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Pero la noche es para mí. ¿A dónde podría ir?

A un sitio agradable.

Moira estaba sentada en el borde de mi cama, con las piernas cruzadas al estilo indio, lleva una bata de color Púrpura, un solo pendiente y las uñas doradas para parecer excéntrica; entre sus dedos regordetes sostenía un cigarrillo Vamos a buscar una cerveza.

Me vas a llenar la cama de ceniza, protesté.

Si lo hicieras, no tendrías estos problemas, me dijo.

Dentro de media hora, le aseguré. Al día siguiente tenía un examen. ¿De qué era? Psicología, literatura, economía… Antes estudiábamos materias como ésas. En el suelo de la habitación había varios libros, abiertos y boca abajo, puestos de cualquier manera.

Ahora, dijo Moira. No necesitas maquillarte, estoy sólo yo. ¿De qué es el examen? Vengo de hacer uno y lo terminé en un tris.

Un tris, repetí. Qué original. Parece el nombre de un postre. Tris flambeé.

Ja, ja, se rió Moira. Coge el abrigo.

Lo descolgó ella misma y me lo lanzó. Te cojo cinco dólares, ¿vale?

O a un parque de algún lugar, con mi madre. ¿Cuántos años tenía yo? Hacía tanto frío que podíamos ver nuestro aliento; los árboles no tenían hojas y en el estanque sólo había dos patos desconsolados. Tenía migas de pan entre los dedos y en el bolsillo… Ah, sí: ella me dijo que íbamos a darles de comer a los patos.

Pero había algunas mujeres quemando libros, en realidad ella estaba allí por esa razón: para ver a sus amigas. Me había mentido; se suponía que el sábado me lo dedicaba a mí. Me aparté de ella, enfurruñada, pero el fuego me obligó a retroceder.

Entre las mujeres también había algunos hombres y pude ver que en lugar de libros había revistas. Debían de haber echado gasolina, porque las llamas eran altas, y luego empezaron a tirar revistas que sacaban de unas cajas, sólo unas pocas por vez. Algunos de ellos cantaban; se acercaron algunos curiosos.

Tenían una expresión de felicidad, casi de éxtasis. Cosas que logra el fuego. Incluso el rostro de mi madre, siempre pálido y delgado, se veía rubicundo y alegre, como el de una postal de Navidad; había otra mujer, alta, con una mancha de hollín en la mejilla y un gorro de punto color naranja, la recuerdo.

¿Quieres tirar uno tú, cariño?, me preguntó. ¿Cuántos años tendría yo?

Vamos a tirar todo esto a la basura, dijo riendo entre dientes. ¿Te parece bien?, le preguntó a mi madre.

Si ella quiere, le respondió mi madre; solía hablar de mí a los demás como si yo no la oyera.

La mujer me entregó una de las revistas. En ella vi a una mujer bonita, sin ropa, colgada del cielo raso con una cadena atada a sus manos. La miré con mucho interés. No me asustó. Creí que se estaba columpiando, coma hacía Tarzán con las lianas en la televisión.

No dejes que lo vea, dijo mi madre. Vamos, me apremió, tíralo, rápido.

Arrojé la revista a las llamas. El aire producido por el fuego hizo que se abriera; se soltaron enormes copos de papel y salieron volando por encima de las llamas, llevándose las diferentes partes de los cuerpos femeninos y convirtiéndolos en negras cenizas ante mis ojos.

¿Pero qué pasó después, qué pasó después?

Sé que perdí la noción del tiempo.

Me debieron de pinchar, me debieron de dar píldoras, o algo así. No puedo haber perdido la noción del tiempo hasta ese extremo, sin ayuda. Has tenido una conmoción, me dijeron.

Me abrí paso entre un mar de gritos y confusión, como la espuma que hierve. Recuerdo que me sentía bastante tranquila. Recuerdo que gritaba, me parecía que gritaba, aunque sólo debió de haber sido un susurro. ¿Dónde está ella? ¿Qué habéis hecho con ella?

No había noche ni día, sólo un parpadeo. Después de un tiempo empecé a ver sillas, y una cama, y más allá una ventana.

