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Una buena pregunta. ¿Qué esperaba? En sus ojos había un brillo febril. Me observaba con detenimiento. Buscando. Explorando. Perseguía algo muy concreto, estaba segura. Tenía la frente húmeda de sudor. Quizá estuviera incubando algo. «Cuénteme la verdad», dijo.

Tuve una sensación extraña por dentro, como si el pasado estuviese cobrando vida. El remolino de una vida anterior revolviendo en mi estómago, generando una marea que crecía dentro de mis venas y lanzaba pequeñas olas frías para lamerme las sienes. Una agitación desagradable. «Cuénteme la verdad.»

Consideré su petición. Le di vueltas en mi cabeza, sopesé las posibles consecuencias. Me inquietaba ese muchacho, con su rostro pálido y sus ojos ardientes.

«De acuerdo», dije.

Una hora más tarde se marchó. Un adiós apagado, distraído, sin una sola mirada atrás.

No le conté la verdad. ¿Cómo iba a hacerlo? Le conté una historia. Una cosita pobre, desnutrida. Sin brillo, sin lentejuelas, únicamente unos pocos retales insulsos y descoloridos toscamente hilvanados y con los bordes deshilachados. La clase de historia que parece extraída de la vida real. O, mejor dicho, de lo que la gente supone que es la vida real, lo cual es muy diferente. No es fácil para alguien de mi talento crear esa clase de historias.

Lo contemplé desde la ventana. Se alejaba por la calle arrastrando los pies, los hombros caídos, la cabeza gacha, y cada paso le suponía un esfuerzo fatigoso. Nada quedaba de su energía, de su empuje, de su brío. Yo había acabado con ellos, pero no tengo toda la culpa. Debería haber sabido que no debía creerme.

No volví a verle.

La sensación, la marea en el estómago, en las sienes, en las yemas de los dedos, me acompañó durante mucho tiempo. Subía y bajaba al recordar las palabras del muchacho. «Cuénteme la verdad.» «No», decía yo una y otra vez. No. Pero la marea se negaba a aquietarse. Me aturdía; peor aún, era un peligro. Al final le propuse un trato. «Todavía no.» Suspiró, se retorció, pero poco a poco se fue calmando. Tanto que prácticamente me olvidé de ella.

Hace tanto tiempo de eso. ¿Treinta años? ¿Cuarenta? Tal vez más. El tiempo pasa más deprisa de lo que creemos.

Últimamente el muchacho me ha estado rondando por la cabeza. «Cuénteme la verdad.» Y estos días he vuelto a sentir ese extraño remolino interno. Algo está creciendo dentro de mí, dividiéndose y multiplicándose. Puedo notarlo en el estómago, algo redondo y duro, del tamaño de un pomelo. Me roba el aire de los pulmones y me roe la médula de los huesos. El largo letargo lo ha cambiado; de dócil y manejable ha pasado a ser peleón. Rechaza toda negociación, paraliza los debates, exige sus derechos. No acepta un no por respuesta. La verdad, repite una y otra vez, llamando al muchacho, contemplando su espalda mientras se aleja. Luego se vuelve hacia mí, me estruja las tripas, las retuerce. ¿Hicimos un trato, recuerdas?

Ha llegado el momento.

Venga el lunes. Enviaré un coche a la estación de Harrogate para que la recoja del tren que llega a las cuatro y media.

Vida Winter

¿Cuánto tiempo permanecí sentada en la escalera después de leer la carta? No lo sé, porque estaba hechizada. Las palabras tienen algo especial. En manos expertas, manipuladas con destreza, nos convierten en sus prisioneros. Se enredan en nuestros brazos como tela de araña y en cuanto estamos tan embelesados que no podemos movernos, nos perforan la piel, se infiltran en la sangre, adormecen el pensamiento. Y ya dentro de nosotros ejercen su magia. Cuando, transcurrido un buen rato, finalmente desperté, tan solo pude suponer qué había estado sucediendo en las profundidades de mi inconsciencia. ¿Qué me había hecho la carta?

Yo sabía muy poco de Vida Winter. Lógicamente estaba al corriente del surtido de epítetos que solían acompañar su nombre: la escritora más leída de Gran Bretaña; la Dickens de nuestro siglo; la autora viva más famosa del mundo, etcétera. Sabía, desde luego, que era popular, pero aun así, cuando más adelante hice algunas indagaciones, las cifras representaron para mí toda una sorpresa. Cincuenta y seis libros publicados en cincuenta y seis años; sus libros habían sido traducidos a cuarenta y nueve idiomas; la señorita Winter había sido nombrada en veintisiete ocasiones la autora más solicitada en las bibliotecas británicas; existían diecinueve películas basadas en sus novelas. Desde el punto de vista estadístico, la pregunta que generaba más controversia era esta: ¿había vendido o no más ejemplares que la Biblia? La dificultad no radicaba tanto en calcular los libros que había vendido la señorita Winter (una cifra millonaria siempre variable), sino en obtener cifras fidedignas con respecto a la Biblia: independientemente de las creencias de cada cual en la palabra de Dios, los datos relativos a sus ventas eran muy poco fiables. El número que más me había interesado mientras continuaba sentada en la escalera era el veintidós. Era el número de biógrafos que, bien por falta de información o de ánimo, bien por estímulos o amenazas procedentes de la propia señorita Winter, habían arrojado la toalla en su intento de descubrir la verdad sobre ella. Pero aquella tarde yo no sabía nada de eso. Solo conocía una cifra, una cifra que parecía pertinente: ¿cuántos libros de Vida Winter había leído yo, Margaret Lea? Ninguno.

