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La leí y la releí hasta casi aprendérmela de memoria, como si eso pudiera aportarme alguna información adicional.

Lo que me inquietaba no era la posibilidad de que hubiera habido algo entre los dos. Lo que me inquietaba era no saber, no entender, carecer de pistas, haber perdido las oportunidades y quedarme a solas con su fantasma.

6

La madre de Elena Blanco no me dirigía la palabra: me abordó un abogado. El señor Rodelas me informó de que los bienes de Elena pertenecían a su cliente: al no estar casados, la madre era la beneficiaria de la herencia. Nada que objetar, salvo que nunca me gustaron los intermediarios.

Elena no poseía muchos bienes de valor. Aparte de sus modestos ahorros, tenía una caja fuerte con algunas joyas, regalo de su abuela. El señor Rodelas, tenaz como una rodela defensiva, me anticipó que su cliente no quería la caja fuerte, sino las joyas. Me informó de que debía entregar el contenido de la caja fuerte. El problema era que no sabía la combinación. Como nueva prueba de mi ignorancia acerca de mi pareja, resultaba bastante irónica. Mi falta de curiosidad llegó a ser grotesca. ¿En qué mundo había vivido?

Después de examinar su sistema de seguridad, me pregunté si podría abrirla con un poco de suerte y mucha paciencia mediante el tosco procedimiento del tanteo. Era un objeto de anticuario, desfasado. El sistema de apertura manual constaba de tres ruedas de diferente tamaño y con el mismo centro, cada una de las cuales se dividía en dos discos solapados del mismo tamaño. Este sistema de apertura se asemejaba al zoom de una pequeña cámara fotográfica. Los dos discos posteriores, pegados a la caja, eran los de mayor tamaño, le seguían los dos centrales y, a continuación, los dos anteriores, no mayores que un anillo. Cada disco dentado contenía diez posiciones, diez dígitos, para seleccionar uno. En total, las tres ruedas conformaban tres pares de dígitos.

Desde el principio opté por la hipótesis más sencilla: una fecha. Puestos a elegir una combinación fácil de recordar, que no sea necesario apuntar en un papel que luego extraviemos, la fecha es una solución cómoda, y en este caso se ajustaba al formato de tres pares de dígitos: día, mes y año.

No logré reunir muchas fechas que pudieran ser claves en la vida de Elena, más allá de su día de nacimiento, el de sus padres, su hermana, la muerte de su padre y algún que otro aniversario que solíamos celebrar en los primeros seis años, cuando todavía celebrábamos acontecimientos juntos. Y ninguna de estas fechas resultó ser la combinación correcta. Pero esto no suponía un grave inconveniente, ya que podía probar con todas las fechas desde el nacimiento de Elena hasta su muerte. En algo menos de cuatro horas hice saltar las barreras de seguridad y la caja fuerte se abrió. La combinación era 29-11-90.

Dentro encontré seis anillos, uno de ellos con una esmeralda engarzada y otro de brillantes, además de una pulsera de oro macizo. No estaba satisfecho de mi hazaña. Mientras observaba uno de los diminutos poliedros de 58 caras, me puse a pensar en por qué elegiría esa fecha, de entre todas las posibles; por qué precisamente ésa. Qué hacía que el 29 de noviembre de 1990 hubiese sido un día crucial en su vida, qué había acontecido, dónde estaba yo, por qué esa fecha no me decía nada en absoluto, por qué debiera saberlo. Acababa de dar con una clave al azar, y esa clave me interpelaba. Bien, una puerta se había abierto, pero sólo para darme cuenta de que me encontraba en el interior de un laberinto.

29-11-90. Estos dígitos comenzaron a ser un golpeteo en mi conciencia. Tan sólo habían pasado desde esa fecha veintitrés meses y medio. Consulté un antiguo calendario. Caía en lunes, laborable; con toda seguridad me encontraba en Ginebra, escaldado por el fracaso de la conferencia de Turín, y ella en Madrid, recién llegada de su estancia en París. En aquellos días hablábamos mucho por teléfono, porque quedaba apenas un mes para que venciera mi contrato y ya habíamos resuelto vivir juntos. En cualquier caso, esa resolución la habíamos tomado estando ella en París, aproximadamente un mes antes, por lo que no logré recordar nada que hiciera especial aquel lunes, nada que ella hubiera podido anunciarme. Si algo sucedió, no tuve parte en ello. Si fui informado de algún acontecimiento extraordinario, no debió de parecérmelo. Para mí fue un día cualquiera.

