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– Más o menos… No hablaba mucho de ti.

– Lo sé.

– No voy a preguntarte qué pasó entre vosotros…

– Ni yo te lo contaría.

– Ya, bueno… Quizá tengo que ponerte al día de lo que pasó durante esos diez años y de cómo Cordelia acabó en el grupo de Heidi. Pero lo haré cuando lleguemos a Buenavista. Te llevaré a cenar al mejor guachinche del pueblo.

– ¿Guachinche?

– Un sitio para comer.

– No tengo mucha hambre. Si te digo la verdad, no me siento capaz de probar bocado. En realidad, tengo náuseas desde que me llamaste.

– Beberemos vino, entonces.

2

HELENA

– Supongo que lo mejor es que empiece por el principio… Verás… Fue, naturalmente, la casualidad la que determinó nuestro encuentro, como toda circunstancia humana crucial. Yo llevaba trabajando dos años en el hotel Botánico y había decidido irme de allí a cuenta de una historia un poco absurda. Me había enamorado del maître del restaurante, me había ido a vivir con él y… la cosa había acabado mal, muy mal. Y, bueno, él sabía un poco de mis horarios, a qué horas entraba y salía del lobby para recoger a los grupos, así que siempre me lo acababa encontrando por allí. Empecé a agobiarme y finalmente dejé el trabajo, con muchísima pena por mi parte, porque adoraba aquel lugar. No tenía casa donde ir, para colmo, y cuando acabó aquella relación me instalé en la de una amiga, pero se trataba de una situación provisional; yo dormía en el sofá, ya sabes. Y estando en esa situación vino la casualidad en mi auxilio. Una noche conocí en un bar, a altas horas de la mañana, a un inglés que me ofreció un empleo en el preciso momento en el que más necesitada estaba de él. Se trataba de un puesto en un hotel en el sur de la isla. En realidad no es exactamente un hotel, sino más bien una especie de casa rural de lujo, nada que ver con los establecimientos turísticos que ves por aquí. Esa es una opción que no ofrecerán nunca los tour operators. Como eran pocas habitaciones, de la recepción y la administración se ocupaban el dueño y su mujer, pero ella había enfermado y él necesitaba a alguien de confianza, con experiencia, que hablara idiomas y que pudiera hacerse cargo de todo mientras su esposa estaba en el hospital. No sé por qué aquel inglés, amigo del dueño, decidió que yo le parecía digna de confianza, pero el caso es que me dieron el trabajo. Me pagaban muy, muy bien, y además me dejaban dormir allí. De hecho, estaban encantados con que durmiera en el hotel, porque así, si surgía cualquier contratiempo por las noches, siempre podía ocuparme yo. Allí solían alojarse estrellas de cine, actores, músicos, escritores, artistas, caras famosas que no querían ni rumores ni paparazzi y que buscaban sobre todo tranquilidad, descanso y discreción. Yo me había tomado la oferta como unas vacaciones más que como un trabajo propiamente dicho. Después, cuando la dueña se recuperara, no sabía qué iba a hacer con mi vida.

»Llevaba tres semanas trabajando allí cuando se registró en el hotel una pareja de ingleses muy curiosa. Al principio pensamos que eran padre e hija, pero no compartían apellido. El tendría unos cincuenta años y era un hombre realmente atractivo y elegante, aunque de mirada triste y preocupada. Ella era muy joven, parecía menor de edad pero, según su pasaporte, no lo era. Era espectacularmente guapa, el tipo de chica que hace volver cabezas a su paso. Ambos iban siempre muy bien vestidos. Durante diez días casi no salieron de la habitación, no bajaban al comedor, encargaban las comidas en el cuarto… Muy pocas veces, al atardecer o por la noche, los veíamos pasear por el jardín, sin alternar nunca con los demás. El parecía encandilado con ella, no podía apartar los ojos de la chica. Se hacían muchos arrumacos y carantoñas, tanto más llamativos porque, como bien sabes, los británicos no son muy dados a las efusiones en público, y también por la diferenda evidente de edad y la llamativa belleza de ella. Pero cuando paseaban parecía que algo les preocupara o deprimiera, ella hablaba mucho y él escuchaba cabizbajo y meditabundo, sin dejar de cogerle la mano. En alguna ocasión él bajaba solo al salón y se pasaba horas sentado en un sofá, fumando en silencio. No leía prensa ni libros, se limitaba a observar cómo las volutas de humo ascendían hacia el techo. Muchas mañanas ella se levantaba antes que él y se dedicaba a hacer largos en la piscina. Alguna vez sorprendí a una de las limpiadoras mirando embelesada cómo la chica emergía del agua y se secaba el pelo con la toalla. Porque aquella joven poseía una belleza extraordinaria pero muy terrena, no era una de esas diosas del cine que intimidan con el hechizo de la perfección. Tenía un cuerpo esbelto y elegante, bien definido y armonioso, y una piel maravillosa, dorada, nada que ver con el tono blanco lechoso que suelen tener las inglesas, que más tarde pasa a rojo pero que nunca llega a ser un verdadero bronceado.

