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Una vez en mar abierto, pusieron rumbo hacia el Levante y, sin obstáculos, arribaron a la India. Quetza pudo haber escrito libros enteros sobre las maravillas que vio en la India y, de hecho, taí vez así haya sido. Sin embargo, son muy pocas las notas que de este tramo del viaje han podido reconstruirse. Se sabe que quedó deslumhrado con sus templos, tan semejantes a los de su propia patria y con sus palacios majestuosos que tanto se parecían a los de su tlatoani. Si para la sociedad mexica el Estado estaba por delante de cada uno de sus miembros, en aquellas tierras el universo entero parecía girar en torno de cada individuo. Pero a diferencia de los italianos, quienes compartían la experiencia individual entregados al goce de la existencia, aquí cada quien parecía vivir encerrado dentro de sí. Podían caer ciudades, derrumbarse dinastías, surgir y desaparecer imperios, establecerse alianzas, ocurrir pestes y hambrunas, y, sin embargo, nadie parecía inmutarse. Todos se entregaban a la contemplación de su propio espíritu. Si para los mexicas no existía un más allá luego de la muerte, para los indios la muerte era sólo una circunstancia fugaz, una pequeña nada entre dos eternidades hechas de vida. La vida continuaba en sucesivas y eternas encarnaduras, transmigraciones de cuerpo en cuerpo hasta alcanzar el saber verdadero. De este permanente y doloroso renacer habría de surgir, al fin, la redención. Si aquel Nuevo Mundo vivía bajo la disputa feroz entre los cruzados del Cristo Rey y las huestes de Mahoma, en la India toda disputa parecía caer dentro del enorme y beatífico vientre del Buda; en su colosal abdomen todo se armonizaba.

En la ciudad de Cail, a Quetza le fue obsequiada una pareja de elefantes pero, viendo que las dimensiones de las bestias no se ajustaban a la capacidad de las naves, finalmente le dieron sólo una elefanta preñada que asegurara la descendencia: sabían adivinar en la forma de su vientre si lo que llevaba sería un macho o una hembra. Los mexicas jamás habían imaginado que pudiera existir un monstruo de semejante tamaño, fortaleza y mansedumbre. La carabela que le había regalado la reina Isabel parecía aquella mítica arca que, decían, estaba en la cima del monte Ararat. Caballos, camellos, elefantes, aves, perros, roedores y hasta insectos se hacinaban en la bodega de la segunda nave de la reducida escuadra. Y así, cargados con todas esas novedades, zarparon de Cail con rumbo al Oriente.

Luego de varias jornadas, tocaron el extremo de la Pequeña Java, en Sumatra, también llamada Isla de Oro. Quet-za y sus hombres supieron que había en la isla montañas doradas y acaso tanto oro como en el valle de Anáhuac. Era aquella ciudad uno de los dos extremos del puente marítimo que conducía a la mismísima Catay; por fin iban a conocer la tierra que les había prestado la identidad frente a los ojos de todos los pueblos que visitaron. Durante tanto tiempo los habían creído cataínos, que los mexicas casi llegaron a convencerse de que eran oriundos de allí. Y acaso no se equivocaran.

Navegaron en torno del vientre henchido que formaba el extremo del continente oriental sobre el mar de Cin, tocando las costas de (Jaitón, Fugiú, Cianscián, Ciangán, Ciangiú y Tigiú. Y a medida que iban conociendo las ciudades y los pueblos de Catay, no podían evitar la extraña certeza de que, aunque jamás habían estado antes en esas tierras, todo les era familiar. Certidumbre que se convirtió en pasmo cuando, tallado sobre la entrada de un palacio de Tundinfú, vieron la figura inconfundible de Quetzalcóatl.

