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Casi siempre daba pérdidas, desde hacía ya cuatro años. A pesar de no encontrar ni una sola línea escrita por el jefe que explicara lo que debía presentar esa noche, Jan entendió por los correos electrónicos incluidos en el dossier que el futuro de la sede india no estaba claro. Para saber lo que se esperaba de él, Jan intentó de varias maneras contactar directamente con el jefe. Al final tuvo que resignarse a la idea de comparecer como fuera ante el arrogante ramillete de directivos de mediana edad. El jefe estaba en Londres, regresaba por la tarde. ¿Había dejado más instrucciones para él? No. ¿Había algún modo de ponerse en contacto con él? Sólo por cosas muy urgentes, y ésa no parecía serlo, pero era él quien decidía. Gracias, idiota. Eso lo pensó, pero no lo dijo. ¿Qué podía hacer?, ¿lo molestaba o no lo molestaba? Eligió la segunda opción.

De nuevo en su despacho Jan pensó que, teniendo en cuenta su posición, tenía dos alternativas. La primera, resumir en diez diapositivas las quinientas páginas, ya que ninguno de los invitados de esa noche habría tenido tiempo ni ganas de leerse lo que había tenido que leer él; la segunda consistía en analizar las posibles estrategias que se podrían adoptar en la India y aconsejar una en particular.

Cerrar o invertir. Reducir o expandir.

Jan optó por combinar las dos, ofreciendo un resumen de la situación y dando algunas indicaciones estratégicas, tal como haría un verdadero consejero. Sonó el teléfono. En seguida reconoció el número en la pantalla.

– Hola, cariño, buenos días.

– Buenos días, tesoro, ¿cómo estás?

– Bien, esta noche debo hacer una presentación. Tengo delante una montaña de páginas que leer. ¿Y tú? ¿Todo bien?

– Sí, te echamos de menos. Esta mañana Samuele me ha dicho que quería ir en seguida a Múnich para jugar con la nieve. ¿Qué hago?, ¿vamos?

– Por mí ahora mismo, la verdad es que es una ciudad preciosa. ¿Has comprado los billetes para el mes que viene?

– Los he reservado, hoy los confirmaré. Te dejo trabajar, sólo quería saludarte, ¿me llamarás esta noche?

– Sí, si salgo tarde de la oficina te mandaré un sms para ver si estás despierta. Hasta luego, tesoro.

– Hasta luego, cariño.

Jan se sumergió de nuevo en la montaña de papeles.

La verdad es que hacer un resumen de algo que apenas se ha hojeado, sobre todo si se trata de quinientas páginas, puede generar alguna que otra tensión emocional. Por fortuna, el deseo de destacar en su primera reunión oficial era mayor que el pánico que sentía.

A las ocho de la noche estaba sentado en la sala de reuniones presidencial repitiéndose mentalmente la estrategia que iba a proponer.

Mantener e invertir, y en caso necesario, reestructurar. Elaborar un plan de inversiones para incrementar la distribución y ampliar el conocimiento de la marca, crear un equipo de apoyo en la sede central, abrir un centro de producción local que se beneficiara de las ventajas fiscales del gobierno indio, y otras acciones que seguían la misma línea.

La India, según los cálculos de Jan, era el país del futuro. En pocos años el capital volvería a entrar y revertiría importantes beneficios a la empresa, cuya solidez financiera hacía que la inversión fuera la opción más lógica.

Así que no iba a ser una decisión difícil, se repitió una vez más.

A las ocho y media entró el director del departamento de investigación y desarrollo. Se presentaron.

– ¿Dónde están todos? -preguntó Jan.

– Sólo sé que hoy el doctor Kluge está en Londres.

– ¿Nadie ha desconvocado la reunión?

– No, que yo sepa.

Entró Pollini, el director de marketing. Él y el doctor Richard, director de desarrollo, se quejaron en seguida de lo poco que se respetaban los horarios. Y no era que ellos hubieran sido precisamente puntuales, pensó Jan.

