– ¡Papá! -grité-. ¡Tus guantes han desaparecido!
Mi padre se había alejado ya algunos pasos del coche. Volvió y barrió su cabeza con su mano salpicada de verrugas para quitarse el gorro azul. El pelo se le erizó por la electricidad.
– ¿Qué? ¿Se los ha llevado ese bastardo?
– Seguramente. No están aquí. Sólo quedan la cuerda y el mapa.
Le bastó un instante para encajar esta revelación.
– Bueno -dijo-, él los necesita más que yo. Ese pobre diablo no tenía dónde caerse muerto.
Y se puso de nuevo en marcha, tragando el camino de cemento con generosas zancadas. Luchando por sujetar mis libros, no conseguí ponerme a su altura y mientras le seguía a una distancia cada vez mayor, la pérdida de los guantes, la manera como permitía que mi caro regalo, que tanto esfuerzo me había exigido, se le fuera de las manos, hizo nacer un torpe peso en el punto en que apretaba mis libros contra el abdomen. Mi padre era nuestro proveedor; él recogía las cosas para luego desparramarlas por todo el mundo; mi ropa, mi comida, mis lujosas esperanzas eran cosas que había recibido de él, y por primera vez me pareció que su muerte, incluso siendo tan imposible que parecía encontrarse tan lejana como las estrellas, era una amenaza grave y temible.
3
Quirón llegaba un poco tarde y apresuró el paso por los corredores de tamariscos, tejos, laureles y coscojas. Bajo los cedros y los plateados pinos cuyas silenciosas copas eran sombras permeadas de azul olímpico, un vigoroso sotobosque de madroños, perales silvestres, cornejos, bojes y andrachnes, llenaba de aromas de flores y savia y tallos nuevos el aire del bosque. Aquí y allá, algunas ramas en flor daban pinceladas de color a las móviles cavernas del bosque que circundaban la prisa de su medio galope. Redujo su velocidad, y también lo hicieron los confusos y callados acompañantes aéreos que escoltaban su alta cabeza. Estos intervalos de espacio abierto -tocados por la arqueada búsqueda de los nuevos brotes e hilados por el rápido goteo de los trinos de los pájaros que parecían cantar desde un cargado techo rebosante de elementos (algunas canciones eran agua, otras cobre, plata, bruñidos pedazos de madera, fuego ondulado y frío)- le recordaban cavernas y le tranquilizaban y satisfacían a su naturaleza. Sus ojos de estudiante -pues ¿qué es un profesor sino un estudiante que ha crecido?- salvaban de su reclusión en la maleza múltiples plantas que conocía: la albahaca, los eléboros, la feverwort [4], el euforbio, el polipodio, la brionia, el acónito de flor amarilla y la escila de primavera. Y, por la forma de sus pétalos, hojas, tallos y espinas, sacó de su anonimato entre el indiscriminado verde a la cincoenrama, el orégano y las clavelinas. Reconocidas, las plantas parecían elevarse para saludarle, como a un héroe. El eléboro negro es mortal para los caballos. El azafrán crece mejor si ha sido pisado. Sin querer, su cerebro se puso a recitar sus antiguos conocimientos de farmacia. De las plantas de la especie Strychnos, hay una que provoca sueño, las demás provocan la locura. La raíz de la primera, que al arrancarla de la tierra es blanca, se vuelve de un tono rojo sangre cuando se seca. A la otra algunos la llaman thryoron y otros peritton; con cuatro gramos el enfermo se siente activo, con el doble empieza a alucinar, y el triple bastará para volverle loco. Y si toma más, morirá.
