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Le expliqué que había dado casualmente con la combinación de la caja fuerte. Le expliqué que la clave había resultado ser una fecha, 29-11-90, y me preguntaba si ella sabría el porqué de esa fecha. Tal vez ese día ocurrió algo importante en la familia.

Ella ejercitó la memoria durante algunos segundos.

– No tengo ni la menor idea. ¿Por qué te interesa tanto saberlo?

– Simple curiosidad.

– Ah.

Mi respuesta no le pareció muy satisfactoria.

– ¿No crees que sea importante? -inquirí.

– Puede ser, no sé. Ya no importa.

Quedamos callados, cada uno ocupado en sus propios pensamientos: yo. Comencé a torturar mi mente para encontrar algo que decir. Ella me allanó el camino.

– ¿Te preocupa eso?

Me miraba con incipiente curiosidad. Lo que sabemos de los otros lo sabemos por otros. Lo que ella sabía o creía saber de mí procedía de una fuente adversa: su madre. Una madre que nunca aprobó nuestra relación, a la que nunca le caí en gracia. Hubiera bastado con que Elena fuera feliz a mi lado, supongo. Tal vez Susana se estaba preguntando si yo era tan mezquino como me habían pintado.

– Hablando de fechas, ¿cuál es tu fecha de nacimiento?

Se la dije.

– Virgo, claro -repuso.

– Claro… ¿qué?

– Es típico de Virgo -dijo-. Sois puntillosos y obsesivos con los detalles sin importancia. Yo soy Tauro. Soy terrible para las fechas.

Aprovechando que la taxonomía astral parecía haber devuelto el orden a la situación y justificado mi extraño proceder, cruzó las piernas y se relajó un poco.

– En ese caso -bromeé-, si a partir de ahora te olvidas de felicitarme por mi cumpleaños, no lo tendré en cuenta.

– Mi madre te envía saludos cordiales.

– ¿Lo dices en serio?

– No, claro. -Sonrió.

Le pregunté qué tal le iban los estudios.

– Bien, un poco agobiada. Mi novio y yo hemos alquilado un piso en Bravo Murillo. Y tú, ¿conseguiste el trabajo en Nueva York?

– ¿Qué trabajo? -me sobresalté.

– Algo sobre los átomos, ¿no?

Eso no encajaba. Le había dicho a Elena que mi viaje obedecía a una reunión rutinaria de trabajo.

– ¿Cómo sabes tú eso?

– Nos lo contó Elena. Nos dijo que pensabas trasladarte a Nueva York si conseguías no sé qué puesto. Estaba hecha polvo.

Me quedé fulminado. No podía explicarme cómo había llegado a Elena esa información. Durante unos segundos me invadió una penosa sensación de irrealidad. No tenía ninguna lógica. Estaba completamente seguro de que por mí no lo había averiguado. Entonces, ¿cómo lo sabía?

Estaba mudo, pálido, y Susana leyó en mi reacción una confirmación, no sólo de que era cierto, sino de que se lo había ocultado a su hermana.

Para romper la parálisis y ganar algo de tiempo me levanté y me serví un whisky. Sólo tres personas estaban al corriente de mis planes de trabajar en el RHIC; las tres eran colegas de trabajo y sólo una de ellas conocía a Elena: el Proyectazo. Sin duda él es el traidor, me dije. ¿Por qué se lo diría? ¿En qué ocasión? Tuvieron que verse de espaldas a mí. Resultaba muy extraño. Elena y el Proyectazo. Un nuevo nubarrón se cernía sobre mí.

– La engañaste en todo -prosiguió Susana con su voz lenta, dulce e implacable-. También en lo de tener hijos.

Esto último no era cierto, pero ¿de qué serviría discutir? Ya me había dejado en una posición bastante débil, como para encima tratar de argumentar, alegar o justificar algo que sencillamente no era de su incumbencia. La evidencia de que Elena conocía mis planes de Brookhaven, Long Island, Nueva York, me había dejado sin argumentos. Sólo pensaba en el Proyectazo. Ni por lo más remoto había podido imaginar que fuera un confidente de Elena. Necesitaba tiempo para encajar el golpe.

