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En ocasiones, cuando justo antes de recibir una llamada o un mensaje parecía que el televisor estuviera poseído por un poltergeist o la radio se ponía a graznar, Jan se cuestionaba si esas ondas serían nocivas.

Pero luego se perdía en la definición de lo que se consideraba nocivo.

Nadie renuncia a los coches, a pesar de ser perjudiciales para la salud y el medio ambiente. Todo lo que representa una correlación temporal muy breve entre causa y efecto es nocivo: un fármaco que induce a la muerte casi inmediata de un paciente, sí, eso sí que se considera perjudicial, y aun así tendrían que morir un cierto número de personas para tener la certeza.

En cambio, todavía no se habían producido alteraciones climáticas capaces de justificar una contrarrevolución industrial, y si alguna vez se producían, sería mejor que Dios se apiadase de nosotros. Como todos, Jan había leído artículos sobre los posibles perjuicios derivados de los móviles, pero recordaba que primero decían una cosa y después lo contrario, y nunca llegaban a ninguna conclusión.

Los teléfonos móviles eran como los coches, pensaba éclass="underline" quizá provoquen alguna molestia, pero nunca generarán una pandemia.

Los diez días de ausencia de su jefe transcurrieron sin más problema. Jan leyó el material que había encontrado en su despacho y ya empezaba a familiarizarse con el sector. También había ido a ver unas treinta casas y, al final, exhausto, se había decidido por la última, esperando que no hubiera sido la desesperación la que lo había convencido de que era la más bonita. En abril podría instalarse en su nuevo hogar. No quería aprovecharse demasiado de la amabilidad de sus amigos, y de ese modo Julia podría trasladarse con los niños tal y como habían planeado.

La excursión

– Despierta, Kumar, hemos llegado. Hemos llegado.

Los susurros de Scindia no produjeron ningún efecto, su amigo no daba señales de vida. Acurrucado como un niño en el asiento del autobús de línea que los había llevado a Bandhavgarh después de un viaje de ocho horas, Kumar parecía poco dispuesto a apearse.

Estaba amaneciendo y al sol le costaba trabajo salir.

Patel, que iba sentado a su lado, intervino. Posó dulcemente una mano en su hombro y, moviéndola cuidadosamente, repitió la frase de Scindia.

– Despierta, Kumar, hemos llegado. Hemos llegado.

Lentamente su amigo abrió los ojos.

– ¿Adónde hemos llegado?

– A Bandhavgarh.

– ¿Y qué hacemos en Bandhavgarh?

Los amigos intercambiaron una mirada cargada de tristeza.

– Hemos venido porque querías subir a la montaña y nos pediste que te acompañáramos -respondió Patel.

– Ah. Es verdad, ahora me acuerdo. Pues bajemos de esta mierda de autobús, nos espera una bonita caminata.

Los dos amigos lo ayudaron a levantarse, se echaron su mochila y las bolsas al hombro y, con esfuerzo, finalmente bajaron los escalones del autobús en el que habían pasado demasiadas horas.

Se encontraban ante la entrada del Parque Nacional de Bandhavgarh: no es que fuera una verdadera entrada, se trataba de un simple letrero que informaba al visitante de que, siguiendo el camino, se entraba en la reserva natural, dominada por una enorme roca que algunos consideraban una montaña y que estaba rodeada de espléndidos lagos y cauces de agua.

– ¿Quieres comer algo antes de irnos? -preguntó Scindia.

– No, gracias, no tengo hambre -contestó Kumar, y echó a andar.

Patel y Scindia en seguida se pusieron el uno junto al otro: durante el ascenso, si podían, querían charlar.

Cinco horas más tarde alcanzaron la llanura que delimitaba la cima de la montaña. Se sentaron cerca de un despeñadero. Desde allí arriba se disfrutaba de una vista fantástica: bosques, ríos, lagos sin rastro de contaminación. Pájaros de todas las clases volaban ahora alrededor del grupo de amigos, haciendo el panorama todavía más sugerente.

