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La frontera franco-suiza pasa justo por el CERN, y mi hotel se encontraba en Francia, así que para entrar en el complejo debía cruzar al lado suizo, pero mi laboratorio se encontraba virtualmente en el lado francés. Y al mediodía, hora del almuerzo, me dirigía al restaurante ubicado en la zona suiza. Resultaba curioso vivir en la frontera. Por cierto, la comida solía ser italiana.

En las enormes instalaciones del CERN trabajábamos unos cinco mil científicos. Las distancias entre las diferentes zonas aconsejaban desplazarse en bicicleta. Allí me hice muy amigo de un norteamericano llamado Andrew Harris con quien los fines de semana iba a practicar alpinismo. Compartíamos el sentimiento de la montaña. Nuestra primera proeza fue coronar el Monte Rosa, el Dufourspitze. Desde el refugio de Rothorn, a tres mil metros, hicimos una hermosa travesía por un glaciar, con un día radiante, cegados por el manto nivoso. Nos rodeaba un anfiteatro de cumbres imponentes: el Lyskamm, el Wisshorn, la Dent Blanche… Pernoctamos en Zermatt, y desde allí, a la mañana siguiente, emprendimos la ascensión por el espolón oeste. La bajada fue mucho más penosa, porque el tiempo cambió y comenzó a llover. En uno de los pasos aéreos su mano me salvó la vida.

Andrew Harris y yo formábamos parte de la división experimental adscrita al acelerador SPS, que hacía viajar las partículas por un anillo subterráneo de siete kilómetros de circunferencia a velocidades cercanas a la luz. Es imposible tener una panorámica de semejante anillo, pero cuando estabas dentro, lo sentías. Sentías que habitabas en el interior de una inmensa ballena sumergida a grandes presiones, con tripas de imanes y bobinas de miles de toneladas y cámaras de vacío.

Nada escapaba a ese imponente zumbido; ni siquiera dejaba de percibirse en los edificios exteriores. A cada paso, un cartel de advertencia: «Peligro. ¡Radiación!». Notar la maquinaria subterránea que hervía bajo tus pies, la vibración de los inmensos imanes y los intensos voltajes de radiofrecuencia que empujaban el flujo de protones alrededor del anillo era una sensación vigorizante; querías saber cuanto acontecía allí dentro. Querías estar allí para vivir esa aventura de Gulliver en el país de lo enano.

El objetivo de mi viaje al Laboratorio Nacional de Brookhaven, en Long Island, quedó paralizado cuando en noviembre de 1992 un colega de mi laboratorio en Madrid me avisó de que Elena Blanco había fallecido en un accidente de carretera. Logré comunicar con Susana, la hermana de Elena, quien me confirmó la noticia.

No pude conseguir un vuelo de regreso a Madrid anterior al que había reservado. Llegué a Madrid tres días más tarde, cuando ya se había realizado el entierro.

Era domingo. Un domingo cualquiera de invierno. Me encontré en mi piso de la avenida del Mediterráneo, desorientado, sin saber qué hacer. A mis treinta y cinco años, mi vida había entrado en vía muerta.

Reinaba un silencio siniestro. El tiempo se había detenido. Antes de su viaje sin retorno, Elena había dejado la casa extrañamente limpia y ordenada. Todo estaba demasiado recogido. Sobre la mesa de la cocina dejé el correo acumulado en la última semana. De las quince cartas, siete eran para Elena, Caja Madrid recordaba a la difunta sus deudas con la entidad, además de proponerle un ventajoso plan de pensiones «para mejorar su vida».Varios panfletos me aseguraban que soy hijo de Dios, y otro, escrito a máquina, era la oferta de un Gran Chamán Africano capaz de resolver todos los problemas imaginables. El resto, publicidad de coches.

Una somnolencia que no era de cansancio sino de pesadumbre me arrastró al dormitorio, en cuya puerta colgaba la vaporosa bata blanca con las iniciales de Elena. Una bata que cubrió tanta belleza y ahora pendía ahí, desposeída. Me metí en la cama y me envolví en las sábanas y me envolví en su olor para intentar dormir.

