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En los días siguientes el dolor creció y se apoderó de mí, atacando nuevas zonas de mi organismo y avanzando con el arrojo de un descubridor. Empezaron a hormiguearme los brazos y las piernas y a dolerme la cabeza. Me sentía cada vez más cansada, pasaba la mayor parte del tiempo semiinconsciente, en un estado difuso entre el sueño y la vigilia. Todo mi cuerpo parecía haberse rendido de pronto como tras una larga marcha, y empecé a presentir que la muerte se acercaba. Y de pronto percibí una energía que irradiaba desde algún punto dentro de la casa. La señal tenía mucha fuerza, era estridente, quemaba, desde alguna emisora que enviaba un mensaje de odio y destrucción hacia mi cuerpo, cuyas ondas fluían y se esparcían con implacable uniformidad. Era una fuerza femenina, lo sentía, su aura era tan inconfundible como la diferencia que existe entre la suavidad y el tacto de la mejilla de una mujer en comparación con la de un hombre. Y entonces lo supe. No estaba enferma: estaba envenenada. Ulrike, probablemente en connivencia con alguna de las cocineras, había puesto algo en mi comida, y más tarde en las tisanas que me daba. Una parte de mí me decía que aquellas ideas no eran más que imaginaciones, e intentaba buscar en mi interior fervor, convicción, acendrada fe, pero la voluntad no me obedecía y dejaba al pensamiento obsesionarse con las sospechas que me asediaban. La devoción antigua se desvaneció, la fe se desmoronaba, las protestas y las censuras llegaban en tropel. Algo dentro de mí se rebelaba y se revelaba, y amenazaba con estallar.

«Si muero -pensaba-, me arrojarán al mar como hicieron con Willem. Nadie sentirá mi partida, no me llorarán. No derramarán lágrimas por mí, como yo no las derramé por él. No habrá autopsia, nadie sabrá nunca cuál fue el compuesto que envenenó mi organismo. Si algún día el cadáver llegara a tierra, habría pasado tanto tiempo que sería imposible determinar la causa de la muerte. No estamos en Miami, aquí no hay CSI, éste es el crimen perfecto.»Sabía que no podía plantearle a Heidi mis sospechas, no las creería jamás. Además, me temía que, si había de elegir entre nosotras dos, me sacrificaría a mí antes que a Ulrike. Yo no había sido sino un mero recipiente para gestar al heredero, recipientes podían encontrarse muchos. En cambio, Ulrike era indispensable, estaba unida a ella por una intrincada red de secretos y confidencias tejida alrededor de más de veinte años.

Entonces mi mente y mi cuerpo comprendieron que tenían que hacer lo imposible por salvarse y, como el soldado herido que en el último instante advierte que no puede cerrar los ojos porque aún no está decidida la batalla, saqué fuerzas de flaqueza y me rehíce. La disciplina actuó dentro de mí como una corriente eléctrica que revive un cuerpo muerto. Algo superior parecía dominarme, como si actuara movida por hilos invisibles. Mi instinto de supervivencia tenía más fuerza que mi organismo, más fuerza que mi enfermedad, más fuerza que cualquiera que fuera el veneno que Ulrike me estaba suministrando. Me agarraba a la vida como se agarra a un tablón un náufrago cansado de nadar contra el oleaje de la muerte oscura y amarga.

En el estado en el que me hallaba, ni siquiera podía soñar con escapar de allí. Desde la casa a la puerta de entrada había más de media hora de camino a pie, y no había forma de hacerse con un coche, porque Ulrike tenía las llaves de todos. Además, incluso si consiguiera llegar allí, no conseguiría saltar la altísima valla.

Sabía también que Heidi no permitiría que nadie me viera en semejante estado, porque de ser así me llevarían inmediatamente a un hospital y sobre ella podrían pesar cargos de imprudencia o de omisión de socorro.

Entonces rogué que viniera. Hice acopio de todos mis encantos. Recurrí a todas las frases cariñosas, a las más suaves inflexiones de voz, a los nombres que sólo utilizábamos en privado. Empleé con arte de maestra la dulzura, el mimo, la elocuencia y las caricias. Le dije que quería ir a contemplar la puesta de sol a nuestra cala secreta, que sentía que allí encontraría la energía necesaria para reponerme de mi enfermedad, que quería que ella me tornara de la mano y nos concentráramos las dos en mi curación. Me comporté como una actriz consumada y Heidi no sospechó nada.

