– ¿Hasta dónde van? -preguntó el hombre.
Habló sin mover apenas los labios. En la parte superior de la cabeza tenía el cabello lacio y muy escaso, y hacía tanto tiempo que no se lo había cortado que le caía arremolinado en mechones por encima de las orejas.
– Seis kilómetros; entre -dijo mi padre en tono repentinamente decidido. Abrió mi puerta y me dijo-: Córrete, Peter. Deja que este señor se ponga junto a la calefacción.
– Iré detrás -dijo el hombre, haciendo así que mi odio disminuyera un poco.
En sus modales había vestigios de buena educación. Pero cuando se dispuso a entrar detrás hizo algo curioso. No levantó los dedos de mi ventanilla hasta que, con el otro brazo, sujetando con dificultad el paquete contra su costado, abrió la puerta de atrás. Como si nosotros, mi altruista padre y yo, un ser inocente, fuéramos un traicionero animal negro que él estuviera cazando. Una vez seguro en la cavidad que había detrás de nosotros, suspiró y dijo con una de esas voces serosas que parece siempre se retractan en mitad de la frase:
– Qué día tan jodido. Se te hielan los huevos.
Mi padre puso la primera e hizo algo sorprendente: volviendo la cabeza para hablar con el desconocido, apagó mi radio. La locomotora musical, y toda su carga de sueños, desapareció cayendo al vacío. La copiosa pureza de mi futuro encogió sus dimensiones para quedar reducida a la exigua confusión de mi presente.
– Mientras no nieve -dijo mi padre-. Eso es lo que me preocupa. Cada mañana rezo: «Dios mío, que no nieve».
Invisible a mi espalda, el hombre hacía ruido con la nariz y se ensanchaba líquidamente como si fuese un monstruo primitivo que tratara de volver a la vida tras haber salido de un glaciar.
– ¿Y tú, chico? -me dijo. Noté a través de los cabellos del cogote que se adelantaba-. A ti no te importa la nieve, ¿verdad?
– Pobre chico -dijo mi padre-, ahora ya no puede ir nunca en trineo. Nos lo llevamos del pueblo donde le gustaba estar y ahora vivimos en el campo.
– Seguro que le gusta la nieve -dijo el hombre-. Apuesto a que disfruta con la nieve.
Era como si para él la nieve tuviera otro significado; indudablemente, era marica. Yo estaba más furioso que asustado: mi padre estaba a mi lado.
También a él le extrañaba la obsesión de nuestro invitado.
– Qué, Peter -me dijo-, ¿todavía te gusta tanto la nieve?
– No -dije yo.
El hombre soltó un húmedo estornudo. Mi padre le dijo sin volver la cabeza:
– ¿De dónde viene usted?
– Del norte.
– Y va a Alton, ¿no?
– Supongo.
– ¿Conoce Alton?
– Estuve una vez.
– ¿De qué trabaja?
– Emmm, soy cocinero.
– ¡Cocinero! Es un trabajo admirable. Y sé que no trata usted de engañarme. ¿Qué planes tiene? ¿Quedarse en Alton?
– Hmmm. Sólo me quedaré un tiempo para trabajar un poco y con lo que gane seguiré hacia el sur.
– ¿Sabe usted, señor? -dijo mi padre-. Lo que usted hace es lo que siempre me habría gustado hacer. Ir de sitio en sitio. Vivir como los pájaros. Agitar las alas en cuanto empieza el frío y volar hacia el sur. -Desconcertado, el hombre sonrió. Mi padre continuó-: Siempre me ha gustado la idea de vivir en Florida y jamás he estado ni siquiera cerca de allí. En toda mi vida no he bajado más al sur que las veces que he ido al gran estado de Maryland.
– Hay poca cosa en Maryland.
– Recuerdo que en la escuela elemental de Passaic -dijo mi padre- siempre nos hablaban de las escalinatas blancas de Baltimore. Decían que allí, todas las mañanas, salían las amas de casa con el cubo y la fregona y limpiaban esas escaleras de mármol hasta dejarlas relucientes. ¿Lo ha visto usted alguna vez?
– He estado en Baltimore, pero eso no lo he visto nunca.
