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En un momento dado, Bachi ofreció venderle a Teal una edición veneciana, centenaria, de la Divina Commedia. Teal tomó en sus manos el volumen, encuadernado en cuero duro, sin tener en cuenta cómo Bachi divagaba sobre su belleza. Una vez más, aquello no era Dante. Por suerte, poco después de esto, Greene reapareció en el púlpito del hogar, y llegó la asombrosa entrada de Dante en el pozo infernal de los cismáticos.

El destino le había hablado a Dan Teal con una voz tan fuerte como un cañonazo. También él había sido testigo de este inolvidable pecado -dividir y causar cismas entre grupos-en la persona de Phineas Jennison. Teal le había oído hablar de proteger a Dante en las oficinas de Ticknor y Fields, urgiendo al club Dante a luchar contra Harvard; pero también le había oído condenar a Dante en las oficinas de la corporación de Harvard, urgiéndola a parar el trabajo de Longfellow, Lowell y Fields. Y Teal condujo a Jennison, por la ruta de los túneles de los esclavos fugitivos, hasta el puerto de Boston, donde le puso delante la punta de su sable. Jennison rogó, lloró y ofreció dinero a Teal. Éste le prometió hacer justicia, y a continuación lo despedazó. Envolvió cuidadosamente las heridas. Teal nunca pensó que lo que estaba haciendo fuera matar, pues el castigo requería un sufrimiento prolongado, un aprisionamiento de la sensación. Esto es lo que encontró más reconfortante de Alighieri. Ninguno de los castigos que había presenciado era nuevo. Teal los había visto todos en mayor o menor medida a lo largo de su vida en Boston y en los campos de batalla de toda la nación.

Teal sabía que el club Dante estaba emocionado por la derrota de sus enemigos, pues de repente el reverendo Greene ofreció una racha de extáticos sermones: Dante llegaba hasta un lago helado lleno de pecadores, de traidores que se contaban entre los peores pecadores que el viajero descubre y proclama. Así acabaron Augustus Manning y Pliny Mead inmovilizados en el hielo, mientras Teal los observaba a la luz de la mañana, vestido con su uniforme de alférez. Así un uniformado Teal había observado al tibio Artemus Healey contorsionarse desnudo bajo el manto de insectos; había observado al simoníaco Elisha Talbot retorcerse y agitar sus pies llameantes, con su dinero mal adquirido convertido ahora en almohada bajo su cabeza; y había observado a Phineas Jennison estremecerse y sufrir sacudidas mientras su cuerpo colgaba hecho trizas y cortado.

Pero entonces aparecieron Lowell y Fields, Holmes y Longfellow, ¡y no para recompensarle! Lowell le había disparado con su fusil, y el señor Fields gritó a Lowell que volviera a disparar. A Teal se le partió el corazón. Teal daba por descontado que Longfellow, a quien Harriet Galvin adoraba, y los demás protectores que se reunían en el Corner se identificaban con el propósito que animaba a Dante. Ahora comprendía que ignoraban la verdadera tarea que precisaba el club Dante. Quedaba mucho por hacer, muchos círculos que abrir con el fin de mejorar Boston. Teal pensaba en la escena desarrollada en el Corner, cuando el doctor Holmes se cayó, y Lowell le seguía desde la Sala de Autores gritando: «Usted ha traicionado al club Dante, usted ha traicionado al club Dante.»

– Doctor -le dijo Teal cuando se encontraron en los túneles de los esclavos-. Vuélvase ahora, doctor Holmes, que he venido a verlo.

Holmes se volvió, dando la espalda al militar uniformado. El brillo apagado de la linterna del doctor iluminó temblorosamente el largo canal, el abismo rocoso que se abría por delante.

– Imagino que el hecho de haberme encontrado es cosa del destino -añadió Teal, quien, a continuación, ordenó al doctor que avanzara.

– ¡Santo Dios! -exclamó Holmes en un jadeo-. ¿Adónde vamos?

– Donde Longfellow.

