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Ahora, si debía dar crédito a lo que decía la carta, Vida Winter quería contar la verdad sobre sí misma. Si eso ya era de por sí curioso, más curiosa fue la pregunta que me hice de inmediato: ¿por qué quería contármela a mí?

La historia de Margaret

Me levanté de la escalera y me interné en la oscuridad de la librería. No necesitaba encender la luz para orientarme. Conozco la tienda como se conocen los lugares de la infancia. Al instante el olor a cuero y papel viejo me calmó. Deslicé las yemas de los dedos por los lomos de los libros, como un pianista por su teclado. Cada libro tiene su particularidad: el lomo granulado, forrado de lino, de la History of Map Making de Daniels; el cuero agrietado de las actas de Lakunin de las reuniones de la Academia Cartográfica de San Petersburgo; una carpeta muy gastada que contiene sus mapas trazados y coloreados a mano. Si me vendarais los ojos y me situarais en un lugar cualquiera de las tres plantas que conforman la librería, podría deciros dónde estoy por el tacto de los libros bajo las yemas de mis dedos.

Tenemos pocos clientes en Libros de Viejo Lea, apenas media docena al día como promedio. La actividad aumenta en septiembre, cuando los estudiantes vienen a buscar ejemplares de los textos que necesitarán ese curso, y en mayo, cuando los devuelven después de los exámenes. Mi padre los llama libros migratorios. En otras épocas del año podemos pasarnos días sin ver a un solo cliente. Los veranos traen algún que otro turista que, habiéndose desviado de la ruta habitual empujado por la curiosidad, decide abandonar la luz del sol y entrar en la tienda, donde se detiene un instante, parpadeando mientras sus ojos se adaptan a la oscuridad. Según lo harto que esté de comer helado y contemplar las bateas del río, se quedará o no un rato a disfrutar de un poco de sombra y tranquilidad. Casi siempre, quienes visitan la librería han oído hablar de nosotros a un amigo de un amigo, y como están cerca de Cambridge se desvían de su camino a propósito. Entran en la tienda con la expectación dibujada en el rostro, y no es raro que se disculpen por molestarnos. Son buena gente, tan silenciosos y amables como los libros. Pero la mayor parte del tiempo solo estamos papá, los libros y yo.

¿Cómo consiguen llegar a final de mes?, os preguntaríais si vierais los pocos clientes que entran y salen. El caso es que la tienda, económicamente, es solo un complemento. El verdadero negocio transcurre en otro lugar. Vivimos de aproximadamente una media docena de transacciones al año. Papá conoce a todos los grandes coleccionistas y todas las grandes colecciones del mundo. Si os dedicarais a observarlo en las subastas y ferias de libros a las que suele asistir, os percataríais de la frecuencia con que se le acercan individuos que, discretos tanto en su forma de hablar como de vestir, se lo llevan a un rincón para mantener con él una conversación también discreta. La mirada de esos individuos podría calificarse de todo menos de discreta. «¿Ha oído hablar de…?», preguntan, y «¿Tiene idea de si…?». Y mencionan el título de un libro. Papá responde en términos muy vagos. No conviene crearles demasiadas esperanzas. Estas cosas, por lo general, no conducen a nada. En cambio, en el caso de que oyera algo… Y si no la tiene ya, anota la dirección de la persona en cuestión en una libretita verde. No sucede nada durante una buena temporada. Entonces -unos meses después, o muchos, es imposible saberlo- en otra subasta o feria de libros papá ve a otra persona y le pregunta con suma cautela si… y vuelven a mencionar el título del libro. Y ahí suele terminar el asunto. Pero a veces, después de las conversaciones comienza un carteo. Papá dedica mucho tiempo a redactar cartas. En francés, en alemán, en italiano, incluso alguna en latín. Nueve de cada diez veces la respuesta es una amable negativa en dos líneas. Pero a veces -media docena de veces al año- la respuesta es el preludio de un viaje. Un viaje en el que papá recoge un libro aquí y lo entrega allá. En contadas ocasiones se ausenta más de cuarenta y ocho horas. Seis veces al año. Así nos ganamos la vida.

La librería en sí apenas genera dinero. Es un lugar para escribir y recibir cartas. Un lugar donde matar las horas a la espera de la siguiente feria internacional del libro. Según el director de nuestro banco es un lujo, un lujo al que el éxito de mi padre le da derecho. Pero en realidad -la realidad de mi padre y la mía, no pretendo que la realidad sea la misma para todo el mundo- la librería es el alma del negocio. Es un depósito de libros, un refugio para todos los volúmenes escritos en otras épocas con mucho cariño, que hoy en día nadie parece querer.

Y es un lugar para leer.

