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21 Sólo en la Tierra

Quetza y su comitiva salieron de Francia con la convicción de que la conquista era una posibilidad cierta y no ya una quimera; de hecho, aquel puñado de hombres mal armados llegaron a adueñarse por unas horas del palacio del cacique de Marsella. Si con sus escasos recursos, pensaban, pudieron doblegar primero a los soldados de la cárcel, escapar y luego tomar el control del castillo, provistos en el futuro de caballos, armas de fuego, una flamante armada y numerosas tropas bien pertrechadas, ningún ejército podría detenerlos.

La escuadra mexica zarpó del puerto de Ailhuicatl Icpac Tlamanacalli con rumbo Sur Sureste. Navegaron a través del estrecho formado entre Genova y la isla de Córcega, bordearon las costas de Módena y llegaron a la península itálica. Según puede inferirse de las esporádicas notas de Quetza, recorrieron los diversos reinos y ciudades diseminados en todo su perímetro costero y, ocasionalmente, se aventuraban tierra adentro. Navegaron de Norte a Sur por la costa Oeste, y luego ascendieron por la costa Este. Muchos de los reinos de la península tenían ya un fluido comercio con Oriente Medio y una frondosa historia de relaciones con el Oriente Lejano; de modo que aquellos príncipes y comerciantes que conocían el beneficio del rentable negocio con las Indias querían profundizar los lazos, y los que aún no habían rubricado convenios comerciales estaban desesperados por reunirse con la delegación. Quetza otorgaba audiencias a los mercaderes como si fuese un verdadero dignatario. Así, vendiendo sueños de prosperidad eterna, estuvo en Liguria, Toscana y Umbría. Prometió montañas de oro a su paso por Lazio, Campania y Basilicata. Endulzó los oídos de los príncipes de Ñapóles, Calabria y Sicilia. Encandiló con los fulgores de las piedras preciosas a los comerciantes de Palermo, Catania y Messina. Hizo sentir los perfumes de las especias a los gobernantes de Bari, Foggia y Pescara. Se comprometió a proveer tanta seda como para tapizar las paredes de todos los palacios de los nobles de Pe-rugia, Ancona y Rímini e ilusionó con la blancura del marfil a los mercaderes de Bologna, Verona y Trieste.

Pero tampoco Quetza pudo escapar a la fascinación que produjeron en su espíritu las ciudades de la península. Los reinos de Italia competían entre sí en belleza, prosperidad y florecimiento de las artes. Dos ciudades iban a quedar impresas para siempre en su memoria y en su corazón: Florencia y Venecia. Si hasta entonces la avanzada mexica supo de la capacidad bélica, política y comercial del Nuevo Mundo, en estas tierras podía proyectar hacia Tenochtitlan el potencial de la pintura, la escultura y la arquitectura. Si en España y Francia la palabra que imperaba era Inquisición, en los reinos de la península el verbo era renacer. El Renacimiento iluminaba cada rincón que la Congregación para la Doctrina de la Fe se empeñaba en oscurecer. La Inquisición era para Quetza obra de Huitzilopotchtli, Dios de los Sacrificios; el Renacimiento, en cambio, estaba bajo la protección de Quet-zalcóatl, Dios de la Vida.

Pero lo que más impresionó de Italia a los mexicas fueron los italianos. Los españoles eran hospitalarios, sencillos y, en ocasiones, algo inocentes. Los franceses, engreídos, belicosos y malhumorados; sin embargo, tanto unos como otros eran profundamente devotos, disciplinados y obedientes de las normas del Estado y la comunidad. Los italianos, en cambio, hacían un verdadero culto del individuo. Cada quien parecía darse su propia ley y hacerse su destino; eran creyentes, sí, pero no de la forma ciega de aquel que sigue in-condicionalmente a un sacerdote como la oveja al pastor. Creían fervientemente en sus dioses, pero querían prescindir de intermediarios en su relación personal con ellos. Aunque buenos trabajadores y sumamente imaginativos, eran algo indolentes y poco metódicos. Las notas de Quetza se llenaban de adjetivos, muchas veces antagónicos, para describir a los habitantes de los reinos de la península: alegres, holgazanes, embrollados, apasionados, lascivos, vulgares, exquisitos. Su lengua, llena de musicalidad, estaba hecha con los despojos del "volgare", jerga del latín. Lo que más sorprendía a los mexicas era que el resultado de tantos atributos banales, pedestres y ramplones fuese tan sublime. Se dejaban llevar por la intuición antes que por la reflexión sistemática, ponían manos a la obra antes de sentarse a desplegar teorías. Se indignaban con sus dioses y llegaban a maldecirlos elevando los puños amenazantes hacia el cielo. Pero también les rendían los homenajes más sinceros y sentidos sin arreglo a protocolo ni a liturgia. Se atrevían a mirar a sus dioses a los ojos, de igual a igual. Se animaban, incluso, a intentar imitar sus obras. Eran, ante todo, artistas. Los mexicas entendieron por qué aquel renacer del hombre no podía originarse en otro lugar.

Tal vez la fascinación de los mexicas surgiera del hecho de que los italianos eran su exacto opuesto. El hombre común de Tenochtiüan era el último eslabón de la cadena; su sangre servia para aplacar el hambre de los dioses y la ira de los reyes, para regar las tierras de los nobles y permitir, en fin, el funcionamiento de la maquinaria de Estado. Era un sistema que se nutría, sin metáforas, de sangre. En Italia, en cambio, todo parecía estar animado por la alegre vitalidad del vino. Los mexicas aborrecían el licor; sin embargo, Quetza y su avanzada se reencontraron con el fruto de la tierra y lo celebraron como lo hacían sus anfitriones. Aquella primavera era la celebración de la vida, la ruptura con las convenciones y los dogmas, la reafirmación de la existencia del hombre por delante de los dioses. Los mexicas vivían y morían para servir a sus dioses; los italianos vivían para que sus dioses los sirvieran.

Toda la poética mexica podía resumirse en una frase, por momentos formulada como pregunta y, por otros, como amarga afirmación: "Sólo se vive en la Tierra". Aquel lamento por la brevedad de la existencia, el desconsuelo por la fugacidad del paso por el mundo, la incredulidad en un más allá que los condenaba a la intrascendencia, era un puñal doloroso en el corazón de los mexicas. Así lo expresaba su poesía:

¿Es verdad, es verdad que se vive en la Tierra?

¡No para siempre aquí: un momento en la Tierra!

Si es jade, se hace astillas, si es oro, se destruye;

si es un plumaje de quetzal, se rasga.

¡Nopara siempre aquí: un momento en la Tierra!'

* De Nezabualcóyotl.

El Renacimiento ofrecía a los mexicas, si no una respuesta a la pregunta por la trascendencia, al menos un modo de sobrellevar la angustia de la insignificancia de la vida en este mundo y del misterio de la muerte.

¿A dónde iremos que muerte no haya?

Por eso llora mi corazón.

¡Tened esfuerzo: nadie va a vivir aquí!

Aun los príncipes son llevados a la muerte:

así desolado está mi corazón.

¡Tened esfuerzo: nadie va a vivir aquí! *