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No se trataba de algo estricta mente físico, si es en lo que estás pensando. Por eso me resultaba tan fácil compartirla, porque yo había tenido acceso a un nivel mucho más allá de lo físico, del mero contacto entre cuerpos. Cordelia tenía, y tiene, una especie de jaula mental en la que se encerraba cuando se sentía amenazada. (La jaula aún existe, pero no está tan blindada como antes.) Ella podía salir de la jaula, pero nunca dejaba a nadie entrar en ella. Se ponía muy nerviosa cuando alguien intentaba invadir lo más secreto de su intimidad, cuando alguien intentaba forzar el candado. Nunca me contó lo que había pasado entre vosotros, por ejemplo, por qué no os habíais hablado en diez años, ni tampoco me habló jamás de aquel primer amor de adolescencia en Aberdeen. Como no hablaba de la muerte de sus padres, ni de su tía. Yo no le pedí nunca que me hablara de algo que no estuviera dispuesta a compartir. Su silencio era su fuerza. Si yo pretendía amarla en la única manera en la que ella podía ser amada, era preciso no cruzar la línea fronteriza. En ese sentido, era y es muy reservada. Lo más curioso es que poseía y posee unos dones sociales muy desarrollados, y era y es una verdadera maestra en el arte de atraer a la gente como moscas a la miel de su encanto y su belleza. Pero sólo permitía que accedieran hasta cierto nivel, no más allá. Esa peculiar manera de ser escondía una dificultad para contactar con los demás a un nivel muy profundo. Por miedo. Miedo a la intrusión y a la invasión, al dolor, una desconfianza radical ante el mundo y ante los seres humanos y una negativa absoluta a dejarse controlar o poseer. La única persona que podía tenerla -pensaba yo, ingenua de mí- era yo, precisamente porque nunca intenté arrogarme ningún derecho de propiedad. No conté con la aparición de Heidi, que era mucho más hábil y que supo venderle una promesa mucho más atractiva. Le ofrecía el calor de una madre, pero no de una madre terrena, sino de la madre universal, de una diosa.

Ya te he dicho que me acosté contigo cuando la creí muerta en un intento desesperado por revivirla, pero no fue sólo por eso. Gabriel, no quiero que pienses que te utilicé. Amaba y arno a tu hermana, pero eso no me impidió amarte a ti; es más, te amé y te amo a ti porque amaba a tu hermana, he amado todo lo que de ella hay en ti, e incluso he llegado a amaren ti cualidades que ella no tiene. Creo que las personas complejas vivimos historias complejas y que somos capaces de amar en muchas dimensiones. Yo entendí esto de la misma manera que Martin lo entendió, así que, como ves, los rumores tenían su fundamento, pero lo que vivimos no tenía nada que ver con la historia de un donjuán otoñal y decadente que se agencia a dos jovencitas para que le animen la vida, sino con tres personas independientes, libres y respetuosas que habían decidido convivir bajo un mismo techo y compartir cierto trecho del camino de sus vidas. El sexo era lo menos importante de nuestro pacto, lo sustancial era lo mágico, el luminoso punto de contacto, el vértice imposible que habíamos encontrado entre la amistad, el deseo y el amor. De una manera indecisa y singular, la personalidad de Cordelia nos había sugerido un modo completamente nuevo de expresión del amor. Veíamos las cosas de modo diferente, las pensábamos de modo diferente.

Cuando recibí tu carta hablando de la cancelación de tu boda, por supuesto entendí que yo tenía algo que ver en todo aquello. Pero ¿qué esperabas, Gabriel? ¿Volver a Canarias y empezar una vida conmigo"? Es cierto que ya no mantengo con tu hermana la misma relación que entonces. Ella no podía volver a mí tras lo que había pasado con Heidi, por supuesto, pero aun así el vínculo que nos une sigue vivo. No me imagino iniciando ahora una historia con el hermano de Cordelia, no puedo. No, al menos, el tipo de historia que creo que tú quieres vivir.

