y agitaba los brazos.

—Allí —dijo el yort—. ¡Necesitamos otros seis para trabajar en el barco de Suvrael!

—Pero si yo no…

—¡Rápido! ¡Apresúrate!

Muy bien. Valentine no estaba dispuesto a discutir. Entró en el muelle y se unió a un grupo de estibadores que vociferaban y bramaban mientras conducían un cargamento de ganado. Valentine vociferó y bramó con los otros hombres, hasta que los animales, blaves primales que chillaban irritadamente, emprendieron la marcha hacia el corral temporal o matadero correspondiente. Después Valentine se escabulló silenciosamente y caminó por el puerto hasta encontrar un muelle inactivo.

Permaneció allí durante algunos minutos de paz. Contempló el mar más allá del puerto, el océano de color verde y bronce lleno de cabrillas, y forzó su vista como si de ese modo pudiera seguir la curvatura del globo y ver Alhanroel y el Monte del Castillo que se alzaba hasta el cielo. Pero naturalmente era imposible ver Alhanroel desde allí, con miles y miles de kilómetros de océanos por medio, al otro lado de un océano tan extenso que ciertos planetas habrían cabido entre las costas de ambos continentes. Valentine bajó la vista hacia sus pies, y dejó que su imaginación se hundiera en las profundidades de Majipur. ¿Qué parte del planeta encontraría si seguía una línea recta a partir de allí? La mitad oriental de Alhanroel, supuso Valentine. La geografía era un tema vago y enigmático para él. Había olvidado gran parte de lo que aprendió en sus años escolares, y tenía que hacer grandes esfuerzos para recordar cualquier cosa. En ese momento podía estar en línea con el cubil del Pontífice, el terrible Laberinto del anciano y solitario sumo monarca. O quizá, con más seguridad, en línea con la Isla del Sueño, la bendita isla donde habitaba la dulce Dama, con frondosos claros donde sus sacerdotes y sacerdotisas cantaban sin cesar y enviaban benévolos mensajes a los durmientes del mundo. A Valentine le costaba creer que existieran tales lugares o personajes en el mundo, que hubiera Poderes, un Pontífice, una Dama de la Isla, un Rey de los Sueños, incluso que existiera una Corona, por más que hubiera visto al príncipe con sus propios ojos la noche anterior. Esos potentados parecían irreales. Lo real era el puerto de Pidruid, la posada donde había dormido, el pez de la parrilla, los malabaristas, Shanamir y sus animales. Todo lo demás era simple fantasía y espejismo.

El día iba haciéndose caluroso y húmedo, aunque una agradable brisa soplaba hacia la costa. Valentine volvía a tener hambre. En un puesto situado al borde del muelle compró, por dos monedas de cobre, una comida formada por azuladas tiras de pescado crudo escabechado en salsa picante y servido en astillas de madera. Acompañó la comida con una jarra de vino de palmera flamígera, un sorprendente líquido dorado de sabor más picante incluso que la salsa. Después pensó en regresar a la posada. Pero se dio cuenta de que ni sabía el nombre ni la calle en que estaba. Sólo sabía que la posada estaba tierra adentro, a poca distancia del barrio marítimo. Poca cosa perdía si no la encontraba, ya que no tenía más pertenencias que las que llevaba encima. Pero las únicas personas que conocía en Pidruid eran Shanamir y los malabaristas, y no deseaba decirles adiós tan pronto.

Valentine inició el regreso y no tardó en perderse en el laberinto de indistintas callejuelas y pasajes que rodeaba la Calle del Mar. En tres ocasiones halló posadas que parecían ser la buscada, pero todas, tras un atento examen, demostraban no serlo. Pasó una hora, quizá más, y llegó la tarde. Valentine comprendió que sería imposible encontrar la posada, y ello le causó una aguda tristeza, porque recordaba a Carabella, el contacto de los dedos femeninos en su brazo, la rapidez de aquellas manos al coger los puñales, y el brillo de sus ojos oscuros. Pero lo perdido, pensó Valentine, perdido está, y es inútil llorar por ello. Buscaría otra posada y tendría nuevos amigos antes de que oscureciera.

