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Weisz se quedó dormido y despertó cuando el tren entraba en Portbou. La familia española clavó la vista en el andén del otro lado de las vías, en un puñado de guardias civiles que estaban apoyados distraídamente en la pared de la taquilla, y en un pequeño grupo de refugiados que permanecía en pie entre arcones, fardos y maletas atadas con cuerdas, a la espera del tren que les devolvería a España. Al parecer no todo el mundo podía cruzar la frontera. Al cabo de unos minutos unos agentes de policía españoles comenzaron a recorrer el vagón para pedir los papeles. Cuando llegaron al compartimento contiguo, la hija mayor, que iba sentada junto a Weisz, cerró los ojos y juntó las manos. Weisz vio que rezaba en silencio. Pero los policías se comportaron con corrección -al fin y al cabo aquello era primera clase-, se limitaron a echar un vistazo a la documentación y pasaron al siguiente compartimento. Luego el tren silbó y avanzó unos metros, hasta donde aguardaba la policía francesa.

Informe del agente 207, entregado en mano el 5 de diciembre en un puesto clandestino de la OVRA en el décimo distrito.

El grupo Liberazione se reunió la mañana del 4 de diciembre en el Café Europa; asistieron los mismos sujetos de los anteriores informes, permaneciendo ausentes el ingeniero amato y el periodista Weisz. Se decidió publicar una «necrológica política» del abogado Bottini y declarar que la muerte de éste no había sido un suicidio. También se decidió que el periodista Weisz asumirá la dirección del periódico Liberazione.

28 de diciembre. Gracias a la prosperidad, o al menos a su prima lejana, Weisz había encontrado un nuevo lugar donde vivir, el Hotel Dauphine, en la rue Dauphine, en el sexto distrito. La dueña, madame Rigaud, era una viuda de la guerra de 1914 y, al igual que otras mujeres de toda Francia, después de veinte años seguía guardando luto. Weisz le cayó bien y apenas le cobró de más por las dos habitaciones, unidas por una puerta, en la última planta, a la que se llegaba tras salvar cuatro interminables tramos de escalera. De vez en cuando le daba de comer, pobre muchacho, en la cocina del hotel, un agradable cambio respecto a las tabernuchas que frecuentaba, Mère no sé qué y Chez no sé cuántos, que salpicaban las angostas calles del sexto distrito.

Exhausto, durmió hasta tarde la mañana del 28. Cuando el sol entraba por las tablillas de los postigos se obligó a despertar y se dio cuenta, al ponerse en pie, de que le dolía casi todo. Incluso una visita a la guerra de pocas semanas pasaba factura. De modo que se comería los tres platos del menú, se dejaría caer un momento por la oficina, miraría a ver si encontraba a alguno de los del café y tal vez llamara a Véronique, cuando ésta volviera a casa de la galería. Un día agradable, al menos eso esperaba. Pero los polvorientos rayos del sol revelaron un papel que le habían deslizado por debajo de la puerta cuando él estaba fuera. Un mensaje, del recepcionista. ¿Qué podía ser? ¿Véronique? «Cariño, ven a verme, te echo tanto de menos.» Fantasía pura y dura, y él lo sabía. A Véronique nunca le daría por hacer semejante cosa, la suya era una aventura muy desvaída, intermitente, esporádica. Con todo, nunca se sabía, cualquier cosa era posible. Por si acaso, leyó la nota. «Telefonea en cuanto vuelvas. Arturo.»

Se reunió con Salamone en un bar desierto cercano a la compañía de seguros donde trabajaba. Se sentaron al fondo y pidieron café.

– Y ¿cómo va la cosa en España? -quiso saber Salamone.

– Mal. Casi ha terminado. Lo que queda es la nobleza de una causa perdida, pero eso es algo endeble en una guerra. Estamos acabados, Arturo, y se lo debemos a los franceses y a los británicos y al Pacto de No Intervención. Hemos perdido pero no estamos derrotados, fin de la historia. Así que ahora lo que venga después dependerá de Hitler.

– Bueno, mis noticias no son mejores. He de decirte que Enrico Bottini ha muerto.

Weisz alzó la vista bruscamente, y Salamone le entregó una hoja recortada de un periódico. Weisz se estremeció al ver la fotografía, leyó de cabo a rabo a toda prisa el texto, meneó la cabeza y se lo devolvió.

– Algo pasó, pobre Bottini, pero no fue esto.

– No, creemos que lo hizo la OVRA. Lo arregló para que pareciese un asesinato y un suicidio.

Weisz sintió que una aguda mordedura le envenenaba el corazón. No era como recibir un disparo, era como una serpiente.

– ¿Estás seguro?

– Sí.

Weisz respiró hondo y soltó el aire.

– Ojalá ardan en el infierno por esto -espetó.

La ira era lo único capaz de aplacar el miedo que se había apoderado de él.

Salamone asintió.

– Así será, con el tiempo. -Se detuvo un instante y añadió-: Pero por ahora, Carlo, el comité quiere que lo sustituyas.

Weisz hizo un despreocupado gesto de aprobación, como si le hubiesen preguntado la hora.

– Mmm -contestó. «Cómo no van a querer…»

Salamone rió, un sordo rumor en el interior de un oso.

– Sabíamos que estarías encantado.

– Pues claro, «encantado» es poco. Y estoy impaciente por contárselo a mi novia.

Salamone casi lo creyó.

– Escucha, no creo…

– Y la próxima vez que nos vayamos a la cama, que no se me olvide afeitarme. Para la foto.

Salamone inclinó la cabeza, cerró los ojos. «Sí, lo sé, perdona.»

– Dejando todo eso aparte -dijo Weisz-, me pregunto cómo voy a hacer esto mientras ando correteando por Europa para Reuters.

– Lo que necesitamos es tu instinto, Carlo. Ideas, nuevos puntos de vista. Sabemos que tendremos que ocupar tu lugar en el día a día.

– Pero no cuando llegue el gran momento, Arturo. Ése será todo mío.

– Ése será todo tuyo -repitió Salamone-. Pero, bromas aparte, ¿es un sí?

Weisz sonrió.

– ¿Crees que aquí tendrán Strega?

– Vamos a preguntar -replicó Salamone.

Tenían coñac, y se conformaron con eso.

Weisz intentó disfrutar de un día agradable, para demostrarse que el cambio en su vida no le afectaba tanto. Se comió los tres platos del menú, céleri rémoulade, ternera à la normande, tarte Tatin, o al menos parte, y pasó por alto la muda extrañeza del camarero, salvo por la generosa propina que le hizo dejar el sentimiento de culpa. Rumiando, pasó ante el cafetín al que solía ir y tomó café en otra parte, sentado junto a una mesa de turistas alemanes con cámaras y guías de viaje. Unos turistas alemanes bastante callados y sobrios, se le antojó. Y, en efecto, esa noche vio a Véronique, en su apartamento del séptimo distrito repleto de obras de arte. Allí la cosa se le dio mejor; los preliminares de rigor los ejecutó con mayor ansia y excitación que de costumbre; Weisz sabía lo que le gustaba a ella, ella sabía lo que le gustaba a él. Así que lo pasaron bien. Después él se fumó un Gitanes y la observó cuando se sentó al tocador, los pequeños pechos subiendo y bajando mientras se cepillaba el pelo.