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La mujer a la que estaban aguardando en el mejor salón de Wide Oaks, había tomado el primer tren que pudo en Providence, después de recibir el telegrama. Los vagones de primera avanzaban ruidosamente, con irresponsable lentitud, pero ahora aquel viaje, como todo cuanto lo había antecedido, parecía formar parte de algo irreconocible y olvidado. Ella había hecho una apuesta consigo misma y con Dios: que el ministro de su familia no habría llegado a su casa antes que ella, y que el mensaje contenido en el telegrama sería una equivocación. Aquella apuesta suya no tenía ningún sentido, pero debía inventar algo en lo que creer, algo para mantener alejado al difunto de figura borrosa. Ednah Healey, basculando en el umbral del terror y el sentimiento de pérdida, miraba al vacío. Al entrar en su salón sólo percibió la ausencia de su ministro y se agitó con un irreal sentimiento de victoria.

Kurtz, un hombre robusto, que exhibía una coloración mostaza bajo su híspido bigote, se dio cuenta de que él también estaba temblando. Había ensayado el encuentro en el carruaje que lo llevaba a Wide Oaks:

– Señora, nos sentimos muy apenados por reclamar su presencia para esto. Comprenda que el juez presidente Healey… -No debía intentar anteponer una introducción a aquello-. Creímos mejor -continuó-explicarle las tristes circunstancias aquí, ¿sabe?, en su propia casa, donde usted se sentiría más cómoda.

Pensó que esa idea era generosa.

– Usted no hubiera encontrado al juez Healey, jefe Kurtz -dijo ella, y lo invitó a sentarse-. Lamento que haya hecho esta llamada en vano, pero se trata de una simple equivocación. El juez presidente estaba…, está pasando unos días en Beverly para trabajar con tranquilidad, mientras yo visitaba Providence con nuestros dos hijos. No se espera su regreso hasta mañana.

Kurtz no se sintió responsable por llevarle la contraria.

– Su doncella -dijo, señalando a la más corpulenta de las dos criadas-encontró su cadáver, señora. Fuera, cerca del río.

Nell Ranney, la criada, lloraba sintiéndose culpable por el descubrimiento. No se dio cuenta de que había restos de unas pocas lar vas ensangrentadas en el bolsillo de su delantal.

– Parece que sucedió hace varios días. Me temo que su marido no llegó a partir hacia el campo -dijo Kurtz, preocupado por no parecer demasiado brusco.

Ednah Healey lloró contenidamente al principio, como una mujer puede hacerlo por un animal de compañía muerto: reflexivamente y dominándose, pero sin ira. La pluma entre marrón y verde oliva que sobresalía de su sombrero se inclinaba con digna resistencia

Nell miró a la señora Healey nerviosamente y luego dijo en tono conmiserativo:

– Debería usted volver más tarde, jefe Kurtz. Por favor.

John Kurtz agradeció el permiso para escapar de Wide Oaks. Caminó con apropiada solemnidad hacia su nuevo conductor, un joyel y apuesto patrullero que mantenía bajados los estribos del carruaje policial. No había razón para apresurarse; no con lo que ya debería estar incubándose a propósito de aquello en la comisaría central entre los furiosos concejales y el alcalde Lincoln. Éste ya se había enemistado con él por no hacer suficientes redadas en los garitos de apostadores y en los prostíbulos para contentar a los periódicos.

Un terrible grito hendió el aire antes de que hubiera llegado muy lejos. Salió en ligeros ecos a través de la docena de chimeneas de la casa Kurtz se volvió y observó con obtuso distanciamiento a Ednah Healey a quien el sombrero con la pluma se le volaba y que, con el pelo suelto en mechones indómitos, corría por la escalinata principal y lanzaba, directamente a su cabeza, como un rayo, algo blanco y borroso.

