Выбрать главу

– Me parece una persona tranquila, de buena familia, ha estudiado en universidades de prestigio, un trabajador discreto, nada del otro mundo.

– Pero ¿has leído su ficha?

– Claro que la he leído, ¿por qué? ¿Me he perdido algo?

Uwe trabajaba para su jefe desde hacía ya seis años y conocía sus propios límites, al igual que los conocía su superior. Si todavía mantenía su empleo no era precisamente gracias a su astucia; sus capacidades eran otras.

– ¿Has leído de quién es amigo?

– ¿Andreas Weber y esposa? -preguntó Uwe tímidamente, intentando recordar otros nombres que podían habérsele escapado de la ficha que había leído por encima unas horas antes.

– ¡Muy bien!

Siguió un momento de silencio. Uwe intentaba recordar otros detalles, además del nombre y del apellido del matrimonio, que pudieran justificar un juicio distinto del que acababa de dar sobre Jan.

– No se me ocurre nada. ¿Puedes ayudarme?

– El doctor Weber es el director del Fecher Institut.

No había nada que molestara más a Uwe que ese juego. Pero esa vez tuvo suerte. Conocía el Fecher Institut porque Kristina, una amiga suya, había trabajado allí. De repente todo estaba claro.

– ¿Crees que Kluge podría…?

– Kluge está fuera de control.

– Entiendo. Si lo miras así, estoy de acuerdo. Weber puede ser peligroso. Con Jan de por medio.

– Sí. Te felicito. ¿Qué piensas hacer?

Uwe sonrió.

– Me ocuparé de él como he hecho con los otros.

El traslado

Jan salió de Milán el 1 de febrero. Julia tenía intención de reunirse con él y llevar a sus hijos en junio, una vez terminada la escuela. No fue una decisión fácil, pero era la más lógica pensando en los niños. Se prometieron que, pasado el primer mes que Jan necesitaba para organizarse, se verían el segundo fin de semana de cada mes y durante las vacaciones. Julia trabajaba como traductora de chino e inglés para una serie de organismos internacionales, y realizaba la mayor parte de su trabajo por Internet: tenía la suerte de poder vivir donde quisiera, el trabajo la seguía siempre. Los niños, Samuele y Anna, tenían tres y cuatro años, la edad perfecta para aprender un nuevo idioma en pocos meses. Jan estaba contento de cambiar de ambiente, nunca había trabajado para una verdadera multinacional.

A pesar de que el banco de inversiones donde había trabajado hasta entonces era enorme, la oficina italiana no dejaba de ser una isla independiente y tenía pocos contactos con la sede central de Londres.

Durante el tiempo que iba a estar soltero, Jan podría vivir en casa de Andreas y aprovechar para buscar un hogar para su familia.

Andreas era un reconocido investigador, especializado en ondas electromagnéticas. Estaba casado con Ulrike, que también era investigadora en el mismo campo y trabajaba como directora de un centro público.

Tenían un bonito piso en Haidhausen, un barrio en la orilla oeste del río Isar, que divide la ciudad en dos. Jan tenía a su disposición el sofá del salón y estaba contento de poder disfrutar del único televisor de la casa. Prefería dormirse viendo diez minutos la tele en vez de leyendo.

Andreas y Jan se habían hecho inseparables durante sus años en la Escuela Germánica de Milán, y desde entonces se consideraban como hermanos. Jan convenció a Andreas de que se inscribiera en la Universidad de Columbia y, a pesar de que un curso sobre temas financieros fuera una opción exótica para alguien que ya poseía un doctorado en física, a Andreas le gustó la experiencia, que además le había resultado útil a la hora de administrar su centro.

La noche de la llegada de Jan salieron a cenar.

