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No soy una biógrafa propiamente dicha. De hecho, apenas tengo nada de biógrafa. Principalmente por placer, he escrito algunas biografías breves de personajes insignificantes de la historia de la literatura. Siempre me ha interesado escribir biografías de los perdedores; personas que vivieron toda su vida persiguiendo la sombra de la fama y que a su muerte quedaron sumidas en el más profundo de los olvidos. Me gusta desenterrar vidas que han estado sepultadas en diarios sin abrir colocados en estanterías de archivos durante cien años o más; reavivar memorias que hace décadas que nadie publica es quizá lo que más me gusta.

Como de vez en cuando uno de mis sujetos es lo bastante importante para despertar el interés de un editor exquisito de la zona, he publicado algunas cosas con mi nombre. No me refiero a libros, nada tan ambicioso, solo opúsculos, en realidad, un puñado de papel grapado a una tapa en rústica. Uno de mis trabajos -La musa fraternal, un texto sobre los hermanos Landier, Jules y Edmond, y el diario que escribieron conjuntamente- atrajo la atención de un editor especializado en historia y fue incluido en una compilación de ensayos en tapa dura sobre la creación literaria y la familia en el siglo XIX. Probablemente sea ese el texto que atrajo la atención de Vida Winter, por más que su presencia en la compilación resulte bastante engañosa. Descansa rodeado de trabajos de académicos y escritores profesionales, como si yo fuera una biógrafa de verdad, cuando, en realidad, no soy más que una diletante, una aficionada con algo de talento.

Las vidas -las de los fallecidos- son solo un pasatiempo. Mi auténtico trabajo está en la librería. Mi tarea no consiste en vender libros -eso es responsabilidad de mi padre-, sino en cuidar de ellos. De vez en cuando saco un volumen y leo una o dos páginas. Después de todo estoy aquí para cuidar de los libros y, en cierto sentido, leer es cuidar. Aunque no son ni lo bastante viejos para ser valiosos exclusivamente por su antigüedad ni lo bastante importantes para despertar el interés de los coleccionistas, los libros a mi cargo significan mucho para mí, aun cuando la mitad de las veces resulten tan aburridos por dentro como por fuera. Por muy banal que sea el contenido, siempre consigue conmoverme, pues alguien ya fallecido en su momento consideró esas palabras tan valiosas para merecer ser plasmadas por escrito.

La gente desaparece cuando muere. La voz, la risa, el calor de su aliento, la carne y finalmente los huesos. Todo recuerdo vivo de ella termina. Es algo terrible y natural al mismo tiempo. Sin embargo, hay individuos que se salvan de esa aniquilación, pues siguen existiendo en los libros que escribieron. Podemos volver a descubrirlos. Su humor, el tono de su voz, su estado de ánimo. A través de la palabra escrita pueden enojarte o alegrarte. Pueden consolarte, pueden desconcertarte, pueden cambiarte. Y todo eso pese a estar muertos. Como moscas en ámbar, como cadáveres congelados en el hielo, eso que según las leyes de la naturaleza debería desaparecer se conserva por el milagro de la tinta sobre el papel. Es una suerte de magia.

Como quien cuida de las tumbas de los muertos, yo cuido de los libros. Los limpio, les hago pequeños arreglos, los mantengo en buen estado. Y cada día abro uno o dos tomos, leo unas líneas o páginas, permito que las voces de los muertos olvidados resuenen en mi cabeza. ¿Nota un escritor fallecido que alguien está leyendo su libro? ¿Aparece un destello de luz en su oscuridad? ¿Se estremece su espíritu con la caricia ligera de otra mente leyendo su mente? Eso espero. Pues estando muertos deben de sentirse muy solos.

Hablando de mis cosas, me doy cuenta de que he estado dando largas a lo esencial. No soy dada a las revelaciones personales, y creo que con el firme propósito de superar mi reticencia he acabado escribiendo sobre eso y lo otro para evitar escribir lo más importante. Pero voy a escribirlo. «El silencio no es el entorno natural para las historias -me dijo en una ocasión la señorita Winter-. Las historias necesitan palabras. Sin ellas palidecen, enferman y mueren. Y luego te persiguen.»

Qué razón tiene. Así pues, he aquí mi historia.

Tenía diez años cuando descubrí el secreto que guardaba mi madre. Y el secreto era importante no porque fuera suyo, sino porque era mío.

Mis padres habían salido esa noche. No solían salir, y cuando lo hacían me enviaban a casa de la vecina, a sentarme en la cocina de la señora Robb. Su casa era exactamente igual a la nuestra pero al revés, y esa inversión me producía mareos. Así pues, cuando llegó la noche en cuestión, la noche en que mis padres iban a salir, volví a asegurarles que ya era lo bastante mayor y responsable para quedarme en casa sin una canguro. En realidad no esperaba salirme con la mía, pero mi padre estuvo de acuerdo. Mamá se dejó convencer poniendo como única condición que la señora Robb asomara la cabeza a las ocho y media.