»Yo entonces seguía trabajando en la recepción, una tarea facilísima en un establecimiento con tan pocas habitaciones y que me dejaba muchos tiempos muertos. Cuando no había nada que hacer, me entretenía leyendo. En cualquier otro hotel no me habrían permitido hacerlo por una cuestión de imagen, pero allí no les importaba, incluso creo que al contrario, al dueño le parecía de buen tono que la recepcionista leyera. Una tarde estaba enfrascada en mi libro cuando noté una presencia frente a mí y al alzar la cabeza me encontré a la inglesa. En seguida me sacó ella del error: no era inglesa, me aclaró, sino escocesa, aunque yo no le había notado el acento.

– Es cierto que habla de una manera muy particular, en un tono muy relajado -repuso Gabriel-, pero, pese a que no tuviera acento, no creo que le gustara nacía que la tomaran por inglesa…

– Por entonces yo estaba leyendo el Siddhartha de Hermann Hesse, y ella comentó que el libro le encantaba…

– Cordelia adoraba, a-do-ra-ba a Hermann Hesse. El Siddhartha, en particular, era uno de sus libros fetiche.

– Eso me dijo y, luego, nos presentamos. Me dijo que se llamaba Cordelia. «¿Te lo pusieron por El rey Lear?», le pregunté. Pareció muy sorprendida de que conociera el origen del nombre: no mucha gente lo adivinaba a la primera, me explicó. Yo le dije que me llamaba Helena por El sueño de una noche de verano. No era cierto, pero a mí me apetecía que lo fuera. Quería inventar algo que nos uniera, una señal de que estábamos predestinadas.

»Su compañero, me dijo, aún dormía en la habitación. Me contó cómo y por qué había llegado hasta allí con él. Habló de una historia de amor muy profunda que había vivido en Escocia y que le había destrozado, y de cómo, tras ella, se aferró a aquel hombre mayor con el que compartía habitación como un náufrago a una tabla de salvación; al hombre que la había acompañado a la isla, un hombre que llevaba tantos años detrás de ella…

– Sé quién es él, o estoy casi seguro, por lo que cuentas. Richard, no puede ser otro. Era amigo de mis padres, venía a visitarnos a menudo. Al principio pensé que venía animado por alguna promesa que le hubiera hecho a mi padre, no me di cuenta hasta que fue demasiado tarde de que estaba fascinado por Cordelia.

– Tu hermana me contó que no estaba enamorada de él, que nunca lo había estado, y que sabía desde el momento de iniciar la historia que ésta tenía fecha de caducidad porque, cuando ella tuviera treinta, cuarenta años, ¿querría cuidar de un viejo? Pero, según me dijo Cordelia, eso mismo lo había comentado con él, y él le decía que no importaba. Podrían casarse, él aceptaría que ella tuviera amantes de su edad, heredaría toda su fortuna cuando él muriera, podría ser una mujer rica… A Cordelia esa perspectiva la animaba poco porque ya era rica, me dijo. No inmensamente rica, no tanto como su amante, pero al cumplir los veintiuno heredaría la mitad del patrimonio de sus padres, lo suficiente como para vivir sin trabajar durante una larga temporada, quizá incluso el resto de su vida, si sabía administrarse. «No quiero volver a Escocia», me dijo, «no me queda nada allí, la persona a la que amaba más que a nadie no quiere saber nada de mí».