– ¿Qué tenías en contra de los hijos? -insistió ella, impaciente.

No respondí. ¿Qué tengo yo en contra de los hijos, de los hijos propios, de los proyectos de crear hijos, de transmitir mis cromosomas? ¿Es el tan común miedo a la responsabilidad compartida, la de educarlos y protegerlos?

– Me preguntas por una fecha tonta. ¿Qué puede importarte eso, después de todo? ¿Sabías que mi hermana estuvo en psicoterapia en París, por tu culpa?

No, tampoco lo sabía. Pero enseguida relacioné ese dato con la voz del contestador automático, Annette. El prefijo era de París.

– No estoy en contra de los hijos, sino de las puñeteras hermanas.

– Gracias por las joyas -dijo levantándose muy tranquila-.Y por el agua mineral. Que Dios te lo pague con muchos hijos.

– Y buenos partos -murmuré.

En la siguiente ocasión en que telefoneó Annette desde París me apresuré a descolgar. Fue una conversación breve, entretejida por fúnebres silencios. Sabía quién era yo y estaba preparada para la noticia que tenía que darle, y se la di. Se le empañó la voz. Hubo algo especial, significativo, que no sabría cómo precisar. Me hubiera gustado prolongar la conversación. Me hubiera gustado verle el rostro. A mi mente acudieron en tropel infinidad de preguntas que no era el momento de formular. Eran las nueve de la noche y la casa estaba en silencio, y me imaginé a esa mujer sollozando en su casa o gabinete de París, Annette, terapeuta, una bella voz sin cara, acento latinoamericano, posiblemente chileno.

Lloviznaba. A través de la ventana vi moverse las copas desmochadas de los plataneros, el tráfico fluyendo hacia el este, ventanas iluminadas mostrando una parcela insignificante de las vidas insignificantes de los hombres.

8

Un gato abisinio me escrutaba desde una esquina con ese silencio doblemente quieto de los gatos cuando te miran quietos. La luz de la ventana se reflejaba en sus ojos destilados. Tenía un pelaje etéreo y algodonoso de un gris violáceo, electrizante, que borraba su apariencia de felino y lo redondeaba. Instantes atrás no estaba ahí, e ignoraba por dónde había llegado. Me encontraba en una pequeña sala de espera en la que era difícil aburrirse, con tantas sentencias enmarcadas en la pared, sentencias que contenían esa clase de sabiduría que siempre me había sido esquiva. Como en el oráculo de Delfos, en cuyas paredes se leían inscripciones de los siete sabios, como aquella de «Conócete a ti mismo», aquí uno podía hacer una degustación de la Verdad con máximas de Platón, Jung, san Juan de la Cruz, Gandhi, Krishnamurti, los vedas y los del Himalaya. En media hora me ilustré sobre el Destino inapelable, el poder del amor y los siete pasos para alcanzar la felicidad, de los cuales yo no cumplía ninguno.

También había un poema que, en cambio, me agradó mucho, porque me recordó a mis queridas partículas elementales:

Ver el mundo en un grano de arena

y el cielo en una flor silvestre.

Encerrar el Infinito en la palma de la mano

y la Eternidad en una hora.

Por fin asomó la vidente; era algo más joven que yo, una melena de pelo rojizo enmarcaba un rostro llamativo. Me habría fijado más en ella cuando se presentó en el funeral, si no hubiera estado yo tan ido. Uno no sabía si se encontraba ante una mujer atractiva o sólo con un original sentido de la estética.

– Ven, Lucas; te estaba esperando.

Me llamó la atención la familiaridad con la que se dirigía a mí.

Iba vestida con sencillez, con holgados pantalones y blusa negra de lino que le llegaba hasta los muslos. Tras conocer su gato abisinio, me la había pintado en mi imaginación con zarcillos y un pañuelo zíngaro en la cabeza, sombra egipcia en los ojos y muchos anillos, y me agradó ver que no llevaba el disfraz de vidente, aunque su gato era pintoresco; en realidad, era gata y atendía por Lady Macbeth.