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No recuerdo aquella Navidad. Sé que tuve que volver a casa, sé que tuve que pasarla contigo. Pero sé que desde que me fui a Oxford cambiaste. Te convertiste en una figura hosca y distante, retraída y desdeñosa. Vestías de negro de pies a cabeza y pasabas horas encerrada en tu cuarto leyendo libros, escuchando música y dibujando marídalas. Te comías las uñas, apenas comías nada más, tenías los ojos permanentemente rodeados de un ligero tinte oscuro y estabas en los huesos. Caminabas encorvada como si quisieras ocultar esos pechos nacientes, casi inexistentes, o como si la vida te pesara tanto que una fuerza imparable tirara de ti hacia abajo, hacia algún abismo invisible para todos aquellos que no leíamos a Shelley y no escuchábamos a Joy Division. Ya no tenías amigos, las calificaciones escolares eran pésimas, tu voz había cambiado. A las mamás no les gustabas y a los papás quizá les gustabas demasiado, aunque ninguno lo reconocería. Cultivabas la habilidad de sustraerte del mundo con un simple pestañeo: si te hablábamos, mirabas con atención, y al instante siguiente ya estabas en cualquier otra parte. Hacías caso omiso de nosotros, como si tuvieras el poder de agitar una varita mágica invisible que nos hiciera desaparecer. Parecías actuar bajo el influjo de una preocupación tan invasora como para que te distanciara de ti misma, te faltaba algo para estar ahí. Dabas la impresión de soportar con sosegado fastidio a una persona -tu cascara, tu disfraz- a la que debías parecerte, pero de la que te olvidabas a la menor ocasión. Tía Pam decía que no debía sorprenderme, que ése era un comportamiento propio de tu edad, lo atribuía todo a las hormonas, no se preocupaba por intentar entenderte, no te preguntaba. Yo tampoco.

¿Cómo pude ser tan ignorante, tan insensible, tan ciego, tan increíblemente despreocupado? Pero sin esa ignorancia, sin esa despreocupación ¿cómo podría haber avanzado o, incluso, sobrevivido? Tenía que concentrarme en seguir hacia adelante. Como un funámbulo que camina sol/re la cuerda floja, no podía permitirme mirar hacia abajo ni a los lados por miedo a resbalar. Necesitaba no asumir o entender lo que pasaba, no sé si puedes entenderlo ahora, no sé si puedes perdonarme.

Cuatro años más tarde recibí tu última carta.

Y de súbito mi propio amor y mi deseo, el paraíso perdido de felicidad juvenil que había recluido en la fortaleza de la memoria, volvió a mí en la forma de tu escritura.

Estabas en Canarias, te quedabas a vivir allí. Richard -que era con quien habías llegado a la isla, per o al que habías abandonado en un hotel de lujo, según me enteré más tarde- se haría cargo de la gestión de tu herencia y tu patrimonio, todo estaba acordado (¿cómo te pudo perdonar la huida'?, me pregunto a veces, ¿o es que quizá se sintió secretamente aliviado de que le aligeraras del pesado fardo de cargar con una jovencita neurótica y voluble, una historia que podía ser muy interesante al principio pero que tenía la fecha de caducidad impresa y que, como los mensajes de las películas, estaba condenada a la autodestrucción?). No querías volver a Aberdeen y no querías volver a verme: necesitabas olvidarme a mí, Escocia, a la tía Pam, dejar atrás tu infelicidad. Me hablabas de nuestro amor y de mi abandono como lo haría una amante despechada.

Porque eso es lo que eras, una amante despechada.

Se trata de una historia tanto tiempo negada, pero tan definitoria de mí mismo como el recorrido de mi sangre. ¿Quién en el mundo se iba a interponer entre tú y yo si no ha habido un alma en todo este tiempo a la que pudiera contarle lo que pasó entre nosotros? No ha servido de nada que cerrase los ojos a la realidad, de alguna manera allí estabas tú, entre el párpado y el globo ocular.

