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– El hombre del que te hablo, Martin, andaba por los cincuenta años, y al parecer había hecho inversiones inmobiliarias en Manchester en su juventud y se había hecho razonablemente rico. Tenía un pequeño apartamento en el Puerto, pero su casa estaba hacia Tacoronte, por la playa de los Patos, en una loma que divide las dos playas, sobre un acantilado. Una casa realmente espectacular, con una piscina enorme y vistas al mar. Nos invitó a vivir allí a las dos porque Cordelia insistía en que no se iba a separar de mí bajo ninguna circunstancia. Sé que resulta raro de explicar, pero ella dependía enfermizamente de mí, no tenía ninguna otra amiga íntima en la isla, ni siquiera, diría yo, en el mundo, y me había colocado en el papel de la hermana. Habíamos hecho un pacto: nunca nos separaríamos. Martin estaba tan enamorado que aceptó el acuerdo, y supongo que yo quería tanto a Cordelia que tampoco vi nada raro en trasladarme con ellos clos a la casa de Tacoronte. Comprende que yo nunca, hasta entonces, en ninguna relación humana, había experimentado la extraña proximidad que me unía a Cordelia. Sentía que ella, de alguna manera, me revelaba el sentido oculto de la existencia, que todo lo que nos sucedía adquiría un sentido peculiar en sus palabras, que necesitaba de ella para explicarme a mí misma, para verme. Además, nuestro apartamento no era gran cosa, y la casa de Martin era muy cómoda: enormes habitaciones blancas, suelos inmaculados de madera caldeada por el sol, el aire fresco del cuidadísimo jardín que entraba por las ventanas abiertas transportando sal y yodo desde el mar… La casa estaba situada sobre un acantilado y, desde el ventanal, el mar resultaba mucho mayor que visto desde la playa, más pacífico, más solemne, profundo y terso, como si se moviera al ritmo de una canción sublime, de secretas vibraciones sonoras. Muchas tardes, cuando contemplaba la puesta del sol, no me creía la suerte que tenía de poder disfrutar de aquel momento mágico, sin patetismo rimbombante ni sentimentalismo chillón. Me sentía una con aquel mar, de un verde efervescente y oscuro, que guardaba tantos secretos en su fondo, que descubría rocas si bajaba la marea, que arrastraba despojos silenciosos, que hilaba bajo el sol su tejido flotante de algas y de redes y de conchas. Prestaba atención a su rumor secreto y escuchaba crecer sus peces y sus plantas.

»Era un lugar maravilloso, y al principio fuimos muy felices los tres, en solidaridad cálida y franca. Yo sentía correr por mis venas el flujo del placer más noble y desinteresado, me sentía feliz sólo porque Cordelia lo era. Al principio. Pero, con el tiempo, algo empezó a oler a podrido en nuestro pequeño paraíso.

»Hasta que conocimos a Martin, ni Cordelia ni yo habíamos consumido drogas en serio. No te digo que alguna vez no aceptáramos una calada a un porro si nos lo pasaban o esnifáramos una raya esporádica, pero jamás consumíamos en casa ni comprábamos. Con Martin, todo cambió. El fumaba porros como otros fuman cigarrillos. Se levantaba con uno y a lo largo del día iba fumando más y más. Y, por la noche, cuando salía, bebía mucho y se metía mucha coca. También pastillas de cuando en cuando. Todo ese consumo no parecía afectarle mucho, aunque lo cierto es que, al no haberle conocido en otras circunstancias, no podíamos saber cómo habría sido si no consumiese. En fin, resultó inevitable que empezáramos a seguirle el juego. Yo no me metía tanto, porque a mí las drogas siempre me han dado igual, nunca me han llamado gran cosa la atención, pero tu hermana se sumó a los hábitos de Martin con devoción de conversa. Y, como sabes, Cordelia tenía una vena depresiva muy fuerte. Bueno, supongo que es lo normal en alguien que se ha quedado huérfana tan pequeña. El caso es que para un depresivo lo menos aconsejable del mundo es consumir drogas. La cocaína da unos bajones tremendos, doy por hecho que estarás al corriente, bueno, al menos ésa es la explicación que yo encuentro ahora, porque no puedo encontrar otra a semejante cambio de actitud, y entonces, desde luego, no encontraba ninguna. Cuando Cordelia salía de fiesta era todo ebullición y torbellino, alegría hirviente, pero cuando se levantaba al día siguiente te la podías encontrar en la piscina hecha un mar de lágrimas, doblándose entre unos sollozos que le partían el pecho. Apareció de pronto una Cordelia que yo desconocía, una Cordelia lúgubre y oscura que vivía encenagada en una especie de marea negra que la iba envolviendo y que amenazaba con ahogarla del todo. Una Cordelia que, de pronto y sin venir a cuento, podía encerrarse durante horas en su cuarto, con las persianas echadas, pretextando que le dolía mucho la cabeza.