El tomillo sólo crece en los lugares a los que llega la brisa marina. Al cortar determinadas raíces hay que colocarse del lado del viento. Los antiguos herbolarios decían que la raíz de la peonía debe ser arrancada de la tierra por la noche, porque si un pájaro carpintero te ve arrancarlas serás presa de un prolapsus ani. Quirón se había burlado de esta superstición; su intención había sido sacar a los hombres de las tinieblas. Apolo y Diana le habían hecho la promesa de guiarle. Para cortar la mandrágora hay que trazar antes tres círculos a su alrededor con una espada, y, en el momento de cortarla, ponerse de cara a poniente. Los blancos labios de Quirón sonrieron en el seno de las bronceadas crines de su barba mientras recordaba los complicados escrúpulos de los que había tenido que burlarse en su propósito de obtener una curación real de las enfermedades. Lo que más había que tener en cuenta en relación con la mandrágora era que, si se tomaba mezclada con la comida, servía para aliviar la gota, el insomnio, la erisipela y la impotencia. La raíz del pepino silvestre cura la lepra blanca y la sarna en los corderos. Las hojas de la escorodonia, machacadas en aceite de oliva, sirven para cubrir fracturas y curar inflamaciones; el fruto, para purgar la bilis. El polipodio limpia hacia abajo; el tallo -que conserva esta capacidad durante más de doscientos años- limpia hacia arriba y hacia abajo. Las mejores medicinas proceden de terrenos ventosos que miren al norte, y que además sean secos; en Eubea, las drogas más potentes son las de Aigai y Telethrion. Todos los perfumes, menos el iris, proceden de Asia: la casia, la canela, el cardamomo, el nardo, el estoraque, la mirra y el eneldo. Las plantas venenosas tienen su origen aquí: el eléboro, la cicuta, la flor de otoño, la amapola y el acónito de flor amarilla. La manzanilla romana es fatal para los perros y los cerdos; para saber si un hombre enfermo morirá o no, hay que lavarle con una pasta de camaleón mezclada con aceite y agua durante tres días. Si sobrevive a la prueba, vivirá.
Sobre su cabeza un pájaro dejó escapar una rápida melodía metálica que parecía una señal.
– ¡Quirón! ¡Quirón!
La llamada provenía de detrás de él, le adelantó y, después de pasar rozándole las orejas, huyó con su incorpórea velocidad alegre hacia la boca de aire, tocada por el sol que le esperaba al final del camino que cruzaba el bosque.
Llegó al claro y vio que los estudiantes ya estaban allí: Jasón, Aquiles, Esculapio, su hija Ociroe, y una docena de hijos del Olimpo abandonados a sus cuidados. Habían sido sus voces. Sentados en semicírculo en la tibia hierba, todos le saludaron alegremente. Aquiles levantó la vista, porque hasta entonces había estado chupando el tuétano de un hueso de fauno; tenía la mandíbula manchada de migajas de cera de un panal. En su bello cuerpo había indicios de grasa. En aquellos anchos hombros rubios se apoyaba, como un manto transparente, una sugerente redondez femenina que daba a su cuerpo bien desarrollado un peso ligeramente pasivo, y debilitaba su mirada. El azul de sus ojos recordaba demasiado al aguamarina. Su mirada resultaba a la vez interrogante y evasiva. Aquiles era el alumno que más problemas ocasionaba a Quirón, pero también parecía el más necesitado de su aprobación y el que le amaba con menos reservas. Jasón, menos favorecido, no era tan robusto y parecía más joven de lo que era, pero poseía la angulosa seguridad de la independencia, y sus oscuros ojos mostraban una serena intención de sobrevivir. Esculapio, el mejor alumno, era un chico sosegado y decididamente sereno; en muchos aspectos había dejado atrás a su maestro. Arrancado del útero de Coronis, asesinada por su infidelidad, había conocido también una infancia sin madre y la distante protección de un padre divino; Quirón le trataba menos como alumno que como colega, y cuando los demás brincaban al llegar el recreo, ellos dos, envejecido el corazón, profundizaban el uno junto al otro en los arcanos de la investigación.
Pero en ninguno de los alumnos se posaban tan cariñosamente los ojos de Quirón como en el pelo rojo-dorado de su hija. ¡Qué llena de vida estaba aquella muchacha! Su pelo era un mar de ondas entrelazadas: una manada de caballos vista desde arriba. La vida del propio Quirón, vista desde arriba. Sólo a través de ella se hacía inmortal el plasma de Quirón. Su mirada se hundía en la cabeza de la chica, que era ya una cabeza de mujer, caprichosamente coronada: era su propia semilla, y podía ver a través de ella la criatura que pataleaba furiosa con sus largas piernas y ancha frente, la criatura en que se había convertido la hija que Cariclo había criado a su lado sobre el musgo durante aquellos días en los que las estrellas hablaban a la entrada de la cueva. Aquella chica había sido demasiado inteligente para aceptar sin problemas su infancia; sus rabietas habían afectado la estima que ellos le tenían. Más agudamente incluso que su padre, Ociroe vivía atormentada por los presentimientos, un tormento que las plantas de Quirón no eran capaces de aliviar, ni siquiera las curalotodo arrancadas a medianoche el día de la noche más corta en los pedregales de los alrededores de Psofis; de modo que cuando ella se burlaba de él, por crueles que fueran sus burlas, Quirón no se sentía furioso y se sometía mansamente con la esperanza de obtener el perdón por su incapacidad para curarla.