Toda mujer esconde uno o más secretos, y yo estaba al margen de todos ellos. Sentí una urticante necesidad de averiguar el porqué de esa fecha. Era un guarismo que me obligaba a recordar algo importante de Elena o tal vez de mí mismo. Era una página arrancada de mi biografía.

Ella había vuelto al gran vacío cuántico. Sin embargo, a veces creía oírla andar por la casa, descalza, sigilosa. Era un frufrú de la cortina que el viento movía, o los crujidos de la tarima flotante que respondía a los pequeños cambios térmicos.

Al anochecer, leyendo algo, cualquier cosa, su voz irrumpía en mi conciencia con una vivacidad tal que me alteraba el corazón, como si de veras la hubiera escuchado, como si la vibración atravesara el espacio. Este sobresalto de la imaginación me ahuyentaba el sueño.

El insomnio me tenía acorralado. Uno se vende al insomnio y le entrega todos sus esforzados pensamientos, raciocinios, delirios y necedades. ¿Se puede amar a quien apenas se conoce? Cuántas preguntas no le formulé, cuántas veces no la escuché, qué poco me interesé por lo que ella consideraba relevante en su vida, cuánto desoí su necesidad de tener en mí a un verdadero compañero y cómplice, en lugar de una presencia absorta en su trabajo. Cuántas omisiones.

¿Qué tenía? Una combinación, una fecha. Dígitos que abrían una puerta y cerraban otras. Un álgebra que hablaba también de mí y me era extraña.

Extraña era también la voz de una mujer que, en aquellos días oscuros, varias veces telefoneó desde París preguntando por Elena, y dejó mensajes en el contestador, cada vez más apremiantes: «Soy Annette, llámame, tengo una información muy importante». «Soy Annette, no logro comunicar contigo. ¿No has escuchado mis mensajes?» «Soy yo otra vez, Elena, ¿por qué no contestas? ¿Estás bien? Por favor, llámame enseguida, ¿sí?»

Seguía un silencio irresoluto, una pausa suspendida, como si quisiera añadir algo y no se decidiera, para al fin cortar.

7

Susana se parecía mucho a su hermana, a pesar de que era bastante más joven. Me quedé mirándola un tanto sobrecogido antes de invitarla a pasar. Durante unos segundos me entregué al deleite de un espejismo, cedí a la fácil recreación, diez años más joven, su pelo liso y fragante, nuestra vida podría recomenzar limpia de errores. Ahí estábamos otra vez, ella, yo.

Había preparado café, té, licores, refrescos, en mi papel de anfitrión. No quiso tomar nada. Parecía tener prisa. Estaba incómoda, los dos lo estábamos, por distintas razones.

Era la segunda vez que nos veíamos a solas. Nos habíamos encontrado en otras ocasiones, en fiestas familiares, comidas colectivas (la última vez, en el funeral), y siempre habíamos intercambiado unas palabras amables, unos minutos de cortesías y de nada. Apenas nos conocíamos, salvo por lo que nos habían contado del otro; casi todo lo que sabemos de los demás es lo que hemos oído a terceros, de quienes a su vez hemos oído hablar. De estos falsos mimbres se hace nuestro dietario social. Elena siempre hablaba muy bien de su hermana. Por Elena supe que tenía un novio gallego que había estudiado Empresariales y vivía con sus padres, por Elena supe que Susana era asmática y tímida, y estudiaba Derecho.

Para que no diera la impresión de que quería retenerla, lo primero que hice fue entregarle las joyas de Elena. Las guardó en un pequeño bolso de color lavanda, como el pañuelo que llevaba recogiendo una pequeña coleta, tras lo cual se quedó unos instantes junto a la jamba en actitud pensativa, cabizbaja y retorciendo el asa. Tal vez su propósito y el de su madre era marcharse tan pronto como recuperara esos bienes de valor, sin más concesiones, y así lo había planeado, pero en ese momento a los dos nos pareció un desplante violento, habida cuenta de que yo nunca había tenido un mal gesto con ella. Tras mucho insistir, aceptó mi ofrecimiento de sentarse y beber algo, aunque fuera agua mineral.