XX

Holmes caminaba. Aunque había visto brevemente al hombre, lo reconoció de inmediato como Teal, una de las criaturas de la noche del Corner, como las llamaba Fields: su Lucifer. Ahora, mirando atrás, se dio cuenta de que el cuello de aquel hombre era tan musculoso como el de un boxeador profesional, pero sus ojos verde pálido y su boca casi femenina parecían infantiles, lo que resultaba una incongruencia. Sus pies, probablemente como resultado de arduas marchas, sustentaban su cuerpo con la postura nerviosa y perpendicular propia de un adolescente. Teal, aquel muchacho, era su enemigo y oponente. Dan Teal. ¡Dan Teal! Oh, ¿cómo pudo escapársele a un orfebre de la palabra como Oliver Wendell Holmes aquel golpe?

¡DANTEAL…, DANTE AL…! Oh, y en qué sonido hueco se traducía el recuerdo de la tonante voz de Lowell en el Corner cuando Holmes había tropezado con el asesino en el pasillo: «¡Holmes, usted ha traicionado al club Dante!» Teal había estado escuchando, como debió hacerlo también en las oficinas de Harvard. Con toda la sed de venganza almacenada por Dante.

– ¡Yo no sigo! -anunció, tratando de protegerse con una voz artificialmente resuelta-. ¡Haré lo que usted quiera de mí, pero no enredaré en esto a Longfellow!

Teal respondió con un silencio llano, compasivo.

– Dos de ustedes deben ser castigados. Usted tiene que hacérselo comprender a Longfellow, doctor Holmes.

Holmes se dio cuenta de que Teal no se proponía castigarlo a él como traidor. Teal había llegado a la conclusión de que el club Dante no estaba de su lado, que sus miembros habían abandonado su causa. Si Holmes fue un traidor para el club Dante, como Lowell inadvertidamente anunció ante Teal, Holmes era amigo del verdadero club Dante: el único que Teal había inventado en su mente; una silenciosa asociación dedicada a traer los castigos de Dante a Boston.

Holmes sacó su pañuelo y se lo pasó por la frente.

En el mismo momento, Teal le dio un manotazo en el codo.

Holmes, en contra de sus expectativas, sin cálculo previo ni plan alguno, apartó aquella mano con tal fuerza que Teal se golpeó contra el muro de piedra de la caverna. Entonces el pequeño doctor se lanzó a la carrera, agarrando la linterna con ambas manos.

Con su respiración trabajosa, se escabulló por los oscuros y ventosos túneles, echando vistazos atrás y oyendo toda clase de ruidos, pero no había forma de diferenciar lo que provenía de dentro de su cabeza y de la creciente pesadez de su pecho, y lo que existía fuera de sí mismo. El asma era una cadena prendida a la pierna de un espectro que lo arrastraba hacia atrás. Cuando llegó a una especie de cavidad subterránea, se introdujo en ella. Allí encontró un saco de dormir forrado de piel, suministrado por el ejército, y algunos trozos de una sustancia dura. Holmes la partió con los dientes: pan seco, como el que los soldados se vieron obligados a consumir para sobrevivir durante la guerra. Aquél era el hogar de Teal. Había un fogón hecho con palos, unos platos, una sartén, una copa de estaño y una cafetera. Holmes estaba a punto de echar a correr cuando oyó un crujido que le hizo dar un salto. Levantando la linterna, pudo ver la parte más alejada de la cámara: Lowell y Fields estaban sentados en el suelo, atados de pies y manos y amordazados. La barba de Lowell caía sobre su pecho y él estaba perfectamente inmóvil.

Holmes despojó a sus amigos de sus mordazas y trató infructuosamente de desatar sus manos.

– ¿Están ustedes heridos? -preguntó Holmes-. ¡Lowell! -lo llamó, agarrándolo por los hombros y zarandeándolo.

– Nos golpeó y nos trajo aquí -explicó Fields-. Lowell insultaba a gritos a Teal cuando nos estaba atando. ¡Yo le dije que se callara la maldita boca! Entonces Teal lo dejó otra vez inconsciente. Y así sigue. -Fields añadió en tono suplicante-: Lo está, ¿verdad? -¿Qué quería Teal de ustedes? -preguntó Holmes. -¡Nada! ¡No sé por qué seguimos vivos ni qué está haciendo! -¡Ese monstruo ha planeado algo para Longfellow! -¡Lo oigo volver! -exclamó Fields-. ¡Dése prisa, Holmes! Las manos de Holmes temblaban y chorreaban sudor, y los nudos estaban fuertes. Apenas podía ver.