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Demasiada agua y fluyes en muchas direcciones, como yo misma, por haber estudiado media carrera de biología y otra media de arte sin terminar ninguna de las dos, para acabar trabajando como secretaria en una pequeña agencia de publicidad, convirtiéndome más tarde en redactora de textos publicitarios.

Yo solía descartar sus críticas, a las que consideraba como parte de sus supersticiones chinas, creencias que se adaptaban convenientemente a las circunstancias. Alrededor de los veinte años, cuando estudiaba Introducción a la psicología, intenté explicarle los motivos por los que ese hábito impedía un entorno saludable para el aprendizaje.

– Según ciertos pensadores, los padres no deberían criticar a los hijos, sino estimularlos -le dije-. Mira, una persona se pone a la altura de lo que los demás esperan de ella, y si la criticas das a entender que estás esperando su fracaso.

– Ese es el problema -respondió mi madre-. Tú no te pones a la altura de nada. Eres demasiado perezosa para hacer ese esfuerzo.

– A cenar -anuncia tía An-mei alegremente, trayendo un cazo humeante con el wonton que acaba de preparar.

Sobre la mesa hay montones de comida, servida al estilo buffet, igual que en los banquetes de Kweilin. Mi padre hurga en el chow mein, que todavía está en una sartén de aluminio demasiado grande, rodeado de paquetitos de plástico que contienen salsa de soja. Tía An-mei debe de haberlos comprado en Clement Street. La sopa de wonton, en la que flotan delicadas ramitas de cilantro, tiene un aroma delicioso. Lo primero que me atrae es una gran fuente de chaswei, carne de cerdo dulce a la parrilla, cortada en lonchas del tamaño de una moneda, y luego todo un surtido de lo que siempre he llamado golosinas digitales: empanadillas de fina membrana rellenas de carne picada de cerdo y de vaca, gambas y otros ingredientes desconocidos que mi madre describía siempre como «cosas nutritivas».

Aquí no se come precisamente con elegancia. Parece como si todos tuvieran hambre atrasada. Con la boca demasiado llena, siguen clavando sus tenedores en más trozos de cerdo, uno tras otro. No son como las señoras de Kweilin, a las que siempre imaginé saboreando su comida con cierta delicada indiferencia.

Entonces, casi tan rápidamente como habían empezado a comer, los hombres se levantan de la mesa. Como si esto fuese una señal, las mujeres engullen los últimos bocados, recogen platos y cuencas y los depositan en la pica de la cocina. Las mujeres se turnan para lavarse las manos, restregándolas vigorosamente. ¿Quién inició este ritual? También yo dejo mi plato en la pica y me lavo las manos. Las mujeres hablan del viaje a China de los Jong y luego se dirigen a una habitación en el fondo del piso. Pasamos ante Otra habitación, que fue el dormitorio compartido por los cuatro hijos de los Hsu. Ahí siguen las literas con sus escalas llenas de rasguños, astilladas. Los tíos ya se han sentado alrededor de la mesa de juego. Tío George distribuye las cartas con rapidez, como si hubiera aprendido esta técnica en un casino. Mi padre ofrece a los demás cigarrillos Pall Mall, con uno de ellos ya colgando de sus labios.

Llegamos a la habitación del fondo, que en otro tiempo fue compartida por las tres hijas de los Hsu. Fuimos amigas en la infancia, y ahora todas están casadas y yo he vuelto a su habitación para jugar de nuevo. Todo parece igual que antes, salvo ese olor a alcanfor, como si Rase, Ruth y Janice pudieran entrar de un momento a otro con grandes latas de zumo de naranja en la cabeza, a modo de rulos, y desplomarse en sus idénticas camas estrechas. Los cubrecamas de felpilla blanca están tan desgastados que son casi translúcidos. Rose y yo solíamos arrancar las nudosidades mientras hablábamos de nuestros problemas con los chicos. Todo es mismo, salvo esa mesa de mah jong de color caoba que ahora está en el centro, y a su lado hay una lámpara de pie, un largo palo negro al que están sujetos tres focos ovales, como las anchas hojas de una planta de caucho.

