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La puerta del jefe estaba cerrada, de manera que Jan no podía despedirse ni demostrarle el esfuerzo que hacía saliendo a esas horas.

Se preguntó por qué se había quedado hasta tan tarde. Mientras cruzaba el vestíbulo donde se situaban las secretarias, Irene, la única que se había quedado, lo llamó anunciándole que el jefe había dejado instrucciones para que al día siguiente volara a Lyon a visitar una de las fábricas junto al director de logística. ¿A qué hora salía el avión? A las 7.20 desde Múnich. ¿A qué hora estaba previsto el regreso? A las 22.30 salía el vuelo de Lyon. ¿Cuándo se había decidido? Por la tarde. ¿No podía haberme informado antes? Estaba muy liada y no lo he visto, pensaba que estaba ocupado en su despacho. ¿Cómo se llama el director de logística? Doctor Ernst. ¿Cómo lo reconoceré? Se encontrarán en el mostrador de Sixt en el aeropuerto de Lyon. Pero ¿él de dónde viene? De Múnich. ¿Y no puedo quedar con él antes? Él vuela en clase business. ¿Y yo? No. ¿Hay algo más que deba saber? Los detalles del vuelo están en la carpeta que hay en su casillero de correo. ¿Que está…? Allí.

– Gracias.

– De nada.

– Adiós.

Una sensación de malestar se apoderó de Jan, un malestar ligado al hecho de no ser dueño de su propio tiempo.

Se recuperó en seguida pensando que, en el fondo, el jefe había sido muy considerado al querer que conociera el sector de la producción. Nunca había estado en una fábrica de móviles. Menos mal que Julia se encontraba en Italia, ella odiaba este tipo de sorpresas, creía que con dos hijos se requería un mínimo de programación.

Quizá era que la comunicación entre Jan y su jefe, que se hallaba a tres metros de su despacho, tendría que pasar a través de una de las señoras calificadas como secretarias que, en cambio, estaban a siete metros.

Despertador a las cinco, tren S-Bahn, para no hinchar demasiado la nota de gastos en el primer viaje, aeropuerto, facturación electrónica con tarjeta frequent flyer de Lufthansa, embarque. Nadie fue a encontrarse con él en la puerta. Intentó cruzar la mirada con quienes pensaba que podían ser el doctor Ernst, pero no quería que lo tomaran por alguien que buscaba compañía, así que ya se verían en Lyon.

En el mostrador de Sixt había cinco clientes, el doctor Ernst era el más bajo, mucho más bajo. El maletín con la marca del ordenador de la empresa fue la clave para reconocerlo. Una marca así no se la compraba nadie a menos que la recibiera gratuitamente como herramienta de trabajo sin posibilidad de escoger otra.

Después de los saludos de rigor, Jan siguió al rey de la logística hasta el parking, donde estaba aparcado el Smart de alquiler.

El doctor Ernst era una persona amable, un viejo zorro de la multinacional con treinta y cinco años de carrera a sus espaldas. Durante los treinta kilómetros de trayecto, el Smart circuló al límite de la velocidad que permitía la quinta, cosa rara para un coche con seis marchas que el doctor Ernst aseguraba que alquilaba siempre porque era muy cuidadoso con los gastos.

A la tercera referencia a su moderación, Jan empezó a pensar que su papel de brazo derecho del director financiero podía hacer que muchos lo vieran como el Judas del segundo milenio, el 007 del gran jefe. Un triste panorama, si eso significaba tener que ir siempre en Smart y comer en McDonald’s.

– ¿Sabe que estuve viviendo un año en Lyon cuando empezamos a construir la fábrica? -dijo Ernst.

– ¿Y le gustó?

– Sí, se vive bien aquí, a pesar de que trabajaba siete días a la semana. Sólo me cogía algún día libre cuando mi hija venía a visitarme.

Llegaron ante la cancela de entrada, pero ésta no se abrió como Ernst esperaba. En vez de eso, un guardia muy receloso se acercó al Smart.