– Tengo otras cosas que hacer que estar aquí esperando a Kluge. Le concedo diez minutos más, después me voy y la reunión ya se la hará él solo. ¿Usted sabe algo? -preguntó Pollini dirigiéndose a Jan.

Y ¿qué quiere que sepa? Sólo hace más de media hora que estoy aquí, le habría gustado responder a Jan, pero de su boca salió un más diplomático «No, lo lamento».

Intentó seguir concentrado otra media hora, hasta que llegara el director general, repitiéndose su historia sobre la India.

Peter Lee era un hombre sobre la cincuentena, vestía de manera refinada y su porte era el de una persona importante. Saludó y se excusó por el retraso, con lo que los dos directores renunciaron a la reprimenda prometida. Lee se puso frente a Jan, pero no dijo nada. Se habían presentado durante la primera semana de trabajo de Jan y estaba convencido de que sus excusas no lo incluían también a él.

– ¿Por qué no está Kluge? -preguntó Lee.

– No lo sé, no se ha puesto en contacto conmigo.

– ¡Llámelo!

– Por supuesto.

No hizo falta. El doctor Kluge entró saludando a los presentes y quejándose de la ineficacia de la compañía aérea. Aparte de los «no se preocupe» de los dos directores presentes, a Jan le pareció oír que Kluge le susurraba a Lee: «He recibido el último informe. Por fin lo han entendido. ¡Ahora! Ahora que saben que morirán todos.»

Con un gesto de asentimiento, Lee invitó a Kluge a sentarse.

Jan intentaba evitar las miradas de los presentes mientras esa frase le iba rondando por la mente. ¿Era posible que hubiera oído lo que había oído? Y ¿qué significaba?

– Podemos empezar -sentenció Lee.

La mente de Jan regresó a la sala y, al instante, una sensación de sofoco se apoderó de él. Al cabo de pocos segundos tenía que hacer una presentación sobre algo que no sabía si era lo que le habían pedido ante personas que hasta el momento no le habían transmitido ningún calor humano.

Kluge fue el primero en hablar.

– Gracias por asistir a esta reunión, que tiene como objetivo tomar una decisión con respecto a la India.

Jan estaba a punto de proyectar la primera diapositiva en la pantalla gigante, pero el jefe no parecía dispuesto a ceder la palabra a su nuevo fichaje. En realidad, aparte de despedirse de él con un «buenas noches», Kluge no había vuelto a dirigirle la palabra a Jan.

– Como todos ustedes saben, hace cuatro años que tenemos pérdidas. Vendemos menos móviles que en Liechtenstein -prosiguió el director financiero-. A pesar de tratarse de uno de los mercados del futuro, hemos decidido que para nosotros ese futuro llegará más adelante. Por el momento reduciremos los gastos y las inversiones y nos concentraremos en las áreas más rentables.

Jan permaneció sentado intentando eliminar las dos últimas diapositivas tituladas «Go India. Here we come». No acababa de comprender los motivos de esa decisión.

Richard fue el primero en reaccionar.

– Me imagino que se está refiriendo a la oficina, y no al centro de desarrollo.

– En realidad vamos a cerrar el centro de desarrollo y el personal quedará reducido a diez unidades.

– Pero allí abajo estamos aplicando programas informáticos de gestión de la interfaz de la red móvil, y no solamente para la India.

De este modo Jan supo que cada teléfono móvil está dotado de un módulo, o chip, que comunica con la estación de radio de su operador. El móvil tiene que funcionar en cualquier momento, y por ese motivo siempre tiene que reconocer los repetidores más cercanos con los que puede comunicarse. El teléfono emite señales continuamente y los repetidores devuelven una respuesta; de esa manera siempre está listo para realizar una llamada. Si nos movemos o estamos en un lugar con poca cobertura, el móvil intenta buscar con más intensidad una base de radio, transmitiendo señales más potentes. El teléfono no sólo tiene que conseguir dialogar con las estaciones de radio, sino que además tiene que saber reconocer qué repetidores pertenecen a su operador. Los componentes y los programas necesarios para ese proceso los estaba desarrollando y produciendo en parte la empresa de Jan en la India.