23 El lugar del origen

Allí, frente a los azorados ojos de la avanzada mexica, estaba la serpiente emplumada, representación de Quetzal-cóatl, cuya imagen aparecía con tanta insistencia en los dominios de Tenochtitlan como en la lejana Catay, tal como podían comprobar a medida que avanzaban por los poblados diseminados a lo largo de la costa. Era la misma, exacta e idéntica figura: su rostro feroz, los colmillos surgiendo de los belfos, las fauces abiertas formando un cuadrado, ios ojos amenazadores, su cuerpo ondulante de serpiente y las plumas coloridas de ave, eran la réplica de Quetzalcóatl. Por primera vez, Quetza tuvo la certidumbre de que las tierras de Aztlan estaban cerca.

Las esculturas que adornaban los palacios, los motivos de las pinturas y las pagodas escalonadas, todo tenía reminiscencias conocidas para los mexicas. Si a su paso por Europa el pequeño ejército capitaneado por Quetza tenía la impresión de avanzar por un territorio inédito, desconocido, a medida que regresaban por Oriente, el mundo comenzaba a resultar algo familiar. Impresión que se convirtió en certeza al llegar al pie de un puente que unía las orillas de un río ancho y caudaloso: la construcción era igual a la que daba acceso a Tenochtitlan desde tierra firme; no sólo tenía la misma apariencia, sino que estaba hecha con similar técnica y materiales: la caña, la piedra y la madera habían sido utilizadas de la misma forma. Como el gran puente que unía la capital del Imperio Mexica con las tierras del valle, aquel que se extendía frente a sus ojos tenía unos quinientos pasos de largo y una anchura tal, que podían pasar diez hombres de a caballo uno al lado del otro. A medida que la avanzada mexica cruzaba el puente, no podía evitar la certidumbre de que estaba atravesando el tiempo y la distancia que los conducía hacía su propio origen: el lugar desde donde había partido el sacerdote Tenoch.

Si el mundo terrenal de los pobladores de Catay tenía muchos puntos de contacto con el de los mexicas, la concepción del universo era sorprendentemente parecida. El calendario de los europeos era sumamente impreciso, requería permanentes correcciones y era mucho más precario que el de los pueblos del Valle de Anáhuac. Quetza pudo comprobar con sorpresa que uno de los calendarios de Catay, el denominado Yi, era. idéntico al que él mismo había concebido. El calendario Yi tenía trescientos sesenta y cinco días agrupados en dieciocho meses de veinte días, en el que habían cinco días aciagos, tal como el que había quedado plasmado en la piedra circular que ideó Quetza. El emblema de la nacionalidad Yi era el tigre, mientras que el de los mexicas era su equivalente, el jaguar. En el sistema cataíno había dos festividades: la Fiesta de la Antorcha y la Fiesta del Cénit de las Estrellas, en las que se celebraba el año nuevo. Entre las dos fiestas había ciento ochenta y cinco días. Los mexicas celebraban ambas fiestas en las mismas fechas. Por otra parte, ambos calendarios representaban ciclos de sesenta y de cincuenta y dos años, basados en un sistema de círculos. El ciclo de sesenta años consistía en dos ruedas concéntricas superpuestas, una con diez troncos celestes y otra con doce ramas terrestres. El desplazamiento de ambos círculos extendía el ciclo de sesenta años para contar el tiempo. El ciclo de cincuenta y dos años utilizaba dos ruedas concéntricas, una con cuatro símbolos y otra con trece, o una con trescientos días y otra con doscientos sesenta. Por otra parte, resultaba notable el hecho de que cinco jeroglíficos del calendario me-xica coincidían con los del calendario Yi: serpiente, perro, mono, tigre (jaguar) y conejo aparecían en ambos calendarios dispuestos de igual mismo modo.

Bajo aquel cielo, cuyos astros estaban guiados por el mismo calendario del Valle de Anáhuac, el pequeño ejército me-xica continuaba su epopeya hacia el Levante con la certeza de que el lugar del origen estaba cada vez más próximo. El corazón de Quetza latió con una fuerza inusitada cuando, por fin, vio las costas de aquellas tierras que muchos creían míticas, legendarias e inexistentes. Allí, frente a los ojos empañados de los mexicas, estaba el lugar del inicio, el sitio de las garzas, el punto desde donde había partido el sacerdote Tenoch: la fabulosa patria de Aztlan.