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– Oh, ya me lo imaginaba -dice mi padre, volviéndose hacia mí-. Murió el verano pasado.

Ya he comprendido a quién se refiere, aunque no sé nada de esa persona, Li Gong. Me siento como si estuviera en las Naciones Unidas y los traductores se hubieran vuelto locos.

– Hola -le digo a la pequeña-. Me llamo Jing-mei.

Pero la chiquilla se aparta y me vuelve la cara. Sus padres ríen azorados. Intento pensar algunas palabras cantonesas y decírselas, cosas que aprendí de mis amigos en Chinatown, pero sólo se me ocurren tacos, términos para designar las funciones corporales y frases cortas como «sabe bien», «sabe a basura» y «es fea de veras». Entonces concibo otro plan: alzo la Polaroid y llamo a Lili moviendo un dedo. Ella se adelanta en seguida, se pone una mano en la cadera, como una modelo, saca pecho y sonríe enseñándome todos los dientes. En cuanto hago la foto se me acerca y se pone a brincar y reír mientras ve formarse su imagen en la película verdosa.

Cuando llamamos taxis para ir al hotel, Lili me tiene cogida la mano con fuerza y tira de mí.

En el taxi, Aiyi habla por los codos y no me da oportunidad de preguntarle por las cosas que vemos al pasar.

– En tu carta decías que sólo pasaríais aquí un día -le dice Aiyi a mi padre en tono agitado-. ¡Un día! ¿Cómo puedes ver a tu familia en un día? Toishan está a muchas horas de viaje de Guangzhou. Y la idea de llamarnos al llegar… Es una tontería. No tenemos teléfono.

El corazón se me acelera un poco. Me pregunto si tía Lindo les diría a mis hermanas que llamaríamos desde el hotel de Shanghai.

Aiyi sigue riñendo a mi padre.

– Me puse furiosa, pregúntale a mi hijo. ¡Menudo jaleo armé tratando de encontrar una solución! Al final decidimos que lo mejor era tomar el autobús en Toishan y venir a Guangzhou, veros nada más llegar.

Ahora retengo el aliento mientras el taxista esquiva camiones y autobuses, haciendo sonar el claxon constantemente. Parece ser que estamos en un paso superior de autopista, como un puente sobre la ciudad. Veo una hilera tras otra de edificios de viviendas, cuajados de ropa tendida en todos los balcones. Adelantamos a un autobús público, tan atestado de pasajeros que sus caras se aplastan contra las ventanillas. Entonces veo el perfil de lo que debe de ser el centro de Guangzhou. Desde lejos se parece a una gran ciudad de los Estados Unidos, con rascacielos y edificios en construcción por doquier. Cuando el taxista aminora la marcha en la parte más congestionada de la ciudad, veo docenas de tiendecillas con interiores tan oscuros que apenas se distinguen los mostradores y estanterías. Y ahora pasamos ante un edificio sobre cuya fachada se alza un andamio de cañas de bambú, unidas con tiras de plástico. Hombres y mujeres están de pie en las estrechas plataformas, sin cinturones de seguridad ni cascos, y pienso en el magnífico mercado que tendría aquí la empresa OSHA.

Oigo de nuevo la voz aguda de Aiyi.

– Es una lástima que no podáis ver nuestro pueblo y la casa. Mis hijos han tenido mucho éxito vendiendo nuestras verduras en el mercado libre. En los últimos años hemos ganado lo suficiente para construir una casa grande, de tres pisos, toda de ladrillo nuevo, lo bastante amplia para nuestra familia y algunos más. Y cada año las ganancias son mayores. ¡Los americanos no sois los únicos que sabéis haceros ricos!

El taxi se detiene y supongo que hemos llegado, pero al mirar por la ventanilla veo una versión más lujosa del Hyatt Regency.

– ¿Esta es la China comunista? -me pregunto en voz alta. Miro a mi padre y meneo la cabeza-. Sospecho que nos hemos equivocado de hotel.

Me apresuro a sacar mi itinerario, los billetes y las reservas. Di instrucciones a mi agente de viajes para que eligiera un hotel de precio moderado, entre los treinta y los cuarenta dólares. Estoy segura de haberlo hecho. Pero en el itinerario figura el nombre de este establecimiento: Garden Hotel, Huanshi Dong Lu. Pues bien, será mejor que el agente esté dispuesto a pagar la diferencia de su bolsillo. No faltaría más.