Soñé con ella y cuando abrí los ojos, todavía en las brumas del sueño, se me apareció borrosamente, como un espectro. Intacta, sonriente, una luz en la oscuridad, una sombra en la luz. Me pareció que se acercaba a mí, despacio. Cerré los ojos y continué durmiendo.

Los cajones del baño estaban llenos de cosméticos en los que nunca había reparado. ¿Cómo había llegado todo eso hasta allí?

Me daba miedo abrir los armarios, tan llenos de cosas, llenos de sombra y destrucción. Los retratos y fotografías me miraban desde la felicidad del pasado. Había una de Elena con siete años, junto a su hermana, ambas con un vestido de nido de abeja en un domingo de Ramos. En otra me pegaba a su oscuro jersey de lana, cuyas mangas le llegaban hasta media palma. Abrí las ventanas, me concentré en el ruido del tráfico, los coches saliendo del túnel en dirección a Conde de Casal.

El funeral se ofició en la parroquia del Carmen, en el barrio de sus padres, una semana después del entierro, para que yo pudiera asistir. Lo hice acompañado por mi madre, una mañana ventosa de domingo. Tenía el cuello rígido y entumecido, apenas podía mover la cabeza sin la sensación de que me atenazaba una garra. Aun así, no pude evitar mirar la cúpula truncada que mostraba el cielo: un trampantojo de nubes doradas, ángeles y querubines. El cura, tan bajito que apenas se distinguía tras la mesa del altar, nos tranquilizó al asegurarnos que su último tránsito había sido breve y dulce, y había llegado sin incidencias al reino celestial, donde le habían brindado una jubilosa acogida.

Tras la ceremonia mantuve un intercambio de saludos con la familia que resultó desangelado, en medio de los pésames y los sollozos. Siempre me ha parecido que llorar en público tiene algo de ostentación o histrionismo. Creo que, por decoro, es algo que uno debería hacer a solas.

Si hay algo peor que la formalidad es la formalidad del dolor, esos diálogos forzados en que no se tiene nada que decir, y los sentimientos se desbordan por doquier. A veces, el simple hecho de hablar me resulta un acto impúdico. Susana, vestida con un traje de color negro, se acercó a preguntarme cómo estaba. La familia de Elena nunca me procuró afecto, nunca me aceptó y, pese a la presencia de mi madre, les pareció el momento apropiado para la demostración definitiva. Sus miradas estaban llenas de reproche; me hacían responsable de la desgracia. Los amigos de Elena, en cambio, se mostraron mucho más cálidos y comprensivos, especialmente la pareja que vivía en el piso de enfrente, Ángel y Francis. Su aflicción y su pésame sí rezumaban honestidad.

Después del funeral, mis vecinos me invitaron a cenar a su casa. Francis es algo más alto y delgado que Ángel, más jovial tal vez, más juvenil en su estilo de vestir. La tímida afabilidad de Ángel me resulta muy agradable. Trabaja de ginecólogo en el hospital Ramón y Cajal y es un excelente cocinero. Habían preparado berenjenas escabechadas y pato horneado con virutas de naranja. Eran los platos preferidos de Elena.

Me parecía evidente que ellos sabían muchas cosas de nosotros, aunque sólo fuera por la escasa distancia que separaba las puertas de nuestros pisos. Este simple hecho habría bastado para hacerlos blanco de mi recelo (no soporto que nadie atisbe en mi vida, no soporto a los vecinos en general) y, sin embargo, su discreción y su amabilidad lograron ganarnos a los dos. Ante ellos nos mostrábamos como una pareja bien avenida y ellos nos trataban como si de hecho lo fuéramos, o como si así lo creyeran.

En el centro de la mesa, vestida con un elegante mantel y junto a las velas, una botella de Lambrusco acompañaba a un ramo de vistosos crisantemos. Sonaba suavemente, de fondo, Tristán e Isolda. Son grandes amantes de la ópera y consumados wagnerianos (creo que incluso pertenecían a una sociedad wagneriana), y todas las óperas que tenía Elena en casa las habían grabado ellos, siempre las más excelsas versiones. En alguna ocasión, ella me confesó que no entendía a Wagner, pero que se sentía incapaz de confesárselo a ellos.