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A la una de la madrugada me despiertan unos golpes ligeros en la ventana. Me quedé dormida sin darme cuenta y ahora noto que mi cuerpo se despereza. Estoy sentada en el suelo, apoyada en una de las camas gemelas. Lili está tendida a mi lado. Los demás también duermen, tendidos en las camas y el suelo. Aiyi está sentada ante una mesita y parece muy somnolienta. Mi padre mira a través de la ventana y sus dedos tamborilean en el cristal. Antes de que me durmiera, mi padre le hablaba a Aiyi de su vida desde la última vez que la vio, le decía que había ido a la Universidad de Yenching, que luego se colocó en un periódico de Chungking, donde conoció a mi madre, una viuda joven, que luego fueron juntos a Shanghai con el propósito de encontrar la casa de la familia de mi madre, pero que allí no había nada. Finalmente viajaron a Cantón y desde allí a Hong Kong y Haiphong, donde embarcaron hacia San Francisco…

– Suyuan no me dijo que durante todos esos años intentaba encontrar a sus hijas -dice ahora en voz baja-. Naturalmente, no hablábamos nunca de las niñas. Yo suponía que se avergonzaba de haberlas dejado atrás.

– ¿Dónde las dejó? -pregunta Aiyi-. ¿Cómo las encontraron?

Ahora estoy despierta del todo, aunque conozco algunos fragmentos de esta historia que me contaron los amigos de mi madre.

– Ocurrió cuando los japoneses ocuparon Kweilin -dice mi padre.

– ¿Los japoneses en Kweilin? -replica Aiyi-. Eso debe de ser un error. No es posible. Los japoneses nunca ocuparon Kweilin.

– Sí, eso es lo que dijeron los periódicos. Lo sé porque en aquel entonces yo trabajaba para la agencia de noticias, y el Kuomintang nos indicaba a menudo lo que podíamos decir y lo que no. Pero sabíamos que los japoneses habían llegado a la provincia de Kwangsi. Según nuestras fuentes, habían tomado la línea férrea entre Wuchang y Cantón, y avanzaban tierra adentro, con mucha rapidez, hacia la capital provincial.

Aiyi parece asombrada.

– Si la gente no sabía eso, ¿cómo sabía Suyuan que los japoneses se acercaban?

– Se lo advirtió en secreto un oficial del Kuomintang -explica mi padre-. El marido de Suyuan también era oficial y todo el mundo sabía que los oficiales y sus familias serían los primeros ejecutados. Así pues, reunió algunas posesiones y, en plena noche, cogió a sus hijas y huyó a pie. Los bebés aún no tenían un año de edad.

– ¿Cómo pudo abandonar a los bebés! -suspira Aiyi-. Nuestra familia nunca había conocido la fortuna de tener unas gemelas. -Bosteza de nuevo y pregunta-: ¿Cómo se llamaban?

Aguzo el oído. Tenía la intención de dirigirme a ellas llamándolas sencillamente «hermana», pero ahora quiero saber cómo se pronuncian sus nombres.

– Tienen el apellido de su padre, Wang -dice mi padre-, y sus nombres son Chwun Yu y Chwun Hwa.

– ¿Qué significan esos nombres? -le pregunto.

– Oh, sí… -Mi padre traza unos caracteres imaginarios en el cristal de la ventana-. Uno significa «Lluvia de primavera» y el otro «Flor de primavera» -me explica en inglés-, porque nacieron en primavera y, naturalmente, la lluvia viene antes que la flor, en el mismo orden en que nacieron las niñas. Tu madre era muy poética, ¿no crees?

Hago un gesto de asentimiento y veo que Aiyi también mueve la cabeza, pero le cae y se queda en esa posición. Respira profunda y ruidosamente, dormida.

– ¿Y qué significa el nombre de mamá? -susurro.

Mi padre escribe más caracteres invisibles en el cristal.