Kurtz recordaría más tarde que parpadeó. Parecía que parpa dejar era lo único que podía hacer para evitar la catástrofe. Aceptó si propia indefensión. El asesinato de Artemus Prescott Healey había acabado con él. No la muerte en sí; la muerte era un visitante tan común en Boston, en 1865, como siempre: enfermedades infantiles; fiebres consuntivas, innominadas e inexorables; incendios incontenibles disturbios que estallaban; mujeres jóvenes que morían de parto en tal gran número que parecía que su destino no fuera permanecer en este mundo, y -hasta sólo seis meses antes-la guerra, que había reducido a miles y miles de muchachos de Boston a nombres escritos en notas enmarcadas en negro y enviadas a sus familias. Pero la meticulosa e insensata -la elaborada y desprovista de sentido-destrucción de un ser humano en concreto a manos de un desconocido…

Kurtz tropezó con su abrigo y rodó por el blando césped bañado por el sol. El jarrón arrojado por la señora Healey se rompió en mil fragmentos azules y marfileños contra el panzudo tronco de un roble (uno de los árboles que se decía habían dado nombre a la finca). Quizá, pensó Kurtz, después de todo debería haber mandado al subjefe Savage para ocuparse de aquello.

El patrullero Nicholas Rey, conductor de Kurtz, lo tomó del brazo y lo levantó hasta que se puso de pie. Los caballos dieron un bufido y piafaron al final del sendero para carruajes.

– ¡Él lo hizo todo lo mejor que supo! ¡Nosotros lo hicimos! ¡Nosotros no merecíamos esto, jefe, sea lo que sea lo que le hayan dicho! ¡No merecíamos nada de esto! ¡Y ahora yo estoy completamente sola!

Nell Ranney rodeó con sus gruesos brazos a la mujer que gritaba, la invitó a callar y la acarició, acunándola como hiciera con uno de los niños de Healey muchos años antes. Ednah Healey, a cambio, le clavó las uñas y la empujó, obligando a intervenir al apuesto y joven agente de policía, el patrullero Rey.

Pero la rabia de la viuda reciente se extinguió, y ella se dobló sobre la amplia blusa negra de la criada, ocupada sólo por su abultado pecho.

La vieja mansión nunca había parecido tan vacía.

Ednah Healey había partido para una de sus frecuentes visitas al hogar de su familia, los industriosos Sullivan, de Providence, mientras su marido se quedaba para trabajar sobre un litigio a propósito de una propiedad entre dos de las más importantes entidades bancarias de Boston. El juez se despidió de los suyos según su acostumbrada manera balbuciente y afectuosa, y se mostró lo bastante generoso como para prescindir del servicio una vez que la señora Healey estuvo fuera. La esposa nunca renunciaría a los criados, pero él disfrutaba de breves momentos de autonomía. Además, le gustaba tomarse

Un trago de jerez en aquellas ocasiones, y estaba seguro de que los domésticos informarían a su señora de cualquier infracción en materia de templanza, pues él les gustaba, pero ella les inspiraba un miedo que les llegaba a la médula.

Al día siguiente daría comienzo a un fin de semana de estudio tranquilo en Beverly. La siguiente vista que requería la presencia de Healey no se iniciaría hasta el miércoles, y entonces regresaría en tren a la ciudad y se reintegraría al palacio de justicia.

El juez Healey no se daba cuenta de nada, pero Nell Ranney, que llevaba veinte años de criada, desde que escapó del hambre y la enfermedad de su Irlanda natal, sabía que un entorno bien ordenado era esencial para un hombre tan importante como el juez presidente. Así que Nell se presentó el lunes, que fue cuando encontró la primera salpicadura roja y seca cerca de la alacena, y un reguero junto al pie de la escalera. Supuso que algún animal herido se había introducido en la casa y quizá se había ido después.

Luego vio una mosca en las tapicerías del salón. La echó fuera, por la ventana, al tiempo que producía un fuerte chasquido con la lengua y lo acompañaba blandiendo el plumero. Pero la mosca reapareció mientras limpiaba la larga mesa de caoba del comedor. Pensó que las nuevas pinches de cocina negras habrían dejado negligentemente algunas migas. El contrabando -que es como seguía considerando a las mujeres liberadas de la esclavitud, y siempre las consideraría así-no se preocupaba de la verdadera limpieza; sólo de su apariencia.