He vuelto a Puerto de la Cruz. De momento trabajo en un hotel, pero estoy pensando en ir a Barcelona con Cordelia y estudiar traducción e interpretación, no quiero ser camarera toda mi vida. Tú me convenciste de ello. De momento, creo que ella necesita estar sola una temporada. Yo también necesito estar un tiempo sin ella. Pero seguimos siendo hermanas, siempre lo seremos. Y yo siempre seré tu amiga si sabes aceptar lo que puedo dar.

Pe envío muchos besos y los mejores deseos desde Tenerife,

Helena

17

EL SECRETO DE GABRIEL

Mi muy querida Cordelia, mi hermana, mi amor, mi némesis:

Te escribo por fin la carta que debería haberte escrito hace diez años. La respuesta a las dos cartas que tú me enviaste y que nunca respondí. La explicación que reclamabas, las disculpas que te debía.

Realmente, no sé por dónde empezar.

Por el principio, por supuesto.

Tenía cuatro años cuando naciste, y aún recuerdo cuando mamá llegó del hospital, lo feliz que estaba papá. Yo también lo estaba. Eras muy pequeña, y olías bien, como todos los bebés. Mamá me dejaba ayudar a cuidarte. Traía los pañales, el talco, esas cosas, y me sentía útil y muy ufano. Realmente pensaba que mi mamá me necesitaba para cambiarte, que no podría hacerlo sin mí. Incluso, alguna vez, te di el biberón, convenientemente vigilado, supongo. Después de a mamá, yo fui, la primera persona a la que sonreíste, antes incluso que a papá. Mamá solía repetírmelo para hacerme sentir querido e importante, y yo me esponjaba de orgullo.

Cuando te hiciste un poco más mayor… ¿qué imágenes conservo? Mientras mamá compraba en la tienda, yo me quedaba agarrando muy fuerte el cochecito, pensando que así te protegía. Cuando el cochecito se quedó pequeño, te tomaba de la mano y nos íbamos a mirar las máquinas que había delante de la tienda. Dentro había bolas de plástico con premios. Para conseguir uno había que meter una moneda en la máquina. Yo decía los premios que me gustaría que salieran si tuviéramos dinero, y tú, que casi no sabías hablar, siempre elegías lo mismo que yo.

Cuando te fuiste haciendo mayor, todos estaban impresionados contigo. A los tres años hablabas tan bien como si tuvieras cinco y sabías montar unos rompecabezas de madera que me habían regalado a mí y no a ti. Además, siempre fuiste muy alta, y no parecías tan pequeña, tanto que en tu primer día de escuela -fui yo el que te enseñó cómo funcionaba todo y el que te acompañó a clase de primero- la maestra dijo: «Pero qué alta es… ¿De verdad sólo tiene cinco años?», y tú respondiste: «¡El año que viene cumpliré seis!», como si trataras de ayudar. Siempre fuiste buena estudiante. En tercero te hicieron monitora de lectura avanzada, ¿recuerdas? Eras una niña tranquila y aplicada. En el colegio pensaban que eras feliz. No lo eras.

No lo éramos ni tú ni yo. Oíamos discusiones todas las noches, todas, en el cuarto de nuestros padres. Discusiones pronunciadas en susurros pero claramente audibles. Casi nunca entendíamos bien las palabras que se decían pero captábamos el tono, la cólera, e imaginábamos el contenido: ira, celos, frustración, recriminaciones, reproches, amenazas. Una noche de tantas, nuestros padres salieron a una fiesta. La chica que venía a cuidarnos en ocasiones como aquéllas nos hizo la cena y vio la tele un rato con nosotros. En mitad de la noche sonó el teléfono. Me desperté. Oí un grito agudo. No me atreví a bajar. Luego conversaciones, gente que vino a casa. Nuestros padres no regresaron nunca.