– Suyuan… Tal como ella lo usaba significa «Deseo largamente acariciado». Es un nombre muy elegante, no tan ordinario como un nombre de flor. Mira este primer ideograma, que significa algo así como «Eternamente nunca olvidada». Pero hay otra manera de escribir «Suyuan», que suena exactamente igual, pero su significado es el contrario. -Su dedo traza otro ideograma-. La primera parte es igual, «nunca olvidada», pero la otra parte que completa la palabra significa «rencor largamente matenido». Tu madre se enfadaba conmigo cuando le decía que debería llamarse Rencor. -Mi padre me mira con los ojos humedecidos-. Ya ves que también yo soy bastante listo, ¿eh?

Asiento, lamentando no encontrar la manera de consolarlo.

– ¿Y mi nombre? -le pregunto-. ¿Qué significa Jing-mei?

– También tu nombre es especial -responde, y me asalta la duda de que exista en chino algún nombre que no sea especial-. Ese jing tiene un sentido de excelente, no sólo bueno, sino algo puro, esencial, de la mejor calidad. Jing es lo bueno que queda cuando quitas las impurezas de algo como el oro, el arroz o la sal, de modo que lo restante… es la esencia pura. En cuanto a Mei es el mei común, como en meimei, «hermana menor».

Pienso en lo que acaba de decirme. El deseo largamente acariciado de mi madre. Yo, la hermana menor a la que mi madre suponía la esencia de las otras. Me nutro de la antigua aflicción, pensando en lo decepcionada que debió de sentirse mi madre. La menuda Aiyi se mueve de repente, levanta la cabeza y la echa atrás, abriendo la boca como para responder a mi pregunta. Gruñe en sueños y se acurruca en la silla.

– Entonces, ¿por qué abandonó a los bebés en la carretera? -Necesito saberlo, porque ahora también yo me siento abandonada.

– Eso mismo me he preguntado yo durante mucho tiempo -responde mi padre-, pero luego leí esa carta de sus hijas que ahora viven en Shanghai, y hablé con tía Lindo y las demás. Y por fin lo supe. No hubo vergüenza alguna en lo que hizo, en absoluto.

– ¿Qué sucedió?

– Cuando tu madre huyó… -empieza a contarme.

– No, dímelo en chino -le interrumpo-. Puedo entenderlo, de veras.

Y él me habla, todavía de pie ante la ventana, contemplando la noche.

***

– Cuando tu madre huyó de Kweilin, caminó durante varios días, tratando de encontrar una carretera principal. Esperaba que la recogiera algún camión o una carreta, para llegar de esa manera a Chungking, donde estaba tu padre en su puesto de servicio.

»Había cosido dinero y joyas en el forro de su vestido, y suponía que sería suficiente para pagar a quienes aceptaran llevarla. Creía que, con suerte, no tendría que desprenderse del pesado brazalete de oro y el anillo de jade, joyas heredadas de su madre, tu abuela.

»Al tercer día de camino, no había hecho ningún trueque. Las carreteras estaban llenas de gente que huía y suplicaba a los camioneros que la llevara. Los camiones pasaban de largo, pues sus conductores temían detenerse.

Tu madre no encontró a nadie que la llevara, y empezó a sufrir dolores de estómago causados por la disentería.

»En dos cabestrillos que había hecho con pañuelos llevaba a los bebés, cuyo peso le lastimaba los hombros. Le salieron ampollas en las palmas, debidas al roce con las asas de cuero de las maletas, y luego las ampollas reventaron y empezaron a sangrar. Al cabo de algún tiempo abandonó las maletas, quedándose sólo con la comida y alguna ropa. Más tarde prescindió también de las bolsas de harina de trigo y arroz y siguió caminando así a lo largo de muchos kilómetros, cantando canciones a las pequeñas, hasta que el dolor y la fiebre la hicieron delirar.

»Finalmente, no pudo dar ni un solo paso más. No tenía fuerzas para seguir acarreando a los bebés, y se dejó caer al suelo. Sabía que moriría a causa de su enfermedad, o quizá de sed o hambre, o a manos de los japoneses, a los que creía muy cerca.

»Sacó a sus hijitas de los cabestrillos y las sentó en el borde de la carretera. Se tendió a su lado y les dijo que eran muy buenas y tranquilas. Ellas le sonreían, tendiendo sus rollizas manitas, deseosas de que volviera a cogerlas. Entonces comprendió que no soportaría verlas morir con ella.