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Samuel Ticknor, uno de los empleados, se despidió de Cecilia Emory con un gesto demasiado prolongado mientras se ponía los guantes. No era el típico empleado de editorial, y poco después sería bienvenido por su esposa y sus sirvientes en uno de los rincones más deseables de Back Bay.

Holmes estrechó su mano.

– New Corner es un gran pequeño lugar, ¿no es así, mi querido señor Ticknor? -Se rió-. Estoy algo sorprendido de que el señor Fields no se haya perdido aquí todavía.

– No se ha perdido.

Samuel Ticknor se alejó murmurando en tono serio, a lo que siguió una ligera risita o gruñido.

J. R. Osgood acudió para guiar a Holmes arriba.

– No haga usted caso, doctor Holmes -dijo Osgood sorbiendo por la nariz y mirando al sujeto en cuestión salir a la calle Tremont y lanzar al aire una moneda destinada al vendedor de palomitas de la esquina, como si fuese un pordiosero-. Me atrevería a decir que el joven Ticknor cree que puede adoptar en el Common las mismas actitudes que su difunto padre, sólo por llevar el nombre que lleva. Y pretende que todo el mundo se entere.

El doctor Holmes no tenía tiempo para el cotilleo, al menos aquel día.

Osgood informó de que Fields estaba reunido, así que Holmes sufrió el purgatorio de la Sala de Autores, una estancia lujosa para la comodidad y placer de los escritores de la casa. Un día corriente, Holmes hubiera podido pasar el tiempo allí admirando los recuerdos literarios y los autógrafos que colgaban de la pared, entre los cuales se contaba su nombre. En lugar de eso, su atención se volvió hacia el cheque que sacó de su bolsillo con gesto vacilante. En el insultante número escrito con mano descuidada, Holmes vio sus propios fallos. Veía en los divagantes puntos de tinta su vida como poeta, agitada por los acontecimientos de los últimos años, incapaz de igualar los logros del pasado. Se sentó en silencio y se frotó la mejilla con rudeza, entre el índice y el pulgar, como Aladino pudo hacerlo con su vieja lámpara. Holmes imaginaba a todos los autores audaces y llenos d frescura a los que Fields estaba cortejando, convenciendo y dando forma.

Salió en dos ocasiones de la Sala de Autores y se dirigió al des pacho de Fields, que encontró cerrado. Pero antes de que se retirara la segunda vez, se dejó oír la voz de James Russell Lowell, poeta y redactor. Lowell hablaba alto (como siempre), incluso dramáticamente, y el doctor Holmes, en lugar de llamar o de marcharse, optó pe enterarse de la conversación, pues creía que casi con seguridad tenía algo que ver con él.

Entornando los ojos, como si pudiera trasladar la capacidad d éstos a los oídos, Holmes acababa de captar una palabra que le intrigaba, cuando algo lo golpeó y lo tiró al suelo.

El joven que se había detenido de repente frente al hombre que escuchaba furtivamente, agitó las manos en un gesto de estúpido arrepentimiento.

– La culpa es toda mía, querido muchacho -dijo el poeta, riendo-. Soy el doctor Holmes, y usted es…

– Teal, doctor, señor…

El joven tembloroso era un mozo de la tienda, que logró presentarse antes de volverse amarillo y desaparecer.

– Veo que ha conocido a Daniel Teal -dijo Osgood, el jefe administrativo, que apareció procedente del vestíbulo-. No podría regentar un hotel, pero es de lo más trabajador que tenemos.

Holmes bromeó con Osgood: pobre chico, ¡un novato en la firma y casi se topa de cabeza con Oliver Wendell Holmes! Esta recuperación de su importancia hizo sonreír al poeta.

– ¿Quiere usted que compruebe si el señor Fields está libre? -preguntó Osgood.

Entonces la puerta se abrió desde dentro. James Russell Lowel majestuosamente desaliñado, con sus penetrantes ojos grises que apartaban la atención de su cabello ensortijado y de la barba que se alisaba con dos dedos, echó una mirada desde el umbral. Estaba en el despacho de Fields solo, con el periódico del día.

