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– No sé si citas la frase de memoria pero hablas con la retórica típica de Cordelia.

– Pero no estaba tan equivocada. Puede que aquí no esté el alma del mundo, pero al menos aquí se han reunido muchos de sus buscadores, porque, como quizá sepas, Canarias tiene una larga tradición de brujas y, además, aquí se instalaron muchísimos hippies en los años setenta, así que siempre habrá alguien para hablarte de runas, de tarot, del I Chingo del horóscopo egipcio o maya. Esos temas que le encantaban a tu hermana.

– Lo sé.

– Además, la mujer canaria es muy supersticiosa. No es que se trate de una isla de brujas y vudú, no te equivoques, ni que te metan grisgrís entre la ropa, pero aquí hay…, no sé cómo decirte, mucha magia. La magia es algo vivo, como el mar, aquí se vive con mucha naturalidad. En cada pueblo siempre hay alguna mujer que practica brujería blanca, que no pasa de hacer predicciones y conjuros de amor, males de ojo, etc. Hay curanderas también, adivinas, pitonisas, lectoras de cartas… A tu hermana le encantaba acudir a esas señoras para que le leyeran el futuro (en esta isla son legión las mujeres mayores que se arrogan ese don), incluso si tenía que hacer cien kilómetros hasta algún pueblo perdido del interior en busca de alguna anciana de la que le hubieran hablado, y muchos de los libros que leía Cordelia trataban sobre ciencias ocultas. Cordelia tenía una capacidad enorme para creer en lo increíble. Estaba abierta, se entregaba a cualquier superchería. Pero un poco de incredulidad no le habría venido mal, le habría servido de primera línea de defensa…

– Creo que esa obsesión suya tenía mucho que ver con el deseo de ponerse en contacto con mis padres. Perderlos tan pronto no es agradable para nadie, menos para una niña tan sensible como ella.

– Lo que te digo: podía hablar de esos temas durante horas si encontraba quien la escuchara. Por las noches, muchos se quedaban escuchándola atraídos por su belleza, incluso los que no tenían el menor interés en lo que ella contaba, esperando conseguir algo si resistían con paciencia sus soflamas. Aunque pocos lo conseguían. Es cierto que Cordelia podía llegar a ser muy provocativa si quería y que, a partir de cierta hora, y sobre todo si había bebido, cada inflexión de su voz y cada uno de sus gestos se convertían en un reto incitante y prometedor, pero no parecía sentir el menor deseo de ver crecer las semillas que tan alegremente plantaba. Practicaba el flirteo como quien se mete en un juego que comienza con pequeñas insinuaciones y prosigue con apasionadas indirectas, pero casi siempre lo abortaba antes de llegar a término. El acercamiento a Cordelia no existía porque uno no podía acercarse o alejarse de ella. Había que esperar a que ella viniera a buscarte, a que ella quisiera. Creo que gozaba con la sensación de dominio, pero que, sobre todo, deseaba llamar la atención y rodearse de esa atmósfera de alegre y cálido interés que se supone que uno vive en la infancia, pero que ninguna de las dos habíamos experimentado cuando éramos pequeñas, y que ella echaba a faltar desesperadamente. Cordelia era infantil en el sentido más literal de la palabra. No parecía particularmente interesada en el sexo, ni en encontrar una historia de amor, decía que seguía pensando en aquel amor que dejó en Escocia y que le sería muy difícil o casi imposible olvidarlo, parecía obsesionada con lo que había dejado en Aberdeen.

– Como te he dicho, creo que sé de quién hablas, estuvo verdaderamente trastornada por él, en el peor sentido.

– Pero, por otra parte, se la veía verdaderamente feliz, estaba encantada con Tenerife, decía que había descubierto otra vida, incluso otra Cordelia que ella misma no conocía. «En Escocia», me decía, «me sentía completamente diferente de los que me rodeaban, y siempre imaginaba que debía de haber otro lugar con otra gente que viviera de una forma más parecida a la que yo quería vivir, que compartiera mis ideas. Durante años Aberdeen ha sido mi cárcel, mi rutina, y como no podía luchar me rendía al silencio y me reservaba el derecho a odiar en silencio a mi tirano, y de vivir de sueños».

– Nunca le gustó Aberdeen. Supongo que debió de contártelo: nos mudamos allí cuando yo tenía diez años y Cordelia seis, a casa de una hermana soltera de mi padre, después de que mis padres murieran. Nuestra tía no era una solterona clásica. Era una mujer muy adelantada para su época, profesora en la universidad. Leía mucho, iba al cine, salía, tenía muchas amigas y muy pocos amigos. De mayor me di cuenta de que era lesbiana, pero de ese tipo de temas, por entonces, no era algo que se hablara mucho. No es que fuera particularmente cariñosa con nosotros, aunque tampoco era desagradable. Pero siempre viví con la impresión de que la molestábamos, de que habíamos invadido su rutina, su vida perfectamente hecha. Por ejemplo, cada noche que salía al cine o a donde fuera, a ver a sus amigas, al pub, nos dejaba solos, a dos niños no tan pequeños ya, pero sí lo suficiente como para que ahora, con mis ojos de adulto, me resulte increíble que lo hiciera. Durante el invierno, en Aberdeen, el viento puede llegar a ser muy fuerte, y en el jardín había un árbol cuyas ramas azotaban por las noches las ventanas del piso superior. Cordelia tenía auténtico terror a quedarse sola en aquella casa, y cuando mi tía se iba, dormía conmigo. Más tarde, cuando nos hicimos adolescentes, yo no tuve demasiado problema en encajar. Estaba en el equipo de rugby, y además era el chico más alto de la clase, me hice muy popular. Cordelia también era más alta que la media, pero eso en una chica no era ninguna ventaja. Casi no tenía amigos. Odiaba a todas las chicas con las que yo salía. Se pasaba horas encerrada en su cuarto, leyendo con el alma agarrada a las letras. No era una chica sociable, y al principio me ha sorprendido cuando me has dicho que aquí lo era, pero creo que tienes razón, necesitaba un cambio de aires, alguien que la escuchara, y supongo que en una isla como ésta, en la que todo el mundo viene y va y nadie te cuelga una etiqueta, en la que nadie ha decidido desde hace años que «ésta es Cordelia, la rara, no tenemos nada de qué hablar con ella», todo es más fácil.

– A los tres años de instalarse aquí, Cordelia conoció a un hombre, inglés también, que tenía un programa de radio en una de las muchas emisoras de habla inglesa de la isla, programa que mantenía por amor al arte, porque ni él necesitaba el dinero ni tampoco creo que le pagaran mucho. Se trataba de un tipo muy parecido a aquel hombre con el que tu hermana llegó a la isla.

– ¿Te refieres a Richard?

– Sí, se parecía a Richard. Frisaba la cincuentena, era atractivo, rico, educado, tranquilo. Rubio, de ojos azules y algo acuosos que reflejaban la mirada de alguien que ha vivido mucho mundo y que ha aprendido a observar con distancia, sin rastro de ironía o soberbia. Creo que aquella cortés benevolencia fue la que cautivó a Cordelia. Para entonces, ella va no trabajaba, había heredado y no sé muy bien cómo se había dispuesto la cosa, pero recibía una asignación mensual desde Escocia.

– Sí -confirmó Gabriel-, tenía un gestor que invertía su dinero, que era, precisamente, el mismo Richard. Ella confiaba a ciegas en él, sabía que la amaba y que no la engañaría.