El hotel es magnífico. Un botones con uniforme y gorro se acerca de inmediato y empieza a llevar nuestras maletas al vestíbulo. El interior del hotel es una orgía de tiendas y restaurantes encajados en granito y cristal. Más que sentirme impresionada, me preocupa el gasto, así como la idea que Aiyi va a hacerse de nosotros: pensará que los ricos norteamericanos no podemos prescindir de los lujos ni siquiera una noche.

Pero cuando me acerco a la recepción decidida a regatear por el error en la reserva, me confirman que nuestro alojamiento ya está pagado, a treinta y cuatro dólares cada habitación. Me siento avergonzada, mientras que Aiyi y los demás parecen encantados por nuestro entorno provisional. Lili mira con los ojos muy abiertos una tienda llena de vídeo-juegos.

Toda nuestra familia entra en un ascensor; el botones agita la mano y dice que se reunirá con nosotros en el piso dieciocho. En cuanto se cierran las puertas del ascensor, todos guardan silencio, y cuando vuelven a abrirse todos hablan a la vez, con un alivio evidente. Tengo la sensación de que Aiyi y los demás nunca han hecho un recorrido tan largo en ascensor.

Nuestras habitaciones son contiguas e idénticas. Las alfombras, cortinas y colchas son de color gris oscuro con un ligero tinte pardo. Hay un televisor en color con mando a distancia empotrado entre las dos camas gemelas. Las paredes y el suelo del baño son de mármol. Encuentro un bar con un pequeño frigorífico y un surtido de cerveza Heineken, Coca-Cola y Seven-Up, botellines de Johnnie Walker etiqueta roja, ron Bacardi y vodka Smirnoff, paquetes de M amp; M, anacardos tostados con miel y tabletas de chocolate Cadbury. Y una vez más digo en voz alta:

– ¿Esta es la China comunista? Mi padre entra en mi habitación.

– Han decidido que nos quedemos aquí -dice encogiéndose de hombros-. Dicen que será más cómodo y tendremos más tiempo para hablar.

– ¿Y la cena? -le pregunto.

Desde hace días imagino mi primer festín chino auténtico, un gran banquete con una de esas sopas humeantes vertida en medio melón ahuecado, pollo envuelto en arcilla, pato a la pequinesa, toda clase de manjares exóticos.

Mi padre coge la guía del servicio de habitaciones que está junto a una revista Travel amp; Leisure, pasa rápidamente las páginas y señala el menú.

– Esto es lo que quieren -me dice.

Así pues, está decidido. Esta noche cenaremos en nuestras habitaciones, con la familia, a base de hamburguesas, patatas fritas y tarta de manzana à la mode.

Aiyi y su familia curiosean en las tiendas mientras nosotros nos aseamos. El viaje en tren ha sido caluroso y estoy deseosa de ducharme y ponerme ropa limpia.

El champú proporcionado por el hotel tiene la consistencia y el color de la salsa hoisin, y pienso que esto es más apropiado: esto sí que es China. Me froto con la extraña sustancia el cabello húmedo.

De pie bajo la ducha, me doy cuenta de que ésta es la primera vez que estoy sola desde hace muchas horas, e incluso tengo la sensación de que han transcurrido días. Pero en vez de sentirme aliviada, la soledad me pesa. Pienso en lo que dijo mi madre, lo de que mis genes se activarían y me volvería china. Y me pregunto qué quiso decir exactamente.

Cuando murió mi madre, me planteé muchas cosas a las que no podía dar respuesta, forzándome así a aumentar mi aflicción. Era como si quisiera mantener mi pena, asegurarme de que mis sentimientos habían sido lo bastante profundos. Pero ahora me planteo las preguntas sobre todo porque quiero conocer las respuestas. ¿Cómo era aquel relleno a base de carne de cerdo que ella hacía y que tenía la textura del serrín? ¿Cómo se llamaban los tíos que murieron en Shanghai? ¿Qué había soñado durante tantos años acerca de sus otras hijas? Cada vez que se enfadaba conmigo, ¿pensaba realmente en ellas? ¿Deseaba que yo fuese una de ellas? ¿Lamentaba que no lo fuera?