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– Tu perro ha matado a Puffy.

– ¿Y qué hacemos ahora?

– Es problema tuyo.

– ¿Qué?

– Tú, propietario del perro, mañana, cuando nuestros amigos regresen del fin de semana, les contarás lo que ha ocurrido.

– Espera, no nos dejemos llevar por el pánico. ¿Has visto lo que ha pasado? ¿Ha sido el perro el que ha ido a su jardín o ha sido el conejo el que ha venido aquí?

– Jan, compartimos el jardín, compartimos los hijos y compartimos las mascotas. Ahora, en vez de dos mascotas, sólo hay una, y tenemos que dar una explicación.

– Julia, ¿cuánto puede vivir un conejo?

– No lo sé, diría que seis o siete años.

– Puffy ya estaba viejecito, ¿no? ¿Qué te parece si lo limpiamos un poco y volvemos a meterlo en su jaula? Una dulce muerte durante su sueño, ésa será la verdad.

– Ésa será tu verdad.

– Julia, ésta es nuestra verdad, de ahora en adelante. Ve a echarles un vistazo a los niños, que ya deben de haber destrozado el coche. No tardaré más de diez minutos.

Jan cogió el conejo, lanzó una mirada a su perro y entró en casa.

Con un cepillo hizo una primera limpieza al animal y completó la obra con el secador de pelo de su mujer.

No había signos de violencia en el cuerpo: perfecto, el schnauzer debía de haber matado al conejo de un modo delicado.

Con el animal ya limpio se dirigió hacia el porche de los vecinos, donde estaba la jaula de Puffy.

Más que una jaula se trataba de un cercado en una esquina del porche.

De joven, el conejo conseguía saltar con facilidad y salir de aquella joya arquitectónica; se necesitaban horas para encontrarlo. Sin embargo, últimamente prefería holgazanear en sus tres metros cuadrados.

Jan colocó el conejo en la esquina donde solía dormir. También intentó cerrarle la boca para darle un aspecto plácido, aunque sin resultado: el animal estaba rígido como un trozo de madera.

El domingo hizo un día estupendo, soleado y con una ligera brisa refrescante. Lo aprovecharon para hacer una excursión a Bellagio, en el lago de Como.

A su regreso advirtieron que los vecinos todavía no habían regresado de su fin de semana.

Julia y Jan se sentaron en el jardín a saborear un vino blanco que habían comprado en Verona unas semanas antes y permanecieron allí mirando a los niños mientras jugaban en el columpio colgado de una de las ramas del gran manzano.

A la segunda copa de vino su conversación se vio interrumpida por el ruido del BMW de los vecinos.

Julia miró a Jan preocupada. Él asintió.

Había llegado el momento de la verdad.

Lo que sucedió a partir de ese momento fue aún peor de lo que se habían imaginado.

Jan pudo oír claramente a los vecinos abrir la puerta y entrar en casa. Unos instantes después se oyó cómo se abría la puerta de la parte trasera, la que daba al porche. Evidentemente, lo primero que querían hacer los niños era saludar al conejo, pensó Jan.

El grito que siguió fue intenso. La voz era la de Sara, la matriarca de la familia.

Jan intentó tranquilizar con la mirada a Julia, que no compartía en absoluto el plan que había ideado su marido.

La mirada que recibió como respuesta hizo que comentara en voz baja:

– No te preocupes, se recuperarán en seguida.

Pero se equivocaba.

Ahora Sara estaba llorando, gritaba y hablaba al mismo tiempo, y se dirigía a Stefano, su marido.

Pero nada descifrable llegaba a los oídos aguzados de Jan y Julia.

Ella se sentía terriblemente culpable.

– Jan, tenemos que decir la verdad.

– Julia, es un conejo, un viejo conejo, en seguida se harán a la idea. Mañana ya lo habrán olvidado todo.

– Pero escucha, Sara parece haber perdido el juicio. Tenemos que hacer algo.

– ¿Qué va a cambiar? Puffy está muerto. Punto. Créeme, es mejor si no nos metemos.

