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– Ya ve -dijo De Luca, encogiéndose de hombros.

– ¿Cuántos años hará, comisario? Casi tres, creo… no, tres justos. La última vez que nos vimos era abril del 45, si no me equivoco, y estamos en abril. Sólo tres años, comisario, pero difíciles para usted, ¿no? ¿No?

– Ya ve -repitió De Luca, y lanzó una ojeada cauta, casi tímida, al agente que iba sentado a su lado y al que tenía delante. Pero eran caras impasibles, de guardias. Caras que acataban órdenes.

Pugliese se inclinó hacia delante y dio una palmada en el hombro del conductor, señalándole el camino.

– Acortaremos por Via Marconi -explicó a De Luca-, que es más larga, pero al menos evitamos los cortes de la plaza, por los mítines y todo eso. -Y luego, casi de paso y sin destello en la mirada-: No, de verdad, comisario, me alegro de que esté sano y salvo.

De Luca asintió, distraído. Había cerrado los ojos, con las manos entre las piernas para aferrarse al asiento de madera del jeep, y parecía que escuchara la sirena que resonaba fuertemente entre los soportales. Incluso se había echado un poco hacia atrás, como para oír mejor y notar el viento que le levantaba el cabello, aplastándoselo contra un lado de la cabeza. Cuando volvió a abrir los ojos tuvo que parpadear varias veces para enfocar la vista.

– ¿Quién es? -preguntó. Pugliese levantó la cabeza:

– ¿Cómo?

– El muerto. Ha hablado de un homicidio.

– Ah, claro, el muerto. Es un tal Ermes… No me pregunte quién es Ermes, comisario, porque no lo sé. En la Central han recibido la llamada de una mujer desesperada que gritaba que habían matado a Ermes en Via delle Oche, número 23. ¿Sabe lo que hay en Via delle Oche?

De Luca asintió, rápidamente.

– Sí, un burdel.

– Toda Via delle Oche es un burdel, además, es verdad…, ya se lo había dicho. Bueno, estas cosas tendrá que aprenderlas por usted mismo, comisario, ahora que está en la Buoncostume. Bolonia está llena de burdeles y ahora son todos suyos.

De nuevo el destello irónico, tan irónico y natural que arrancó una sonrisa a De Luca, justo un instante antes de que el jeep virase bruscamente por una calle arrojándolo encima de Pugliese, como si quisiera besarlo.

– El 23 está anexo… no es precisamente el prostíbulo, con perdón, está… cómo decirlo… anexo.

La mujer subía a toda prisa, aferrada al pasamanos, y de vez en cuando se detenía para volverse, a mitad de un peldaño. Apenas un instante, como si quisiera decir algo, pero luego seguía subiendo y hablando, con las enormes nalgas vueltas hacia De Luca, Pugliese y los dos agentes que los seguían. Llevaba un chal negro de lana que le había resbalado de los hombros y ondeaba al ritmo de las caderas, tanto que De Luca, encajonado entre las paredes de aquel pasillo oscuro y estrecho como un embudo, casi se mareó. Había corrido a su encuentro en cuanto entraron en el callejón, y se había presentado como la metrés, con la s final arrastrada por el acento de Bolonia, pronunciado con una mueca afectada de los labios. Luego había vuelto sobre sus pasos para empujar al interior las cabezas de algunas muchachas que se habían asomado al umbral, dando palmadas y abriendo los brazos como una campesina ante una bandada de pollos. Sólo después de cerrar el portón con un golpe violento y salir de los soportales para echar un vistazo a las contraventanas cerradas del edificio, volvió junto a ellos y les mostró el azulejo de cerámica blanca orlado de azul con el número 23, la puertecita negra y descascarillada y las empinadas escaleras que subían por el pasillo oscuro.

– Porque el burdel, con perdón, señor, está en el 22, pero en la licencia pone 23, que forma parte del mismo edificio y se lo alquilo todo a un señor que no le digo quién es porque usted sin duda ya lo sabe, pero, en fin, que no es ahí el prostíbulo, con perdón.

Se había detenido en el descansillo y jadeaba, con una mano sobre el pecho y otra en la garganta, chafándose los pliegues de la papada. Apoyó los hombros redondos en una puerta de madera clara y miraba bien a De Luca bien a Pugliese, como para preguntar quién cumplía órdenes. Habló Pugliese:

– ¿Es ahí? -preguntó, y la mujer asintió, enérgica. Luego apoyó la mano en la puerta y empujó fuertemente, de espaldas, sin volverse.