A de Austen, B de Brontë, C de Charles y D de Dickens. Aprendí el alfabeto en esta librería. Mi padre se paseaba por las estanterías conmigo en brazos, enseñándome el abecedario al mismo tiempo que me enseñaba a deletrear. También aquí aprendí a escribir, copiando nombres y títulos en fichas que todavía sobreviven en nuestro archivador, treinta años más tarde. La librería era mi hogar y mi lugar de trabajo. Para mí fue la mejor escuela, y, años después, mi universidad privada. La librería era mi vida.

Mi padre nunca me puso un libro en las manos, pero tampoco me prohibió ninguno. Me dejaba deambular y acariciarlos, elegir uno u otro con más o menos acierto. Leía cuentos sangrientos de memorable heroísmo que los padres del siglo XIX consideraban apropiados para sus hijos e historias góticas de fantasmas que decididamente no lo eran; leía relatos de mujeres solteras vestidas con miriñaques que emprendían arduos viajes por tierras plagadas de peligros, y leía manuales sobre decoro y buenos modales dirigidos a señoritas de buena familia; leía libros con ilustraciones y libros sin ilustraciones; libros en inglés, libros en francés, libros en idiomas que no entendía, pero que me permitían inventarme historias basándome en unas cuantas palabras cuyo significado intuía. Libros. Libros. Y más libros.

En el colegio no hablaba de mis lecturas en la librería. Los retazos de francés arcaico que había ojeado en viejas gramáticas se reflejaban en mis redacciones y, aunque mis maestros los tachaban de faltas de ortografía, nunca lograron erradicarlos. De vez en cuando una clase de historia tocaba una de las profundas pero aleatorias vetas de conocimiento que yo había ido acumulando mediante mis caprichosas lecturas en la librería. «¿Carlomagno? -pensaba-. ¿Mi Carlomagno? ¿El Carlomagno de la librería?» En esas ocasiones permanecía muda, pasmada por la momentánea colisión de dos mundos que no tenían nada más en común.

Entre lectura y lectura ayudaba a mi padre en su trabajo. A los nueve años ya me dejaba envolver libros en papel de embalar y escribir en el paquete la dirección de nuestros clientes más lejanos. A los diez, papá me dio permiso para llevar los paquetes a la oficina de correos. A los once reemplacé a mi madre en su única tarea en la tienda: la limpieza. Con un pañuelo en la cabeza y una bata para enfrentarme a la mugre, los gérmenes y la malignidad general inherente a los «libros viejos», mi madre recorría las estanterías con su exigente plumero, apretando los labios y procurando no inhalar ni una mota. De vez en cuando las plumas levantaban una nube de polvo invisible y mi madre retrocedía tosiendo. Inevitablemente se enganchaba las medias en el cajón que, dada la conocida malevolencia de los libros, se hallaba justo detrás de ella. Así pues, me ofrecí a limpiar el polvo. Mi madre se alegró de quitarse de encima esa tarea; después de eso ya no necesitó aparecer por la librería.

A los doce años papá me puso a buscar libros extraviados. Un libro recibía la etiqueta de «extraviado» cuando, según los archivos, figuraba en existencias pero no se hallaba en su correspondiente estantería Aunque cabía la posibilidad de que lo hubieran robado, lo más probable era que algún curioso despistado lo hubiera dejado en el lugar erróneo. Había siete salas en la librería, todas ellas forradas desde el suelo hasta el techo de libros, miles de volúmenes.

«Y ya que los buscas, comprueba que estén en orden alfabético», decía papá.

Aquello era interminable; ahora me pregunto si papá me confiaba esa tarea realmente en serio. En realidad poco importa, porque yo sí me la tomaba en serio.

La búsqueda me ocupaba las mañanas de todo el verano, pero a principios de septiembre, cuando empezaba el colegio, ya había encontrado todos los libros extraviados y había devuelto a su estante cada tomo cambiado de sitio. No solo eso, sino que -y mirando atrás ese parece el detalle importante de verdad- mis dedos habían estado en contacto, aunque fuera únicamente un instante, con todos y cada uno de los libros de la tienda.

Cuando alcancé la adolescencia, ya prestaba tanta ayuda a mi padre que por las tardes apenas nos quedaba nada por hacer. Concluidas las tareas de la mañana, colocada la nueva mercancía en las estanterías, redactadas las cartas y terminado nuestros sándwiches frente al río, después de haber alimentado a los patos, regresábamos a la librería a leer.

Poco a poco mis lecturas fueron menos azarosas. Cada vez deambulaba más por la segunda planta. Novelas, biografías, autobiografías, memorias, diarios y cartas del siglo XIX.

Mi padre se daba cuenta de hacia dónde apuntaban mis gustos. Regresaba de las ferias y subastas a las que asistía cargado con libros que pensaba que podían interesarme. Libros muy gastados, en su mayoría manuscritos, hojas amarillentas ligadas con cinta o cordel, a veces encuadernadas a mano. Las vidas corrientes de gente corriente. No me limitaba a leerlos; los devoraba. Aunque mi apetito por la comida decrecía, mi hambre por los libros era constante.