Ambos tenían ganas de pasear. Había nevado los días anteriores y la ciudad emblanquecida era aún más hermosa. El aire era frío y seco, como en la montaña. Caminaron hasta la Wiener Platz, que limita por un lado con la Hofbräuhaus y por el otro con el parque que hay junto al río. En la plaza había una serie de tenderetes donde vendían Glühwein y bocadillos rellenos con varios tipos de salchichas llamadas würstel. El aroma del vino caliente, especiado con clavo y canela, se mezclaba con el de las salchichas a la plancha. La plaza estaba llena de gente, también había muchos niños. A Julia le encantaría, pensó Jan alegrándose, ya que era importante que se encontrara a gusto en la nueva ciudad.

Entraron en la cervecería, la Hofbräuhaus estaba llena como siempre. Pidieron el clásico codillo de cerdo acompañado de varios vasos de helles, la cerveza típica de Múnich. La medida pequeña era de medio litro, y no podías ganarte el respeto de los demás clientes si no te bebías dos como mínimo. Tres parecía ser la cantidad perfecta.

Guardar la línea viviendo en Múnich podía llegar a ser un problema.

Empezaba a trabajar al día siguiente, Jan estaba contento y excitado.

Pasó la noche relativamente tranquilo; durante un rato soñó que lo despedían una semana más tarde, aunque no le resultó realmente traumático.

A la mañana siguiente tomó un buen desayuno a base de mermelada casera y té chino y se dirigió a la oficina a pie, siguiendo un recorrido que ya había estudiado el día anterior. No le había sido difícil aprenderse el camino, ya que la mayor parte del trayecto estaba dedicado a Maximiliano II de Baviera. Tomó Einsteinstrasse, cruzó el río por Maximiliansbrücke, recorrió Maximilianstrasse hasta el final y giró a la derecha por Residenzstrasse a la altura del teatro de la ópera. Pocos minutos después giró a la izquierda y, tras superar los tres cruces siguientes, se encontró en Maximiliansplatz, la plaza que albergaba el cuartel general de la multinacional, su nuevo lugar de trabajo. Tardó una buena media hora en hacer el recorrido.

Su despacho estaba en la última planta de un antiguo palacio en el centro de la plaza. Era la sede de la presidencia, y él, como ayudante especial del número dos de la empresa, tenía un despacho con vistas a la plaza, colindante con el del presidente y con el del director financiero. Alrededor de los despachos había un gran vestíbulo con nada menos que cuatro secretarias que organizaban la vida profesional y privada de los dos dirigentes. Parecía ser que el jefe de Jan se había ido de viaje de negocios a Estados Unidos y estaría ausente diez días.

Era una buena manera de empezar, le permitiría salir temprano y poder buscar una casa.

Durante la primera semana de trabajo, Jan Tes tuvo que pasar por el protocolo normal de «iniciación» al que se sometían los nuevos empleados.

El ordenador llegó tres días más tarde. Para tener acceso al correo electrónico necesitó superar un cursillo para descifrar la contraseña y que dos técnicos instalaran unas complicadas aplicaciones.

Tardó cuatro días en obtener la tarjeta magnética de identificación, además de las tres horas que tuvo que esperar en el despacho de una empleada que, entre otras cosas, era la encargada de hacer las fotografías a los nuevos trabajadores de la empresa.

El acceso a las diversas bases de datos de la firma le llegó una semana después. Para las tarjetas de crédito tuvo que esperar tres semanas.

Jan no se imaginaba que resultara tan complicado empezar a trabajar. Las secretarias eran tan numerosas como inútiles, al menos para él. Parecía que competían por ver cuál de ellas estaba más ocupada, y demostraban claramente que él no formaba parte de sus prioridades.

Por suerte Karl Kluge, su jefe, le había dejado encima de su escritorio una montaña de documentos para que los leyera y se fuera familiarizando con un mercado, el de los teléfonos móviles, que no conocía muy bien.

Los móviles: Jan solía preguntarse si no estábamos mejor antes, cuando no existían, o si nos habían mejorado la vida y por ello estaba bien que todo el mundo tuviera uno. En poco más de diez años se habían convertido en un objeto indispensable. Las previsiones indicaban que se venderían más de mil millones de móviles durante ese año: con una población mundial de algo más de seis mil millones de personas, había pocas cosas en el mundo que pudieran venderse en cantidad superior.