– Eso pensaba yo. Nos engañaban. ¿Por qué diablos tiene que haber nadie dispuesto a pasarse la vida fregando una escalinata de mármol que en cuanto terminas de fregarla pasa un imbécil con los zapatos sucios y la mancha con sus pisadas? Siempre me pareció increíble.
– Yo no lo he visto nunca -dijo el hombre, como si lamentara haber causado una desilusión tan radical.
Mi padre demostraba un nulo interés en mostrarse sensible a sus interlocutores, desconcertando a los desconocidos que, sin comerlo ni beberlo, se veían de esta manera comprometidos en una fútil aunque perentoria búsqueda de la verdad. La perentoriedad con que se había lanzado esta mañana en esa búsqueda parecía especialmente acusada, como si temiera que le quedara poco tiempo por delante. Su siguiente pregunta la formuló prácticamente a gritos:
– ¿Cómo es que se ha quedado atrapado en este lugar? De estar en sus zapatos, señor, me iría tan rápidamente a Florida que ni siquiera podría ver usted el polvo que levantaba detrás de mí.
– Vivía en Albany con un tipo -dijo a su pesar el viajero.
Mi corazón se estremeció al ver confirmados mis temores; pero mi padre parecía no darse cuenta de que habíamos entrado en aquel horrible territorio.
– ¿Un amigo? -preguntó.
– Sí, algo así.
– ¿Qué pasó? ¿Le traicionó?
El hombre se sintió tan a gusto al oír esta última pregunta que se inclinó hacia delante.
– Exacto, amigo -le dijo a mi padre-. Eso fue precisamente lo que hizo el muy cabrón. Lo siento, chico.
– No se preocupe -dijo mi padre-. Este pobre chico oye más palabrotas en un día que yo en toda mi vida. Es por su madre; es una mujer que ve las cosas como son y no puede evitarlo. Gracias a Dios, yo soy medio ciego y casi sordo. El cielo protege al ignorante.
Agradecí confusamente a mi padre que hubiera conjurado al cielo y a mi madre como mis protectores, como un dique capaz de contener la riada de perversas confidencias que derramaba nuestro invitado; pero me quedé muy resentido contra él por haberme mencionado en una conversación con un hombre de éstos, que zambullera la sombra de mi personalidad en aquel cenagoso pantano. Me pareció que la tensión que suponía que un extremo de mi personalidad estuviera rozando a Vermeer y el otro al viajero era insoportable.
Pero faltaba poco para que llegase el alivio. Alcanzamos la cima de Coughdrop Hill, la segunda y más pronunciada de las dos colinas que había antes de llegar a Alton. Al llegar abajo, la carretera de Olinger se desviaba hacia la izquierda y allí tendríamos que abandonar al viajero.
Comenzamos el descenso. Nos cruzamos con un camión con remolque que subía lentamente la cuesta, con tal lentitud que su pintura, pelada en numerosos puntos, parecía haberse estropeado durante aquella corta ascensión. Apartada considerablemente de la carretera, la gran mansión parda de Rudy Essick trepaba perezosamente entre los árboles.