Patel cogió de la bolsa el almuerzo que le había preparado su madre y tres cervezas que milagrosamente habían sobrevivido indemnes a la larga caminata. Repartió la comida en partes iguales y les tendió una cerveza a sus dos amigos. Kumar rechazó la especialidad de la casa de Patel, pero aceptó encantado la cerveza.

– ¿Os acordáis de cuando vinimos aquí con nuestros padres? -preguntó Scindia.

– Nos echaron el sermón del adolescente idiota que se convierte en adulto, fue entrañable. Casi les da un infarto cuando Kumar les dijo que era un poco tarde para eso porque ya se había acostado con tres chicas del pueblo.

Se echaron a reír.

– No me acuerdo de todo, pero sé que aquí ya he estado antes. Es de una belleza conmovedora. La paz, estar aquí con vosotros. Gracias, amigos, por haberme acompañado. -La voz de Kumar estaba rota por la emoción-. Sólo tengo veintinueve años, pero he hecho muchas cosas, y estar aquí junto a vosotros formará parte de los grandes recuerdos.

– Sí, has hecho muchas cosas, amigo. Has ganado más que nosotros dos juntos, le has comprado un coche a tu madre, tienes un estupendo trabajo. En cambio, míranos a Patel y a mí, qué pareja de pobres y desgraciados campesinos somos -comentó Scindia, y se echó a reír.

Acabaron la cerveza mientras Scindia y Patel recordaban los momentos épicos que habían vivido juntos cuando eran jóvenes, antes de que Kumar se trasladara a la ciudad vecina para hacer el curso de electrotecnia.

Transcurrieron las horas y hacia las cuatro llegó el momento de regresar. La parte final del trayecto podrían hacerla incluso a oscuras, pero el descenso de la montaña no: habría resultado demasiado peligroso.

– ¿Me dejáis cinco minutos a solas? Me gustaría rezar una oración -pidió tímidamente Kumar a sus amigos cuando ya se habían colgado las bolsas al hombro.

– Claro, te esperamos ahí abajo, no tengas prisa, amigo -respondió Scindia.

Kumar esperó a que se alejaran. Se acercó la mochila y la abrió. Sacó una botella de agua. Se la quedó mirando unos instantes, se había olvidado de lo que quería hacer. Una punzada se lo recordó.

– Eh, Scindia, ¿qué está haciendo Kumar? ¿Se está duchando? -preguntó Patel mientras miraba a su amigo en la distancia.

Scindia se volvió y en seguida intuyó lo que estaba ocurriendo: echó a correr en dirección a su amigo, gritando.

Demasiado tarde. Una antorcha humana, con los brazos levantados al cielo, se precipitó en el abismo.

Lyon

El día que el jefe regresó no fue muy distinto de los anteriores. Se saludaron brevemente por la mañana y luego desapareció en su despacho.

Como Jan ya había leído todo lo que tenía que leer, tuvo que buscarse una ocupación. Empezó a caminar por los pasillos del edificio presentándose espontáneamente a las personas que se iba encontrando. Era un bicho raro.

Su manera de vestir, fruto de las convenciones del mundo bancario italiano -zapatos Church, traje Caraceni azul oscuro, corbata Hermès-, resaltaba en el reglamentario gris alemán como una luciérnaga en una noche oscura. Además, su formación estrictamente financiera desentonaba ligeramente con la de personas que, en su mayoría, eran ingenieros que habían entrado en la empresa al día siguiente de haber acabado la carrera.

Tras haber repetido quince veces la misma frase de presentación y notar que lo miraban como si fuera el enemigo que iba a acabar con ellos, decidió que quizá fuera mejor volver a su despacho. Debía aprender a tener paciencia, pensó.

Eran casi las seis y su jefe todavía no había dado señales de vida. Jan había oído comentar en varias ocasiones que Kluge era de los que llegaban temprano y salían tarde. Precisamente lo que le faltaba, pensó, Julia daría saltos de alegría. Hacia las ocho decidió que podía irse; las ocho era una hora que estaba a medio camino entre la de un asesor que quiere hacer méritos y la de un funcionario del Estado.