– Me estás hablando de la Cordelia que yo he conocido; mi hermana puede ser muy depresiva, muy intensa.

– Intensa. Esa es la palabra. Martin no podía entender lo que pasaba. Yo tampoco, pero yo la conocía un poco más y me imaginaba las razones. El estaba verdaderamente loco por ella, y verla en ese estado le desesperaba. Lo único que Martin sabía hacer, en lugar de acercarse a ella e intentar ayudarla, era fumar cada vez más e intentar anestesiarse con más drogas. El problema es que él era demasiado inglés, demasiado contenido, timorato, dando vueltas de puntillas alrededor de Cordelia, murmurando, susurrando, aplazando, cediendo, pero sin confrontarla nunca, mientras la distancia oscura y profunda que le separaba de ella se iba agrandando cada vez más. Los dos se iban encerrando en sus respectivas soledades y apartándose el uno del otro, y yo me sentía una espectadora pasiva e impotente, incapaz de aportar una solución, atrapada en la presión del sentido común que me decía que aquello no podía llevar a nada bueno y aplastada por el fardo de mi ignorancia en ciertos temas. Intentaba hablar con Cordelia y ella siempre me hablaba de lo mismo, de la soledad de su infancia y adolescencia, de aquella historia de amor no correspondido, de una especie de vacío profundo que sentía dentro y que no sabía cómo llenar, de una vida sin alicientes, negra en lo pasado, negra en lo porvenir, inútil.

»Pero tampoco creas que todo era tan horrible. En realidad vivíamos instalados en una especie de subeybaja emocional. A veces salíamos los tres juntos hasta el amanecer. Martin nos llevaba a los mejores restaurantes del Puerto y Cordelia volvía a ser la chica expansiva de siempre, parecía completamente olvidada de tristezas y depresiones pero, por supuesto, al día siguiente descendía de nuevo a sus infiernos particulares. Yo intentaba convencer a tu hermana de que teníamos que cambiar de estilo de vida, y ella parecía hacerme mucho caso, escuchaba atentamente las palabras como si bebiera de mi boca, pero al final acababa siempre siguiendo a Martin como un corderito, y apoyando cualquier plan que él propusiera. A mí me daba la impresión de que estábamos sentados sobre un volcán que no estaba dormido, o dentro de un mecanismo de relojería que podía estallar en cualquier momento, pero no podía prever cómo o cuándo explotaría o estallaría, y entretanto me dejaba llevar, sin más. Ni Cordelia ni yo trabajábamos ya, entre el dinero de Martin y el suyo nos daba de sobra para vivir. Yo a veces hablaba de buscarme un trabajo porque no me gustaba depender de ellos, pero Cordelia insistía en que aquello era una tontería, que el trabajo no dignificaba, sino que embrutecía, que al menos dejara pasar el verano y, más tarde, que dejara pasar el invierno, y luego el siguiente verano… Y así se nos escaparon entre los dedos dos años huecos de días, viviendo unas vacaciones eternas: daiquiris en la piscina, larguísimas siestas, ver películas por las noches, salir a restaurantes, fumar, beber, esnifar… Supongo que te estarás preguntando si había algo más entre los tres, porque todo el mundo se lo preguntaba en la isla. Nos habíamos resignado a que hablaran de nosotros, lo soportábamos con estoicismo, con dignidad, e incluso con cierto orgullo porque sabíamos que, de no haber sido nosotras dos tan llamativas y Martin tan rico, nadie habría perdido el tiempo en cotorrear sobre nosotros tres. Sí, había algo, un círculo secreto que nos encerraba dentro de una amistad incomprensible a ojos ajenos, pero ni yo sentía nada profundo por Martin ni Martin por mí, el centro de todo era Cordelia y los dos lo sabíamos, y ése era un acuerdo sobreentendido del que nunca hablábamos.