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La pequeña avanzada mexica encontraba en aquel alegre espíritu de los italianos el llamado al goce, a disfrutar, al menos el breve tiempo que durase la existencia en la Tierra. Así lo reclamaban, tímidamente, los versos anónimos nacidos en los calpullis pobres de los macehuates:

¡Oh flores que portamos, oh cantos que llevamos,

nos vamos al Reino del Misterio!

¡Al menos por un día estemos juntos, amigos míos!

¡Debemos dejar nuestras flores,

tenemos que dejar nuestros cantos:

y con todo la Tierra seguirá permanente!

¡Amigos míos, gocemos: gocémonos, amigos!"

* Anónimo de Tenochtitlan. ** Anónimo de Chalco.

Si la existencia era una efímera llama entre dos eternidades hechas de nada, de pura nada: una antes de nacer y la otra luego de la muerte, entonces sobraban motivos para celebrar la vida y mantener el fuego encendido. Eso era el Renacimiento: la renuncia a la nada y la entrega apasionada a la vida, por breve que ésta fuera. Los mexicas compartían este punto de vista con los italianos, sólo que invertían la duración del festejo y el duelo: los unos penaban la mayor parte del año y celebraban en contadas ocasiones; para los otros, festejar era la regla y la pena, la excepción.

Encandilados por los frescos que adornaban los templos de Florencia, se llevaron grabada en la memoria aquellos murales cuyas figuras parecían querer despegarse de las paredes y cobrar vida.

Quetza definió a Venecia como la ciudad de las chinampas doradas; aquellos canales, tan semejantes a los de su patria, los palacios y los puentes, las barcazas y los mercados flotantes, hacían de Venecia la ciudad melliza de Tenochti-tlan, como si ambas hubiesen sido concebidas por un mismo Dios.

La avanzada mexica dejó atrás la península itálica con el corazón renacido y la convicción de que, cuando llegara la hora de la conquista, Venecia sería la capital del nuevo Imperio Mexica de Oriente.

22 El libro de las maravillas

Era una decisión tomada: pese a la urgencia del regreso, Quetza determinó que no habrían de volver por la misma ruta que habían seguido para llegar al Nuevo Mundo, sino navegando siempre hacia el Levante. De acuerdo con sus cálculos y según los mapas que había trazado junto a Keiko, el camino de las Indias era mucho más extenso y plagado de obstáculos; sin embargo, era tan imperativo conocer los pueblos del Oriente como anticiparse al seguro arribo de los europeos a Tenochtitlan. Y, sobre todas las cosas, alcanzar las tierras de Aztlan.

Los comerciantes de Venecia guardaban una larga aunque muchas veces interrumpida relación con Oriente. A su paso por la ciudad de los canales, Quetza obtuvo algunas de las cartas que había establecido un célebre mercader, acaso uno de los primeros en recorrer los caminos entre las tierras de los tártaros y el extremo de Catay.

Muy pocos apuntes quedaron del viaje de la avanzada mexica por Oriente. Sin embargo, pueden deducirse los puntos que fueron uniendo a su paso y las maravillas que descubrieron en cada reino. La piel amarilla de los mexicas y el origen y apariencia de Keiko por momentos facilitaron la travesía y, por otros, fue un obstáculo casi insalvable. A diferencia de Marco Polo, quien se vio forzado a viajar hacia el Oriente por tierra, ya que las rutas marítimas estaban cerradas para los venecianos, la escuadra mexica necesitaba de sus barcos, por cuanto no existía forma de regresar a Tenochti-tlan si no era por mar.

Así, partieron de Venecia y navegaron por el mar Adriático hasta llegar a la isla de Negroponte, también llamada Eu-bea. Allí Quetza conoció el origen de los dioses que crearon no ya a los hombres, sino a los propios dioses que se expandieron en Europa, convertidos en diferentes entidades. Y, en efecto, aquellas tierras fabulosas en medio de un mar turquesa nunca visto, parecía la morada de las deidades. Los libros de los poetas decían que en esa isla Zeus, el Dios de los Dioses, se había casado con su tercera esposa, Hera, y que allí, de la divina unión, habían nacido Hefesto, Ares, Ilitía y Hebe. Así, la escuadra mexica descubrió que las epopeyas de los dioses que habían creado el Valle de Anáhuac no eran diferentes de aquellos dioses a los que cantaban los griegos. Luego de unir las islas que, como gemas preciosas, formaban un collar en el mar Egeo, llegaron a Turcomania a través del mar de Mármara y, por fin, quedaron a las puertas mismas del Oriente: el Bosforo, la estrecha antesala que conducía a la magnífica Constantinopla.