Verás, Cordelia, siempre supe lo que había pasado, y, a la vez, no lo supe. Tu recuerdo era presente y molesto, como las evoluciones de un mosquito al que uno no consigue espantar por mucho que lo intente, pero mi obstinada desmemoria se negaba a proporcionarme la clave de aquel misterio oscuro. Pienso que lo que nos unió fue que lo nuestro fuera imposible. Tú siempre deseaste lo inalcanzable, ¿no es cierto? Quizá precisamente porque no podía ser, fue. Fue porque de aquella manera sentíamos más intensidad en el deseo, en el amor, en la seguridad misma de que la rutina y la costumbre nunca asesinarían nuestra historia. Desearte, amarte, fue un suicidio emocional, una adicción de vértigo a una rara y exquisita droga humana a la que me fui enganchando en pequeñas dosis y en viajes de diferente placer, pero de la que huí porque sabía que podía ser letal.

Desde luego, sé que durante años tuvimos un asunto, pero no sé cuándo empezó. La memoria rememora de forma imperfecta, la impresión es borrosa, sujeta a la adición y la sustracción de escenas dictadas por anhelos y egoísmos, por no hablar de los deseos, lagunas y retrocesos que transforman cualquier intento de rememoración en horas de soñar despierto. Me exprimo la cabeza intentando recordar y de verdad no lo consigo. Sé que yo tenía al menos dieciséis años, porque recuerdo que u n compañero de mi clase dijo que estaba enamorado de ti y yo me sentí muy celoso, traicionado, emborrachado de una mezcla de indignación y lástima de mí mismo, y tanto más agudo era mi, dolor cuanto que no podía reconocer que lo sentía. Mi primer impulso fue descargar el puño contra la cabeza de aquel idiota, pero me contuve por multitud de consideraciones. Recuerdo también que una vez te cruzaste conmigo por Princess Street y yo iba de la mano con Vicky Chase, aquella medio novia que tuve, una morena pequeñita, seguro que la recuerdas, y recuerdo tu mirada de odio, clavada en nosotros dos, ajena por completo a la sospecha que podía despertar tu ceño, tus pupilas dilatadas y fijas, todo lo que delataba a gritos tu pasión, tu indignación de esposa ultrajada. Recuerdo perfectamente que nos besamos en el parque que hay detrás del cementerio que está cerca de la universidad una mañana de verano, cerca del río. Hacía un calor excesivo y la humedad nos envolvía en una niebla invisible, la luz como de mantequilla fundida y bajo nosotros la hierba, besándonos abrazados. Los mosquitos te cubrieron el cuerpo de picaduras pero a mí ni me tocaron. Y entre los destellos de recuerdo que llegan atropelladamente, que toman vida y respiran en un universo abierto, uno, sobre todo uno, se ve con mucha más claridad que los demás y llega para acosarme y retenerme: una escena que no se me va a borrar nunca. Estábamos viendo la televisión, en el sofá del salón. Tía Pam no estaba, habría salido con cualquiera de sus in numerables amigas. Tú llevabas una falda corta, roja y azul. No sé cómo empezó todo. Sólo recuerdo que me masturbaste, el chorro de semen blanco destellando sobre los colores brillantes de tu falda. Saliste corriendo hacia el piso de arriba. Estoy casi seguro de que era la primera vez en tu vida que veías una eyaculación. Sé que era la primera vez en la vida que a mí me masturbaba una mujer.

Pero no recuerdo nada más, Cordelia. He sepultado los recuerdos en la ignorancia, en la lenta, cotidiana, glaciación del pasado. Sé, que aquélla era una historia larga, sé que volvía una y otra vez a ti, tú misma lo dijiste y yo lo sé, pero no recuerdo nada. Hace poco vi una película israelí que trataba de un ex soldado que iba entrevistando uno por uno a todos sus compañeros de regimiento para reconstruir el año en el que estuvo combatiendo en la guerra contra el Líbano. El soldado sabe que estuvo en esa guerra, pero apenas conserva recuerdos. Sus amigos le cuentan que ha presenciado las matanzas de Sabra y Chatila, que él estuvo allí, le enseñan fotografías incluso, pero no recuerda nada. Cordelia, créeme si te digo que yo tampoco recuerdo. ¿Llegamos a hacer el amor alguna vez? ¿O fue aquella masturbación el cénit de nuestra historia? Tu caria era tan ambigua, Cordelia, que soy incapaz de responder.