– Dios, qué mierda de situación. Voy a echar un vistazo.

– No, no, no. Espera unos minutos más, hasta que se tranquilicen un poco los ánimos…

No hizo falta esperar. Stefano apareció frente a ellos cruzando el jardín.

Jan lo saludó con aire inocente.

– Hola, Stefano, ¿qué tal? ¿Cómo ha ido el fin de semana?

– ¿No habéis oído los gritos de Sara?

– No, ¿qué ha pasado?

Julia no tenía valor para mirarlo a la cara, pensaba contárselo todo en contra de la «grandiosa» estrategia de Jan.

– Se trata de Puffy. El conejo está en la jaula, muerto. Sara está fuera de sí, aunque debo decir que a mí también me ha impactado bastante.

Jan intentó consolar a su amigo.

– Comprendo vuestro dolor, todos estábamos muy unidos a Puffy. Pero era bastante viejo, ¿no?

– ¿Viejo? Sí, ya era viejo. De hecho, el viernes por la tarde, antes de irnos de fin de semana, me lo encontré muerto. O, al menos, me pareció que estaba muerto. Lo enterré yo mismo en el jardín, cerca del árbol que está junto a la verja.

»Ahora lo hemos encontrado en la jaula, definitivamente muerto. He ido a ver el sitio donde lo había enterrado y parece que consiguió escarbar una salida y volver a su jaula.

»Además, estaba tan limpio, como si hubiera querido presentarse inmaculado a su cita con la muerte. No logro encontrar otra explicación.

Julia y Jan en seguida tuvieron claro lo que había sucedido.

Ese estúpido perro había desenterrado a Puffy. No lo había matado, simplemente había encontrado un trofeo.

Y ellos se habían ocupado del resto.

Habían creado un conejo zombi.

Múnich

Habían transcurrido seis meses desde el episodio del conejo resucitado. Pasado el luto, los niños seguían jugando juntos, y Jan y Stefano no renunciaban a su aperitivo del sábado por la tarde.

Habían sido seis meses intensos para Jan.

Una semana después de la historia del conejo de Nazaret, había presentado su dimisión. Creía que podía emplear el tiempo de una manera mejor, estaba harto de trabajar como un esclavo para un banco de inversiones londinense.

Hacía tiempo que hablaba de ello con Julia. Ella tenía un buen empleo y podía mantener a la familia durante un tiempo. Al menos hasta que su marido hubiera encontrado su camino, o algo que se le pareciera. Le había dado un año como máximo.

Jan era un buen ejemplo del falaz sueño del capitalismo moderno.

Hablaba cinco idiomas, tres de ellos perfectamente y los otros dos lo bastante bien como para salir a cenar con los clientes.

Se había licenciado en una de las mejores universidades europeas y se había permitido el lujo de cursar un MBA, un Máster en Administración y Dirección de Empresas, en la Universidad de Columbia, en el que se había gastado lo mismo que otros invierten en una casa en la playa. El MBA era considerado por los expertos como la fórmula mágica que hacía realidad el sueño de los sueños: llegar a ser un directivo muy bien pagado y con poco trabajo, con tiempo para dedicarse al golf y a la vela.

Pero la realidad resultó ser distinta. El título en papel pergamino sí suscitaba envidias, pero no estaba remunerado de una manera excepcional. No es que Jan ganara poco, pero era una pieza más del engranaje y su sueldo reflejaba esa situación.

Jan tenía treinta y siete años, una esposa a la que admiraba y amaba, dos hijos que lo conmovían cada vez que los miraba mientras dormían, algunos ahorros que le habrían permitido establecerse por su cuenta en el caso de tener la idea adecuada y un malestar creciente típico de quien ve que el tiempo pasa y que los sueños se adentran en un túnel cada vez más estrecho.

Su sector no atravesaba un buen momento, así que no podía esperar grandes progresos, y tampoco tenía un objetivo claro que perseguir. Para alguien como él, medio americano por parte de madre y medio italiano por parte de padre, los últimos años habían sido especialmente pobres en cuanto a modelos de referencia.