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– Le garantizo, buen señor -dijo-, que no tiene nada que temer de mí.

El corso se echó a reír.

– Eso espero. La violencia no conduciría a nada. Al fin y al cabo, usted busca el oro de Rommel. Es un tesoro espléndido y puede que yo sepa dónde está.

Aquel hombre era molesto y observador a partes iguales. Pero también era un mentiroso reconocido.

– Se ha salido usted por la tangente.

Aquella silueta soltó una carcajada.

– Me estaba presionando. No puedo permitirme llamar la atención. Otros podrían enterarse. Esta isla es pequeña y si encontramos este tesoro quiero conservar mi parte.

Aquel hombre trabajaba para la Assemblée de Corse, a las afueras de Ajaccio. Era un funcionario menor del gobierno regional que gozaba de acceso a gran cantidad de información.

– ¿Y quién iba a arrebatarnos nuestra parte del botín? -preguntó Ashby.

– Gente de Bastia que sigue buscando. Gente que vive en Francia y en Italia. Algunos han muerto por este tesoro.

Por lo visto, aquel idiota prefería las conversaciones pausadas y daba rodeos e insinuaciones que desvelaban poco a poco su mensaje, pero Ashby no tenía tiempo para aquello. Hizo una señal y otro hombre apareció en la escalinata. Llevaba un abrigo de color carbón a juego con su tieso cabello gris. Su mirada era penetrante y su rostro se estrechaba hasta culminar en una barbilla prominente. Se dirigió hacia el corso y se detuvo.

– Este es el señor Guildhall -anunció Ashby-. Quizá lo recuerde de nuestra última visita.

El corso extendió el brazo, pero Guildhall no sacó las manos de los bolsillos del abrigo.

– Me acuerdo de él -dijo el corso-. ¿No sonríe nunca?

Ashby negó con la cabeza.

– Le sucedió algo terrible. Hace unos años el señor Guildhall se vio envuelto en un espantoso altercado durante el cual le acuchillaron la cara y el cuello. Se curó, como puede apreciar, pero las secuelas fueron unas lesiones nerviosas que impiden que los músculos de la cara funcionen del todo. De ahí que no sonría.

– ¿Y quién lo acuchilló?

– Ah, excelente pregunta. Está muerto, con el pescuezo roto.

Vio que la idea había quedado clara, de modo que se volvió hacia Guildhall y le preguntó:

– ¿Qué ha encontrado?

Su empleado sacó un pequeño libro del bolsillo y se lo entregó. Bajo la vaporosa luz leyó el desvaído título en francés: Napoleón, de las Tullerías a Santa Elena. Era una de las innumerables memorias que se habían publicado tras la muerte de Napoleón en 1821.

– ¿Cómo… ha conseguido eso? -preguntó el corso.

Ashby sonrió.

– Mientras usted me hacía aguardar aquí, en la torre, el señor Guildhall ha registrado su casa. No soy idiota.

El corso se encogió de hombros.

– Solo son unas insulsas memorias. He leído mucho acerca de Napoleón.

– Eso mismo dijo su amigo conspirador.

Según pudo comprobar, ahora gozaba de toda la atención de su interlocutor.

– Él, el señor Guildhall y yo mantuvimos una fantástica charla.

– ¿Cómo supo de Gustave?

– No fue difícil averiguarlo. Usted y él han buscado el oro de Rommel durante mucho tiempo. Posiblemente sean los mayores expertos en la materia.

– ¿Le ha hecho daño?

Ashby percibió el tono de inquietud de su interlocutor.

– No, por Dios, buen hombre. ¿Me toma por un villano? Pertenezco a una familia de aristócratas. Soy un señor del reino, un financiero respetable, no un rufián. Por supuesto, su Gustave también me mintió.

Con un rápido movimiento de muñeca, Guildhall lo agarró del hombro y de una de las perneras del pantalón que asomaban por debajo de la sotana y colocó al diminuto corso entre los pretiles. Guildhall lo arrastró hacia la cara exterior y lo asió fuertemente de los tobillos. Ahora el cuerpo colgaba del muro boca abajo, veinte metros por encima de la calzada de piedra. La brisa nocturna agitaba la sotana.

Ashby asomó la cabeza por otro pretil.

– Por desgracia, el señor Guildhall no muestra las mismas reservas que yo hacia la violencia. Por favor, sepa que al más leve sonido de alarma lo soltará. ¿Entendido?

Ashby vio cómo el hombre asentía.

– Ahora ha llegado la hora de que usted y yo tengamos una conversación seria.

III

Copenhague

Malone observó la silueta de Sam Collins mientras abajo se oían ruidos de cristales hechos añicos.

– Creo que quieren matarme -dijo Collins.

– Por si no te has dado cuenta, yo también te estoy apuntando con una pistola.

– Señor Malone, me envía Henrik.

Tenía que elegir. El peligro que tenía ante él o el que acechaba dos pisos más abajo.

Malone bajó la pistola.

– ¿Has traído tú a esa gente hasta aquí?

– Necesitaba su ayuda. Henrik me dijo que viniera.

Oyó tres ruidos sordos, de una pistola con silenciador. Entonces se abrió la puerta principal. Pasos traqueteando sobre el entarimado.

Malone señaló con la pistola.

– Métete ahí.

Ambos entraron en el almacén del tercer piso y se refugiaron tras una pila de cajas. Malone pensó que los intrusos irían directo al piso de arriba, atraídos por las luces. Entonces, cuando se dieran cuenta de que no había nadie allí, empezarían a buscar. El problema era que no sabía cuántos eran.

Malone miró a hurtadillas y vio a un hombre pasar del descansillo del tercer piso al cuarto. Indicó a Collins que guardara silencio y le siguiera. Se precipitó hacia la salida y ambos utilizaron el pasamanos metálico para deslizarse hasta el siguiente rellano. Luego repitieron el proceso hasta el tramo final de escaleras que conducía a la planta baja y a la librería.

Collins avanzó hacia la última barandilla, pero Malone lo agarró del brazo y meneó la cabeza. El hecho de que aquel muchacho pudiera cometer semejante estupidez demostraba o bien ignorancia o bien una engañosa inteligencia. No estaba seguro de cuál era la respuesta, pero no podían seguir allí mucho tiempo, pues tenían a un hombre armado encima de sus cabezas.

Con un ademán, Malone pidió a Collins que se quitara el abrigo. El joven se mostró dubitativo, como si no comprendiera la petición, pero acabó cediendo y se despojó de él sin hacer ruido. Malone recogió el bulto de lana gruesa, se sentó sobre el pasamanos y se dejó caer lentamente hasta media altura. Empuñando firmemente la pistola con la mano derecha, arrojó el abrigo hacia el exterior. Las balas tachonaron la prenda con un ruido sordo.

Malone recorrió el tramo restante, saltó de la barandilla y se cobijó detrás del mostrador al tiempo que las balas se incrustaban en la madera. Entonces lo vio. El atacante se encontraba a su derecha, cerca de los escaparates, donde exponía los libros de historia y música. Malone se arrodilló y disparó en aquella dirección.

– Ahora -le gritó a Collins, que pareció adivinar las intenciones de su compañero y huyó de las escaleras para saltar detrás del mostrador.

Malone sabía que pronto tendrían más compañía, de modo que se arrastró hacia la izquierda. Por suerte, no estaban rodeados. Durante la reciente remodelación había insistido en poner un mostrador abierto por ambos lados. Su pistola no tenía silenciador y se preguntaba si afuera alguien habría oído su sonora réplica. Pero Højbro Plads era un lugar desértico desde la medianoche hasta el amanecer.