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A aquella noticia siguió el desmoronamiento clásico: taquicardia, dolor en el pecho, insomnio, una sensación agobiante de abandono, de ingratitud e injusticia, y un ansia muy vivida de recordar lo bueno, lo maravilloso perdido, enfrentada a una necesidad defensiva de desvalorizar la relación resaltando lo malo para encontrarle justificación y beneficio a la ruptura. Noches en vela, extraños dolores de estómago, más cervezas de las recomendables y pastillas para dormir recetadas por un médico de rostro amable que escuchó el relato de sus noches de insomnio sin apenas mover una ceja, como si estuviera más que acostumbrado a que todos los jóvenes de Hampstead le contaran lo mismo.

Sucedieron todas esas cosas que Gabriel había conocido a través de las novelas pero que no suponía que pudieran pasarle a él. Había leído sobre mujeres que colgaban un teléfono y a las que acto seguido les sobrevenían arcadas imperiosas, pero nunca pensó que él, un hombre hecho y derecho, un hombre racional, vomitara de pura ansiedad. Cuando pensaba que la autora se había excedido en la composición del personaje, ni siquiera sospechaba que semejante reacción física se diera en la vida real en un sujeto no particularmente neurótico, ni imaginaba que un día se vería él también con la cabeza en la cisterna.

Y entonces recordó: «Quizá sencillamente tengas que tocar el dolor y revolearte en él, y no intentar evitarlo como llevas años haciendo, no intentar disimular. Algún día te darás cuenta de lo ridículo que es intentar siempre hacer el papel del sensato, del contenido, del tranquilo. Algún día deberás dejar de hacerle creer al resto del mundo que las cosas te resbalan y que puedes con todo y más.» Eran palabras de Cordelia, su hermana. Las recordaba de memoria. Palabras de aquella carta, la última carta de Cordelia, la que le había enviado desde Aberdeen a Oxford.

Gabriel era muy joven entonces, pero ya bebía demasiado.

Nada en el mundo podía serle de tanta ayuda como el hecho de poder resguardar en un espacio interno, tranquilo y luminoso como una habitación soñada, ciertos momentos blancos -los ojos de Cordelia, el cabello de Cordelia, la rubia primigenia, el modelo original al que se parecían todas las demás mujeres rubias a las que había amado, la carta de Cordelia, las palabras que se sabía de memoria-, para detenerse a contemplarlos en los más negros.

Precisamente fue una de las últimas noches que pasó con Ada cuando se dio cuenta de qué manera ella le recordaba a sí mismo y, por ende, a Cordelia, como en un extraño juego de espejos en el que se entremezclaran realidad y memoria, deseo y evocación, presente y recuerdo. Fue en el apartamento de Gabriel. Ada le habría dado a su marido una de tantas excusas para aventurarse hasta el día siguiente. O quizá el marido estuviera de viaje. En las pocas ocasiones en las que Gabriel podía pasar una noche entera con ella, no perdía el tiempo preguntando de qué modo había conseguido reclamar el privilegio de dormir fuera sin despertar sospechas ni recelos. Habían hecho el amor varias veces, una tras otra, poseído él por una especie de fiebre que le llevaba a hundirse lentamente y sin remedio en una Ada que le sorbía y le chupaba y le besaba y le succionaba hacia su fondo de limo y algas, chupeteándola él también como a un caramelo agridulce del que no quisiera desprenderse, lamiendo en ella sus propias heridas. Gabriel había dejado abierta la puerta del armario, porque el espejo de luna del interior -que originalmente habría servido para comprobar si un traje quedaba mejor o peor o hacía arrugas- reflejaba, si se dejaba abierta, lo que sucedía en la cama. Y jugaba a mirarse de vez en cuando, a contemplarse sobre ella o debajo de ella, y aquel reflejo de los dos cuerpos entrelazados y flexibles, como un extraño animal octópodo, le excitaba cada vez más. El duplicado de sus cuerpos no era muy diáfano debido a la poca luz. Habían encendido unas cuantas velas y la imagen de la luna parecía un cuadro antiguo recubierto por la pátina del tiempo. Y, de pronto, Gabriel se vio abrazado a sí mismo, tan idénticas eran en el espejo las cuatro piernas largas y fibrosas, las dos cabezas rubias con el mismo cabello corto y alborotado por el sudor. La imagen resultaba tan violenta, tan poderosamente simbólica, tan perturbadora… Ada se parecía tanto a él como se había parecido -o aún se parecía, quizá, dondequiera que estuviese- su hermana. Ada podría haber sido su hermana, su gemela. Y Gabriel no entendía si había estado buscando en ella un signo de identidad, una satisfacción de narciso enamorado de su propio reflejo, o a la hermana que había perdido. Su cabeza funcionaba a menudo así, como una araña suicida que urdiera laboriosamente su propia trampa. Cuanto más pensaba y analizaba, más daño se hacía a sí mismo, aunque debería haber sido al revés.