Y en ese instante dobló una esquina y descubrió lo que con toda seguridad debía ser el mercado de Pidruid.

Era un vasto espacio cercado casi tan inmenso como la Plaza Dorada, pero no tenía imponentes palacios y hoteles con brillantes fachadas, sólo una interminable e irregular extensión de tinglados con techo de tejas, abiertos corrales de ganado y atestados puestos. En el mercado estaban todas las fragancias y hedores del mundo, y la mitad de la producción del universo se exponía a la venta. Valentine se sumergió en el lugar, encantado, fascinado. Trozos de carne pendían de grandes ganchos en una barraca. Rebosantes barriles de especias ocupaban otra. En un corral había aturdidas aves hilanderas de ridículas patas brillantes, más altas que un skandar, que se picoteaban y pateaban unas a otras mientras los comerciantes de huevos y lana regateaban animadamente. En otro corral había cubas con relucientes serpientes que se arrollaban y retorcían igual que enfurecidas llamas. Muy cerca había un lugar donde vendían pequeños dragones de mar que yacían amontonados, destripados y sin médula, en malolientes pilas. Aquí varios amanuenses que escribían cartas para los iletrados, allí una cambista que regateaba diestramente los valores de las monedas de diversos mundos, y más allá una sucesión de quioscos de salchichas, cincuenta en total y todos idénticos, con seres de raza lii atendiendo codo a codo sus humeantes fuegos y dando vueltas a los cargados pinchos.

Y adivinos, magos y malabaristas, aunque no los que Valentine conocía. En un espacio despejado yacía acuclillado un narrador que, a cambio de unas monedas de cobre, relataba cierta intrincada aventura, simplemente incomprensible, de lord Stiamot, la renombrada Corona de hacía ochocientos años, cuyas hazañas eran actualmente sujeto de mitificación. Valentine prestó atención durante cinco minutos pero no logró entender la narración, que mantenía extasiados a quince o veinte cargadores desocupados. Siguió andando. Pasó junto a un puesto donde un vrun de ojos dorados con una plateada flauta tocaba malogradas melodías para encantar a cierta criatura tricéfala de una cesta de mimbre. Pasó también junto a un sonriente muchacho que aparentaba diez años y que le desafió a un juego en el que intervenían conchas y abalorios, junto a un pasillo de vendedores que ofrecían banderas con el estallido estelar de la Corona, junto a un fakir que flotaba en el aire sobre una tina de aceite hirviendo de maligno aspecto, junto a una avenida de oradores de sueños y un pasaje atestado de traficantes de drogas, junto a la barraca de los intérpretes de sueños y el comercio de los vendedores de joyas, y finalmente, tras doblar una esquina donde estaban a la venta todo tipo de prendas vulgares, Valentine llegó al corral de las monturas. Las bestias, lozanas y purpúreas, se alineaban pegadas unas a otras por centenares, incluso quizá por millares, y permanecían impasibles mientras contemplaban sin interés lo que parecía ser una subasta que tenía lugar ante sus hocicos. A Valentine le resultó tan difícil seguir la subasta como la historia de lord Stiamot del narrador. Compradores y vendedores se hallaban frente a frente en dos largas filas y se tocaban las muñecas unos a otros, como si quisieran tajarlas, completando estos movimientos con muecas, choques de los respectivos puños, y bruscos codazos. No se pronunciaba una sola palabra, y sin embargo era obvio que se comunicaba mucha información, ya que los escribientes apostados a lo largo de la hilera no cesaban de garabatear documentos de venta validados mediante la impresión del pulgar con tinta verde, y frenéticos empleados pegaban etiquetas con el grabado del sello del Pontífice, el Laberinto, en las ancas de una bestia tras otra. Tras avanzar a lo largo de la línea de subasta, Valentine descubrió por fin a Shanamir. El zagal estaba gesticulando, dando codazos y puñetazos con consumada ferocidad. Al cabo de unos instantes terminó el regateo, y el muchacho salió de la hilera dando brincos y con un grito de alegría. Cogió por el brazo a Valentine y le hizo dar vueltas, tal era su júbilo.