Coughdrop [3] Hill tomaba su nombre del negocio de su propietario, cuyas pastillas para la tos («¿Está usted enfermo? ¡Essick es el remedio!») producía a millones una fábrica situada en Alton, que extendía a manzanas enteras del pueblo el olor a mentol. En sus cajitas color mandarina, estas pastillas se vendían en toda la costa atlántica del país: la única vez en mi vida que estuve en Manhattan me asombró encontrar, nada menos que en la garganta misma del Paraíso, en un mostrador de la Grand Central Station, toda una hilera de esas cajitas de mi pueblo. Incapaz de creerlo, compré una. Y, en efecto, debajo de un imponente retrato en miniatura de la fábrica aparecían en la parte posterior de la caja unas letras claramente impresas que decían: HECHO EN ALTON, PENNSYLVANIA. Y al abrirla, la caja dejó escapar el olor frío y estoplasmático de Brubaker Street. Las dos ciudades de mi vida, la real y la imaginaria, quedaron sobreimpresas; jamás había siquiera soñado que Alton pudiera rozar Nueva York. Puse una de las pastillas en mi boca para completar esta deliciosa confusión, esta penetración concéntrica; se me endulzaron los dientes y, a la altura de mis ojos -un ahuecado kilómetro bajo el techo que, en un desvaído firmamento, desplegaba sus constelaciones de cetrinas estrellas eléctricas-, se retorcieron las nudosas y amarillentas manos de mi padre, nerviosas por mi retraso. Fue entonces cuando terminó mi enfado y me puse tan ansioso como él por tomar el tren que nos devolvería a casa. Hasta aquel momento mi padre me había decepcionado. A todo lo largo de nuestro viaje, que se reducía a una estancia de una sola noche en casa de su hermana, mi padre se había mostrado amedrentado y frustrado. La ciudad era demasiado grande para que él pudiera hacerse a la idea. El dinero que llevaba en el bolsillo fue desapareciendo sin que hubiéramos comprado nada. A pesar de que anduvimos muchísimo, no conseguimos llegar a ninguno de los museos que yo conocía por los libros. Ni al que se llama Frick, donde está el Vermeer con el hombre que lleva puesto ese sombrero tan grande y la mujer que ríe y tiene una palma perezosamente vuelta hacia arriba que acepta inconscientemente la luz, ni al Metropolitan, donde se encuentra la chica con el sombrero almidonado que se inclina reverentemente sobre el jarro de latón, cuyo vertical brillo azul fue el Espíritu Santo de mi adolescencia. Me parecía un profundo misterio el hecho de que estas pinturas, que yo había adorado en forma de reproducciones, tuvieran una simple existencia física: para mí, llegar a tenerlas al alcance de la mano, ver con mis propios ojos la verdad de su color, la tracería de las grietas en las que se había incrustado el tiempo como un misterio dentro de otro misterio, hubiera sido como penetrar en una Presencia Real tan definitiva que no me hubiera sorprendido morir en el encuentro. Pero los errores de mi padre lo evitaron. No llegamos a entrar en los museos; no llegué a ver los cuadros. Lo que sí vi fue el interior de la habitación de hotel donde vivía la hermana de mi padre. Pese a estar suspendida veinte pisos sobre la calle tenía, curiosamente, el olor del forro del abrigo con cuello de piel que usaba mi madre en invierno, un abrigo de gruesa tela a cuadros verdes. Tía Alma sorbía una bebida amarilla y dejaba salir el humo de sus Kool por las esquinas de sus delgadísimos labios rojos. Tenía una piel muy blanca, y su mirada transparentaba inteligencia. Sus ojos se arrugaban con tristeza cada vez que miraba a mi padre; era tres años mayor que él. Estuvieron hasta muy tarde hablando de travesuras y crisis de un personaje desaparecido de Passaic, cuya sola mención me hacía sentir vértigo y náuseas, como si me encontrara suspendido sobre un desfiladero del tiempo. Abajo, en la calle, veinte pisos más abajo, las luces de los taxis aparecían y desaparecían en un espectáculo abstractamente interesante. Durante el día tía Alma, que estaba encargada de comprar fuera de la ciudad ropa de niños, nos dejó solos. Los desconocidos que mi padre paraba en la calle se resistían con todas sus fuerzas a dejarse arrastrar por las preguntas ansiosas y circulares que les dirigía mi padre. Su descortesía me humillaba tanto como la ignorancia de mi padre, y mi irritación fue creciendo hasta alcanzar dimensiones de rabieta, pero las pastillas para la tos la disolvieron. Le perdoné. En un templo de mármol ocre le perdoné y quise darle las gracias por haberme concebido de forma que mi nacimiento ocurriese en un condado capaz de colocar sus dulzonas pastillas en la garganta del Paraíso. Tomamos el metro que llevaba a la estación de Pennsylvania y allí cogimos un tren e hicimos el viaje sentados el uno al lado del otro como un par de gemelos de regreso a su casa, e incluso ahora, dos años después del viaje, al subir o bajar diariamente Coughdrop Hill, notaba en mi interior una corriente subterránea neoyorquina que arrastraba consigo unas constelaciones que parecían hacernos ascender por los aires, libres los dos de la tierra que pisábamos todos los días.