– Si supiera qué impresión, señor… -empezó, pero Pugliese la mandó callar con un gesto irritado. En medio del umbral, enmarcado por la jamba e inmóvil como un hilo de plomo sobre un taburete derribado, había un hombre colgado de una viga del techo con una soga.

– A éste no lo han matado -murmuró Pugliese-, éste se ha matado. En la centralita han entendido mal…

– ¡Ay, Dios, qué impresión! -gritó la mujer, y se tapó los ojos, pues se había dado la vuelta en un impulso, mientras Pugliese, asomado a las escaleras, gritaba al agente que había quedado abajo que llamase a la Central y dijera al magistrado que podía tomárselo con calma y al jefe de Homicidios que no hacía falta que fuera.

– Pugliese, venga un momento.

De Luca había entrado en el cuarto, escurriéndose por detrás del postigo de la puerta que había rebotado contra la pared y se había cerrado sólo a medias. Cuando entró Pugliese, se lo encontró agachado en el suelo junto al taburete derribado, mirando a su alrededor, pensativo: la cama estaba deshecha, la mesilla tenía un ladrillo en lugar de una de las patas, había una silla de paja con una chaqueta colgada del respaldo y un aparador con unas fotos metidas bajo el cristal de la puerta…

– Me gustaría hacer una pregunta a la señora, pídale que entre.

Se levantó con un chasquido húmedo en las rodillas y rápidamente, con la punta de los dedos, dio un cachete en la mano del muerto, inerte a un costado.

– Jesús -gimió la mujer, que acababa de entrar-, ¿pero qué hace?

– Controlar el rigor mortis. La mano vuelve a estar blanda, lo que indica que lleva muerto al menos desde anoche. ¿Quién era? -y repitió-, ¿quién era? -subrayando las palabras, pues la mujer había dirigido una mirada dudosa a Pugliese, quien cabeceó para que respondiera.

– Ermes Ricciotti. Pero no trabajaba aquí… Trabajaba para la Tripolina, cuatro números más abajo, en el 16. Vivía aquí porque la casa de la Tripolina es tan pequeña que sólo tiene sitio para el personal horizontal…

– ¿Horizontal?

– Sí, bueno… las putas, con perdón. La Tripolina no tiene un cuarto de más para el hombre… -Lo había dicho con respeto, como si tuviera una H mayúscula, y ante la mirada fruncida de De Luca prosiguió, sorprendida, casi apurada por aquella explicación tan evidente-: el hombre, el gorila, ¿cómo lo llaman ustedes? El que ayuda en la casa, acompaña a las chicas por ahí, echa a los borrachos…, hace como de guardián, vamos. Ermes vivía del boxeo…

Señaló el aparador, las fotografías introducidas entre el cristal esmerilado y la madera de la puerta. De Luca se acercó y sacó una que había caído de lado y se aguantaba sólo por una esquina. Era una foto bonita, más grande de lo normal, enmarcada por un reborde blanco. Ermes Ricciotti estaba con el torso desnudo y tendía delante del rostro los puños cerrados con los guantes de boxeo. Detrás, un palo de ring, y, al fondo, la pancarta oscura de un gimnasio, Polideportivo Popular Espartaco. De Luca se volvió a mirar al hombre ahorcado. Había advertido enseguida la nariz rota, con la punta aplastada, y también las orejas deformadas, bajas a los lados de la mandíbula cuadrada, empujada hacia un lado por el nudo de la cuerda. Tendría poco más de veinte años.

Devolvió la fotografía a su sitio, entre las demás, que eran más antiguas, con las esquinas dobladas: un puñado de hombres armados en un Fiat Millecento que entraba en Bolonia delante de un tanque americano, y un muchacho en el capó que, bien mirado, entornando los párpados para enfocar la mirada, podría ser Ricciotti. El recorte de un periódico con el primerísimo plano de una muchacha de cabello suelto que se confundía con el negro del fondo, los labios entreabiertos en una sonrisa provocativa y el mentón oculto tras la curva desnuda del hombro, «Concurso La bella italiana 1947», ponía de través, en falsa letra manuscrita. Ricciotti de muy lejos, movido y amarilleado por una mancha en el papel, mientras entraba en Via delle Oche, en una Vespa Lambretta. Había también un pedazo de foto, una esquina con reborde blanco de una foto que ya no estaba, un pie en una sandalia de cuña de corcho y apenas el extremo de una falda de rayas sobre un tobillo claro. De Luca lo rascó con la uña del meñique, pero el fragmento, bien metido en la madera, no se movió.