Supo Quetza que aquella ciudad, también llamada Bizan-cio, en la que los minaretes y las angostas agujas de los palacios competían por alcanzar el cielo, había sido la capital de aquel mundo que acababan de descubrir. O, más bien, había sido el centro de los imperios más grandes del Nuevo Mundo: el Imperio Romano, el Bizantino y, por aquellos días, el Turco. Constantinopla era la puerta entre Oriente y Occidente y, por entonces, los mahometanos se ocupaban de que permaneciera bien cerrada para los pueblos infieles. El templo mayor, Ayasofia o Santa Sofía, según quien estuviese en el poder, era no sólo el emblema de la ciudad, sino que sus ladrillos eran el testimonio mudo de su historia: el Cristo Rey y Mahoma se la habían disputado desde su construcción; fue iglesia, luego mezquita y, se dijo Quetza, terminaría siendo el templo de Quetzalcóatl. La avanzada mexica supo que Constantinopla, o Necoc, tal como la bautizaron, término este que significaba "Ambos lados", era, acaso, el punto más importante; de hecho, quien tenía la llave de aquella puerta privilegiada tenía el dominio del mundo.

La escuadra mexica se internó en el Ponto Euxino, conocido en las cartas venecianas como Mar Mayor, a cuyo Norte se extendía la temible Provincia de la Oscuridad. Pasaron por el puerto de Samsun y tocaron tierra en Trebisonda. En Turcomania, Quetza recibió como obsequio de uno de los grandes caciques mahometanos un caballo y una yegua que superaban en hermosura y pureza a los que traían de España; de hecho, allí se criaban los mejores caballos de la Tierra.

A su paso por la Gran Armenia, le regalaron las más be-lías telas que jamás hubiese visto y conoció las fabulosas minas de plata que, otrora, proveían del metal a los europeos. Pudo ver con sus ojos la gigantesca montaña que mencionaban los libros sagrados como el lugar donde descansaban los restos de la gran barca que, según los nativos, salvó la vida de la faz de la Tierra cuando un diluvio asoló al Nuevo Mundo.

Resulta un verdadero enigma el modo en que la flota capitaneada por Quetza pudo llegar con sus barcos desde el Ponto Euxino hasta el río Eufrates; pero lo cierto es que las notas dejaban constancia de que estuvo tanto en uno como en otro, siendo que no había curso de agua conocido que uniera el gran mar interior con el río mesopotámico. Navegaron las aguas que los libros sagrados de los nativos señalaban como uno de los ríos del Paraíso y, en su curso, visitaron Mosul, donde fueron obsequiados con finas sedas, especias y perlas. Estuvieron en Muss, en Meredin y llegaron a la gran Baudac.

La ciudad de Baudac, llamada en los libros Susa, estaba habitada por un sinnúmero de pueblos: judíos, paganos y sarracenos convivían en paz. Allí le fue obsequiada una pareja de camellos. Quetza y su comitiva quedaron maravillados con esas bestias: no sólo eran capaces de llevar en su lomo a un jinete con sus pertrechos igual que los caballos, sino que podían atravesar desiertos enteros con el agua que cargaban en sus gibas. Con esos animales fuertes, ágiles y nobles podrían franquear las barreras desérticas que existían más allá de Tenochtitlan y serían un gran instrumento a la hora de conquistar el Nuevo Mundo.

Navegaron luego durante dieciocho jornadas y llegaron al golfo de Persia. Entraron, por fin, en el Mar de la India. El primer punto que tocaron a la salida del golfo fue Curmós. Aquella pequeña ciudad constituía la segunda puerta, si se consideraba a Constantinopla como la primera, ya que, en ese preciso lugar, se iniciaba la ruta hacia el Oriente Lejano y, según consideraba Quetza, hacia la mismísima Tenochtitlan. No fue fácil para la escuadra atravesar ese estrecho que era una vieja guarida de piratas, cuyos barcos acechaban a las naves que entraban o salían cargadas de mercancías. Según se desprende de las escasas crónicas de este tramo de la epopeya, debieron luchar con denuedo no sólo para proteger el valioso cargamento, sino también para conservar sus propias vidas.