Muy cerca de la garita de entrada había, y hay, una gasolinera. Se detuvo para repostar combustible como hacía siempre que íbamos a la cala. Le dije que necesitaba agua y que cogía dinero de su billetero para comprarla, que después iría al cuarto de baño. Ella no reparó en que saqué todos los billetes que había en la cartera. Estuve tan cariñosa que no sospechó absolutamente nada, creo. Fui al cuarto de baño y vomité una vez más. Después salí. Heidi, ocupada en llenar el depósito, no se dio cuenta de que me dirigía a un coche que se preparaba para marchar. Le pedí que me llevara. El conductor, sorprendido ante la visión de aquella joven esquelética, podría haberme tomado por una yonqui y no permitirme subir. Contaba con eso. Si no lo hacía, pensaba ponerme a gritar en la gasolinera y negarme a entrar de nuevo en el coche de Heidi. Nadie podría forzarme a hacerlo. Pero el conductor del coche fue muy amable. Creo que, pese a la enfermedad, aún era lo suficientemente atractiva como para conmover a un cincuentón. En cualquier caso, se trató de una casualidad mágica. La gasolinera no está tan frecuentada. Fue un milagro que hubiera otro coche, fue un milagro que me aceptara sin reparos. Fue un milagro que yo sobreviviera. Creo que tengo embajadores en lo Invisible, que Martin y mi madre intercedieron por mí.

En el camino le conté al conductor lo que me había sucedido. Le dije que había ingresado en una secta (era la primera vez desde que conocí a Heidi que calificaba al grupo por su verdadero nombre), que estaba enferma, desnutrida, que necesitaba urgentemente un hospital. La casualidad o la providencia estaban de mi lado, o quizá Martin y mi madre me ayudaban desde lo oscuro, porque la hermana de aquel hombre había vivido una historia parecida, en Los Niños de Dios, de modo que él creyó mi historia inmediatamente y entendió de lo que yo le estaba hablando. Me llevó al Hospital Universitario de La Laguna, no tardamos ni diez minutos en llegar. Ingresé en urgencias. Nunca hasta entonces había agradecido tanto residir en un país que contaba con seguridad social y que acogía en los hospitales a cualquier enfermo, incluso si llegaba sin papeles.

Estuve dos días sedada, con morfina y gotero.

Al tercer día, un médico muy amable entró en la habitación y me explicó que había sufrido una amebiasis aguda, lo que antaño se llamaba disentería, y que si no me hubieran tratado en el hospital, muy probablemente habría muerto. Los doctores atribuyeron el origen de mi enfermedad a las deficientes condiciones higiénicas del grupo, pero yo sabía que se equivocaban. En la casa reinaban un orden y una pulcritud extremos y glaciales, en el espacio y en el tiempo. Se respetaban tanto los horarios como las rutinas y la colocación de las cosas. Creo que Ulrike y las cocineras habían mezclado heces en mi comida. Nadie se planteó llamar a la policía, la amebiasis es una enfermedad grave pero relativamente corriente. Me dieron el alta y me rogaron que volviera al hospital con mi documentación para hacer los trámites necesarios.

Me vi en la calle y me sentí otra mujer. Observé el tráfico, la gente, con una parcela de razón recuperada, la misma con la que acogí gozosa el retorno a la vida. Era como respirar aire puro, sentir de nuevo la tierra bajo los pies, salir de aquel caos doloroso que había sido el hechizo de Heidi y volver a la evidencia de la lógica, el orden y la consistencia del mundo visible.

Sopesé volver a Punta Teno pero no me atreví. Tenía miedo de Heidi y Ulrike. Pensé que el primer lugar al que irían a buscarme sería a mi casa. Estaba convencida, y sigo estándolo, de que Ulrike había intentado asesinarme y temía…, no sé qué temía, que me acosasen, que me hicieran la vida imposible, que te la hicieran a ti, Helena. Pero había algo que me daba más miedo aún: que Heidi volviera a seducirme con su hechizo, que me convenciera de que toda la historia había sido producto de mi imaginación, que nadie había intentado envenenarme, que sólo había sufrido una intoxicación alimentaria, que me esperaban, que me necesitaban tener para concebir al heredero, al Conductor, que no podían vivir sin mí. Heidi era muy magnética, irradiaba un aura especial, poseía una capacidad de convicción sobrenatural, y a mí me daba pánico, me aterraba más que nada en el mundo, la posibilidad muy real de que volviera a atraerme hacia su órbita con sus palabras de azúcar y su mirada de serpiente, no estaba preparada para volver a saber nada de ella. Pero tampoco estaba preparada para regresar a Punta Teno como si nada hubiera pasado.