Holmes imaginó lo que diría si trataba de hacerle partícipe de su inquietud: Es el momento de concentrar todas las energías en Longfellow y en Dante, Holmes, no en nuestras mezquinas vanidades…

– ¡Venga, venga, Wendell! -lo invitó Lowell, que se dispuso a prepararle una bebida.

– ¿Por qué, Lowell -preguntó Holmes-, creí oír voces aquí hace un instante? ¿Fantasmas?

– Cuando a Coleridge le preguntaron si creía en fantasmas, respondió negativamente, explicando que ya había visto demasiados. -Se echó a reír y sacudió el extremo ardiente de su cigarro-. Oh, el club Dante celebrará reunión esta noche. Yo estaba leyendo esto en voz alta para comprobar cómo sonaba, ¿sabe?

Lowell señaló el periódico que había sobre la mesa. Explicó que Fields había bajado al café.

– Dígame, Lowell, ¿sabe usted si The Atlantic ha cambiado su política de pagos? Quiero decir que no he oído si envió usted versos para el último número. Claro que bastante ocupado está con The Review.

Los dedos de Holmes se enredaban con el cheque que llevaba en el bolsillo. Lowell no le escuchaba.

– ¡Holmes, debe echar un vistazo a esto! Fields se ha superado a sí mismo. Aquí, mire.

Holmes asintió con gesto de conspirador y observó cuidadosamente. El periódico estaba doblado en la página literaria y olía como el cigarro de Lowell.

– Pero lo que quiero saber, querido Lowell -insistió Holmes, apartando el periódico-, es si recientemente… Oh, gracias -dijo, al tiempo que aceptaba un brandy con agua.

Fields regresó, sonriendo ampliamente, atusándose su barba rizada. Se mostraba tan inexplicablemente animoso y complaciente como Lowell.

– ¡Holmes! No esperaba tener el placer de verlo hoy. Estaba a punto de avisarlo en la facultad de Medicina para que viera al señor Clark. Se produjo un desdichado error en algunos de los cheques correspondientes al último número de The Atlantic. Usted pudo recibir uno de setenta y cinco en lugar de uno de cien por su poema.

Desde que se inició la rápida inflación a consecuencia de la guerra, los mejores poetas percibían 100 dólares por poema, con la excepción de Longfellow, a quien se pagaban 150. Los autores menores cobraban entre veinticinco y cincuenta.

– ¿De veras? -preguntó Holmes con un suspiro de alivio que en seguida consideró embarazoso-. Bueno, a mí siempre me hacía feliz cobrar más.

– Estos oficinistas de la nueva hornada son criaturas como usted nunca ha visto. -Fields movió la cabeza-. Me encuentro al timón de un barco enorme, amigos míos, que se estrellará contra 1i rocas a menos que yo vigile todo el tiempo.

Holmes se sentó satisfecho y, finalmente, dirigió una mirada New York Tribune que tenía en la mano. Guardó silencio, sorprendido, y se deslizó hasta el fondo del sillón, como permitiendo que si gruesos repliegues de cuero se lo tragaran.

James Russell Lowell había venido al Corner desde Cambridge para cumplir unas obligaciones largo tiempo desatendidas en The North American Review. Lowell abandonaba el grueso de su trabajo en la Review, una de las dos revistas principales de Fields, a un equipo de redactores auxiliares cuyos nombres confundía, hasta que s presencia era requerida para revisar las pruebas finales. Fields sabía que Lowell apreciaría el avance publicitario más que nadie, más que el propio Longfellow.

– ¡Exquisito! ¡Usted conserva algo de judío, mi querido Field! -dijo Lowell, arrancándole a Holmes el periódico de un manotazo.

Sus amigos no prestaron particular atención al extraño comentario de Lowell, pues estaban acostumbrados a su tendencia a teorizar que el mundo con capacidad, incluido él, era judío por algún camino desconocido, o al menos descendiente de judíos.

– Mis vendedores de libros se van a poner las botas -se jactó Fields-. ¡Sólo con los beneficios que saquemos en Boston nos vamos a forrar!

– Mi querido Fields -dijo Lowell, riendo animadamente acariciando el periódico como si contuviera un premio secreto-, ¡ Usted hubiera sido el editor de Dante, me atrevo a decir que habría sido bienvenido en Florencia y le habrían dedicado una fiesta en plena calle!