Uno de sus socios, que no sabía qué mal aquejaba a Gabriel pero que había advertido su evidente deterioro físico, fue el que le aconsejó el ejercicio físico como terapia. Gabriel tenía el carnet de socio de un club deportivo, pero apenas pasaba por allí más de dos veces por semana. Tras el abandono de Ada, se impuso desde entonces una disciplina espartana, e iba a nadar cada tarde a la salida de la oficina. Fue allí, en la recepción del club, donde se reencontró con Patricia, a la que había conocido en Oxford cuando él estudiaba y ella era la novia de uno de sus compañeros de piso, Shaun, un estudiante de filosofia con el que apenas habían convivido tres meses, pues al poco tiempo los dejó para irse a vivir, precisamente, con aquella misma chica bonita y rubia con la que Gabriel se encontró en el club, una rosa inglesa de tez de porcelana y unos ojos azules tan brillantes, tan encendidos de alegría que cualquiera habría dicho que estaba encantada de cruzarse, tantos años después, con el mismo Gabriel Sinnott con el que en Oxford apenas había llegado a intercambiar una decena de frases.

– ¿Crees que deberíamos invitar a Grahame?

– Tú sabrás; es tu primo, no el mío.

– Es que he invitado a Karen, y ahora él está viviendo con otra mujer, y lo normal es que la traiga, claro, pero no sé cómo le sentará eso a ella.

– En realidad, a mí me da igual, no conozco a ninguno de los tres.

– Sí los conoces.

– Los habré visto tres veces en mi vida. Además, desde el primer momento hablamos de que queríamos una boda íntima, y ya vamos por los… ¿cien invitados?

– Más o menos… Pero aún no tenemos todas las confirmaciones.

– Esto es una locura. Además, casi todos son amigos de tu madre, es delirante.

– Gabriel, no te pongas así. Una boda es una boda, es una vez en la vida. Además, entre mi madre y yo nos estamos ocupando de todo, tampoco es tan difícil para ti.

– Precisamente, entre tu madre y tú… En mi opinión, tu madre interviene demasiado en asuntos que no son de su incumbencia.

– Mi madre me ayuda muchísimo. Pero, por favor, no empecemos ahora con la misma discusión de siempre.

Gabriel respiró hondo, y contó mentalmente hasta tres. Quería casarse, claro que quería casarse. Quería una vida normal, un hogar, unos niños. No deseaba volver a vivir la angustia de la soledad que había experimentado en la infancia, la angustia que se había repetido, tan dolorosamente, a lo largo de su relación con Ada, ese estado vergonzoso cuya curación -creía él- iniciaría el matrimonio. Se sentía extrañamente cercano a Patricia en un camino hacia una nueva cumbre de su existencia, jubiloso ante la idea de que un contrato, un papel que ciñese el amor a reglas y obligaciones mutuas, le redimiría de aquel dolor interminable, de aquella oprimente sensación de abandono e inseguridad. Amaba a Patricia, no con la pasión arrasadora, húmeda y caliente con la que había amado a Ada, sino con un sentimiento cálido, profundo y tranquilo. Amaba su tranquilidad, su amabilidad, el modo en que sus ojos azules, descansando en él mientras hablaba, le hacían sentirse envuelto en una esponjosa nube de paz doméstica. Amaba verse reflejado en aquellos ojos y encontrar allí al hombre fuerte, seguro de sí mismo, que deseaba ser y que quizá no era, pero que Patricia había construido. Amaba vaciarse del Gabriel temeroso que había sido para llenarse como por vasos comunicantes, a través de Patricia, del Gabriel fuerte que quería ser. Había imaginado muchos planes con ella, planes que se amontonaban en un futuro nebuloso: los dos hijos que tendrían, las cenas que organizarían, lo distintos que serían de otras parejas… Pero, por otra parte, le preocupaba algo más serio, una inquietud interminable, inexpresable, que apenas era capaz de formularse a sí mismo. Existía cierto temor visceral y subterráneo, tan sensible como un mareo, una extraña sensación de la que conseguía hacer caso omiso la mayor parte del tiempo. Pero, a medida que la fecha se acercaba, el estómago se le contraía secamente, sentía náuseas y vértigo: la manifestación física de un temor muy profundo a naufragar. De vez en cuando le acometían desmayos de la voluntad y la fe en sí mismo que le daban escalofríos, y pensaba que tal vez el matrimonio no tenía nada que ver con lo que de verdad él deseaba. Cuando estas ideas le sobrecogían, para vencerlas trataba de convencerse de que sólo experimentaba una forma aguda de aprensión que acabaría pasando, el clásico terror masculino al compromiso. Otras veces pensaba que todo su aparente conformismo no escondía sino un pesimismo invencible, e imaginaba que el resto de su vida viviría atrapado en un mar de hielo que lo mantendría inmóvil, y lo aceptaba así, con estoicismo o resignación.