Sentada en la escalera, me estremecí, bostecé y me desperecé. Después de volver en mí, me di cuenta de que mientras estaba abstraída, mis pensamientos habían cambiado de fecha. Rescaté dos detalles en concreto del desatendido limbo de mi memoria.

El primero era una breve escena con mi padre que había tenido lugar en la tienda. Una caja de libros que estamos desembalando, procedente de una liquidación de una biblioteca privada, contiene algunos ejemplares de Vida Winter. En la librería no nos dedicamos a la novela contemporánea.

– Los llevaré al centro de beneficencia a la hora de comer -digo, dejándolos en un extremo del mostrador.

Pero antes de que termine la mañana tres de los cuatro libros ya no están. Se han vendido. Uno a un sacerdote, otro a un cartógrafo, el tercero a un historiador militar. Los rostros de nuestros clientes -con el aspecto grisáceo y la aureola de satisfacción características del bibliófilo- parecen iluminarse cuando vislumbran los vivos colores de las cubiertas en rústica. Después de comer, cuando ya hemos terminado de desembalar, catalogar y colocar los libros en los estantes, y no tenemos clientes, nos sentamos a leer, como de costumbre. Estamos a finales de otoño, llueve y las ventanas se han empañado. A lo lejos suena el silbido de la estufa de gas; mi padre y yo lo oímos sin oírlo, sentados uno junto al otro pero a kilómetros de distancia, pues estamos enfrascados en nuestros respectivos libros.

– ¿Preparo el té? -le pregunto regresando a la superficie.

No responde.

De todos modos preparo el té y le dejo una taza cerca sobre el mostrador.

Una hora más tarde el té, intacto, ya está frío. Preparo otra tetera y coloco otra taza humeante junto a él, sobre el mostrador. Papá no percibe mis movimientos.

Con delicadeza levanto el libro que sostiene en las manos para ver la cubierta. Es el cuarto libro de Vida Winter. Lo vuelvo a colocar en su posición original y estudio el rostro de mi padre. No me oye. No me ve. Está en otro mundo y yo soy un fantasma.

Ese es el primer recuerdo.

El segundo es una imagen. De medio perfil, tallada a gran escala jugando con las luces y las sombras, una cara se eleva por encima de los viajeros que, empequeñecidos, aguardan debajo. Es solo una fotografía publicitaria pegada a una valla en una estación de tren, pero para mí posee la grandeza imperturbable de las reinas y deidades esculpidas en paredes rocosas por antiguas civilizaciones, olvidadas hace mucho tiempo. Al contemplar el exquisito arco de las cejas, la curva despejada y suave de los pómulos, la línea y las proporciones impecables de la nariz, no puedo dejar de admirar el hecho de que la combinación aleatoria de unos genes humanos llegue a producir algo tan sobrenaturalmente perfecto. Si los arqueólogos del futuro hallaran esos huesos, les parecerían una escultura, un producto de la máxima expresión del empeño artístico y no de las herramientas romas de la naturaleza. La piel que cubre esos extraordinarios huesos posee la luminosidad opaca del alabastro, y parece aún más pálida en contraste con los cuidados rizos y tirabuzones cobrizos dispuestos con suma precisión en torno a las delicadas sienes y por debajo del cuello fuerte y elegante.

Como si este derroche de belleza no fuera suficiente, ahí están los ojos. Intensificados por algún acto de prestidigitación fotográfica hasta un verde nada natural, como el verde de la vidriera de una iglesia, de las esmeraldas o de los caramelos, miran, totalmente inexpresivos, por encima de las cabezas de los viajeros. No sé si ese día el resto de la gente sintió lo mismo que yo al ver la fotografía; ellos habían leído sus libros, de modo que es posible que tuvieran una perspectiva diferente de las cosas. Pero en mi caso, la contemplación de esos enormes ojos verdes enseguida me trajo a la memoria la popular expresión de que los ojos son el espejo del alma. «Esta mujer -recuerdo que pensé mientras miraba fijamente sus ojos verdes y su mirada perdida- no tiene alma.»

La noche en que leí la carta no tenía más información sobre Vida Winter. No era mucho; aunque, pensándolo bien, quizá fuera cuanto se podía saber de ella, pues si bien todo el mundo conocía a Vida Winter -conocía su nombre, conocía su cara, conocía sus libros-, al mismo tiempo nadie la conocía. Tan famosa por sus secretos como por sus historias, Vida Winter era un completo misterio.