El coche tenía los cristales ahumados, así que hasta que la ventanilla estuvo bajada el guardia no pudo reconocer al jefe supremo de las cinco fábricas repartidas por todo el mundo. El pobrecillo se excusó de mil maneras explicando que al no ver el Mercedes de siempre no había reconocido a quien iba al volante.

Jan fingió ignorar las mejillas coloradas de su colega.

La visita a la fábrica se desarrolló de manera ejemplar. Por otro lado, ya estaban acostumbrados a recibirlas.

En la fábrica habían estado el primer ministro alemán, el primer ministro francés, varias veces el consejo de administración y decenas de clientes, entre otros. Según lo esperado, Jan Tes quedó impresionado. Todo estaba limpísimo, había diez líneas de producción con capacidad para fabricar al año hasta un millón de móviles cada una. Todo estaba automatizado.

Los componentes entraban en cintas transportadoras y luego varias máquinas los ensamblaban a lo largo de la cadena de producción. Algunos ingenieros con bata blanca controlaban los monitores situados en varios puntos de la cadena. Hacia el final de la línea era cuando la intervención de la mano del hombre aumentaba. Entraban en escena los que colocaban los móviles, el manual de instrucciones y los diversos accesorios dentro de las cajas, listas para ser enviadas a distintos destinos europeos.

Después de la producción propiamente dicha, era el momento de pasar los controles de calidad.

Una máquina en particular llamó la atención de Jan. Se trataba de un brazo mecánico que cogía el móvil y lo dejaba caer desde alturas preestablecidas. Repetía la operación diez veces y luego pasaba al siguiente móvil.

– ¿Para qué sirve? -le preguntó a uno de los ingenieros.

– Es que en muchos países del mundo los móviles tienen hasta dos años de garantía. La garantía no cubre posibles fallos de funcionamiento causados por caídas. Hay que tener mucho cuidado con lo que se compra si se quiere que la garantía sea válida. Y lo que suele ocurrir es que, en nuestros centros de asistencia, no podemos determinar si un fallo en el funcionamiento se debe a una caída o a otro motivo. Así que intentamos fabricar móviles muy resistentes.

– ¿Tienen que superar diez caídas sin romperse?

– Sí. -El ingeniero sonrió-. A través de un estudio que encargamos hace años supimos que a un número considerable de clientes se les caía el móvil unas diez veces en el curso de dos años.

Jan se preguntó si una máquina tan compleja, que debía de costar una fortuna, salía más a cuenta que un operario de mil euros al mes, pero al mirar la cara de orgullo de los ingenieros que le hacían de cicerones se guardó mucho de formular la pregunta, que habría sido tomada como un insulto.

Al final también hubo tiempo para visitar la guardería que la empresa ponía a disposición de los hijos de los empleados. Entraba dentro del itinerario estándar mostrar las ventajas de que gozaban los trabajadores.

Jan, como buen padre que sabía lo difícil que era encontrar una guardería mínimamente decente que tuviera al menos una plaza libre, apreció mucho ese aspecto.

El primer encargo

A la mañana siguiente, en su despacho, Jan encontró un enorme montón de papeles encima del cual había una nota adhesiva que decía: «Leer y presentar. Reunión a las 20.00.»

¡Qué alegría!

Quinientas páginas sobre la India: mil millones de personas, cuatrocientos millones de potenciales clientes de móviles en el año 2010. Es curioso que precisamente los que tienen menos posibilidades económicas parecen necesitar más un móvil. La India, un país que, al igual que China o África, se había saltado una generación tecnológica. Todavía faltaban, en esos países, infraestructuras provistas de telefonía fija. Era mucho más conveniente desarrollar una red móvil, con una estación de radio que sirviera para toda una población, que excavar o instalar cables casa por casa. La oficina india tenía su sede en Bombay, con una plantilla de veinticinco personas, y contaba con un centro de desarrollo cerca de Bangalore, con doscientos treinta trabajadores entre directivos, técnicos e ingenieros.