Nadie me dice: «Siéntate aquí, donde lo hacía tu madre». Pero adivino dónde es antes que ninguna tome asiento. Percibo un vacío especial en la silla más cercana a la puerta, pero en realidad esa sensación no tiene que ver con la silla. Ese es el lugar que ocupaba mi madre ante la mesa. Sin que nadie me lo haya dicho, sé que su esquina de la mesa corresponde al Oriente.

Cierta vez mi madre me dijo que el Oriente es donde comienza todo, la dirección desde la que el sol se levanta, desde la que llega el viento.

Tía An-mei, que está sentada a mi izquierda, arroja las fichas sobre la superficie de fieltro verde de la mesa y me dice:

– Ahora arrastramos las fichas.

Las hacemos girar con un movimiento circular de las manos. Las fichas producen un ruido crujiente al entrechocar.

– ¿Ganas como lo hacía tu madre? -me pregunta tía Lin, a la que tengo delante. No sonríe.

– Sólo he jugado un poco en la universidad, con unos amigos judíos.

– ¡Bah! Mah jong judío -dice en tono de hastío-. No es lo mismo.

Eso era lo que mi madre solía decir, aunque nunca pudo explicarme con exactitud cuál era la diferencia.

– Tal vez no debería jugar esta noche, sino sólo mirar -comento.

Tía Lin parece exasperada, como si fuese una chiquilla boba.

– ¿Cómo vamos a jugar si sólo somos tres? Sería como una mesa con tres patas, sin equilibrio. Cuando murió el marido de tía Ying, ella le pidió a su hermano que viniera. Tu padre te lo ha pedido a ti, así que está decidido.

Una vez le pregunté a mi madre cuál era la diferencia entre el mah jong judío y el chino. Su respuesta no me aclaró si los juegos eran distintos o si se trataba tan sólo de su actitud hacia los chinos y los judíos.

– Es una forma de jugar completamente distinta -respondió con el peculiar tono que usaba cuando daba explicaciones en inglés-. En mah jong judío uno sólo está atento a su propia ficha, juega sólo con sus ojos. -Entonces prosiguió en chino-: El mah jong chino es muy intrincado y tienes que jugar usando la cabeza. Debes observar todo lo que los demás descartan y no olvidarlo. Y si nadie juega bien, entonces el juego se parece al mah jong judío. ¿Para qué jugar? No hay ninguna estrategia y lo único que haces es contemplar cómo los otros cometen errores.

Esta clase de explicaciones me daban la impresión de que mi madre y yo hablábamos lenguajes diferentes, cosa que, por lo demás, hacíamos, pues yo le hablaba en inglés y ella me respondía en chino.

– Entonces, ¿cuál es la diferencia entre el mah jong chino y el judío? -le pregunto a tía Lin.

– Aii-ya -exclama ella, con una fingida voz regañona-. ¿Es que tu madre no te enseñó nada?

Tía Ying me da unas palmaditas en la mano.

– Eres una chica lista. Mira cómo jugamos y haz lo mismo. Ayúdanos a apilar las fichas y a hacer cuatro paredes.

Sigo las indicaciones de tía Ying, pero mirando sobre todo a tía Lin, que es la más rápida, por lo que fijándome primero en lo que ella hace casi puedo mantenerme al nivel de las demás. Tía Ying arroja los dados y me dice que tía Lin es el viento del Este. Yo soy el viento del Norte, la última en jugar, tía Ying, el Sur, y tía An-mei el Oeste. Entonces empezamos a coger fichas, arrojando los dados y contando de nuevo en la pared para dar con los lugares exactos donde están nuestras fichas elegidas. Vuelvo a ordenar mis fichas, series de bambú y círculos, fichas dobles con números coloreados, fichas extrañas que no encajan en ninguna parte.

– Tu madre era la mejor, como una profesional -dice tía An-mei mientras escoge lentamente las fichas, examinando cada una con atención.

Ahora empezamos a jugar, mirándonos las manos, arrojando fichas y recogiendo otras a un cómodo ritmo. Las tías del club empiezan a charlar de trivialidades, sin escucharse realmente unas a otras. Hablan en su lenguaje especial, la mitad en inglés chapurreado y la otra mitad en su propio dialecto chino. Tía Ying menciona que ha comprado lana a mitad de precio en alguna tienda del centro. Tía An-mei se jacta de un suéter que tejió para el último bebé de su hija Ruth.