Ella está en buenas manos, me decían. Con gente que está sana. Tú no estás sana pero quieres lo mejor para ella, ¿no es así?

Me enseñaron una foto de ella, de pie en un pequeño prado; su rostro parecía un óvalo cerrado. Llevaba el pelo echado hacia atrás y atado a la altura de la nuca. Iba de la mano de una mujer que yo no conocía. Era tan pequeña que apenas le llegaba al codo.

La habéis matado, dije. Ella parecía un ángel, solemne, compacta, etérea.

Llevaba un vestido que nunca le había visto, blanco y largo hasta los pies.

Me gustaría creer que esto no es más que un cuento que estoy contando. Necesito creerlo. Debo creerlo. Los que pueden creer que estas historias son sólo cuentos tienen mejores Posibilidades.

Si esto es un cuento que yo estoy contando, entonces puedo decidir el final. Habrá un final para este cuento, y luego vendrá la vida real. Puedo decidir dónde dejarlo.

Esto no es un cuento que estoy contando.

También es un cuento que estoy contando, en mi imaginación, sobre la marcha.

Contando, más que escribiendo, porque no tengo con qué escribir y, de todos modos, escribir está prohibido. Pero si es un cuento, aunque sólo sea en mi imaginación tengo que contárselo a alguien. Nadie se cuenta un cuento a sí mismo. Siempre hay otra persona.

Aunque no haya nadie.

Un cuento es como una carta. Querido, diría. Sólo querido, sin nombre. Porque si agregara tu nombre, te agregaría al mundo real, lo cual es más arriesgado y más peligroso: ¿quién sabe cuáles son tus posibilidades de supervivencia? Diré querido, querido, como si fuera una antigua canción de amor. Querido puede ser cualquiera.

Querido pueden ser miles.

Te diré que no corro un peligro inminente.

Haré como si me oyeras.

Pero no está bien, porque sé que no puedes.

IV LA SALA DE ESPERA

CAPÍTULO 8

Sigue el buen tiempo. Es casi como si estuviéramos en junio, cuando sacamos los vestidos de ir a la playa y las sandalias, y nos compramos helados. En el Muro hay tres cadáveres nuevos. Uno es el de un sacerdote que todavía lleva la sotana negra. Se la pusieron para el juicio, aunque dejaron de usarla hace unos años, cuando empezó la guerra de las sectas; con las sotanas llamaban demasiado la atención. Los otros dos tienen placas de color púrpura que les cuelgan del cuello: Traición a su Género. Aún van vestidos con el uniforme de Guardianes. Los deben de haber cogido juntos, ¿pero dónde? ¿En el cuartel? ¿En una fiesta? Quién sabe. El muñeco de nieve de la sonrisa roja ya no está.

– Tendríamos que volver -le digo a Deglen. Siempre soy yo quien lo dice. A veces pienso que si no lo dijera, ella se quedaría aquí para siempre. ¿Pero llora por estas muertes, o se regodea? Aún no lo sé.

Sin mediar palabra, se gira, como activada por mi voz, como si anduviera sobre un par de ruedecillas aceitadas, Como si fuera la figura de una caja de música. Me ofende su garbo. Me ofende su docilidad, su cabeza inclinada como para contrarrestar un fuerte viento. Pero no hay viento. Nos alejamos del Muro y volvemos bajo el sol, por el mismo camino por el que vinimos.

– Es un hermoso día de mayo -comenta Deglen. Más que verla siento que vuelve la cabeza hacia mí, como esperando una respuesta.

– Sí -respondo- Alabado sea -agrego, como si me acordara en el último momento. Un día de mayo; Mayday era una señal de socorro que solía emplearse hace mucho tiempo en alguna de las guerras que estudiábamos en la escuela. Aún las confundo, pero si prestabas atención podías distinguirlas por los aviones. Fue Luke el que me habló de Mayday. Mayday era el código que usaban los pilotos de los aviones que habían sido alcanzados, o los barcos… ¿los barcos también? Quizá los barcos utilizaban el S.O.S. Me gustaría poder averiguarlo. Y era algo de Beethoven, de la victoria de una de esas guerras.