Se marcharon de casa a las siete en punto, y lo celebré sirviéndome un vaso de leche y bebiéndomelo en el sofá mientras me admiraba a mí misma por lo mayor que ya era. Margaret Lea, tan mayor que podía quedarse en casa sin una canguro. Después de tomarme la leche me asaltó inesperadamente el aburrimiento. ¿Qué podía hacer con esa libertad? Me puse a deambular por la casa marcando el territorio de mi nueva libertad: el comedor, la sala, el lavabo de la planta baja. Todo estaba como siempre. Sin razón aparente, me vino a la memoria uno de los mayores terrores de mi infancia, el del lobo y los tres cerditos, «¡Soplaré, soplaré y la casa derribaré!» El lobo no habría tenido ningún problema para derribar la casa de mis padres. Las paredes de las habitaciones, blancas y espaciosas, eran demasiado endebles para poder resistir, y los muebles, con su quebradiza fragilidad, se desmoronarían como una pila de cerillas solo con que un lobo se parara a mirarlos. Sí, ese lobo podría derribar la casa con un simple silbido y los tres nos convertiríamos al instante en su desayuno. Empecé a echar de menos la librería, donde nunca tenía miedo. El lobo podría soplar y vociferar cuanto quisiera: con todos esos libros duplicando el grosor de las paredes papá y yo estaríamos tan a salvo como en una fortaleza.

Subí las escaleras y me miré en el espejo del cuarto de baño. Para tranquilizarme, para ver mi aspecto de chica mayor. Ladeando la cabeza, primero hacia la izquierda, luego hacia la derecha, examiné mi reflejo desde todos los ángulos, deseando ver a otra persona. Pero era solo yo mirándome a mí misma.

Mi cuarto no abrigaba distracción alguna. Lo conocía al dedillo, él me conocía a mí, éramos viejos camaradas. Así pues, abrí la puerta de la habitación de invitados. El ropero de puertas lisas y el desnudo tocador prometían solo de boquilla que allí podías vestirte y cepillarte el pelo, pero en el fondo sabías que detrás de las puertas y en los cajones no había nada. La cama, con sus sábanas y mantas perfectamente remetidas y alisadas, no invitaba a tumbarse. Parecía que a las delgadas almohadas les hubieran chupado la vida. Siempre la llamábamos la habitación de invitados, pero nosotros nunca teníamos invitados. Era la habitación donde dormía mi madre.

Perpleja, salí del cuarto y me detuve en el rellano.

De modo que era eso. El rito de iniciación. Quedarme sola en casa. Estaba entrando a formar parte de las filas de los niños mayores; al día siguiente podría decir en el patio: «Anoche no vino ninguna canguro a cuidar de mí. Me quedé sola en casa». Las demás niñas me mirarían boquiabiertas. Llevaba mucho tiempo esperando ese momento, pero cuando llegó no sabía qué pensar. Había imaginado que crecería y crecería para encajar con soltura en esa experiencia de mayores, que por primera vez podría entrever la persona que estaba destinada a ser. Había imaginado que el mundo abandonaría su aspecto infantil y familiar para mostrarme su cara adulta y secreta. En lugar de eso, rodeada de mi nueva independencia, me sentí más pequeña que nunca. ¿Tenía algún problema? ¿Encontraría alguna vez la forma de hacerme mayor? Jugueteé con la idea de ir a casa de la señora Robb. No. Existía un lugar mejor. Debajo de la cama de mí padre.

El espacio entre el suelo y el somier había encogido desde la última vez que estuve allí. La maleta de las vacaciones, tan gris a la luz del día como aquí dentro, en la penumbra, me presionaba un hombro. Esa maleta contenía todo nuestro equipo de verano: gafas de sol, carretes de fotos, el traje de baño que mi madre nunca se ponía y nunca tiraba. A mi otro lado había una caja de cartón. Mis dedos palparon las tapas arrugadas, abrieron una solapa y hurgaron. El ovillo enmarañado de las luces de Navidad. Las plumas que cubrían la falda del ángel del arbolito. La última vez que había estado debajo de esa cama creía en Papá Noel. En aquel momento ya no. ¿Era eso una prueba de que me estaba haciendo mayor?

Al salir culebreando de debajo del somier arrastré conmigo una vieja lata de galletas. Allí estaba, medio asomada por debajo de la colcha. Me acordaba de ella: había estado ahí toda la vida. La fotografía de unos riscos y abetos escoceses sobre una tapa tan apretada que era imposible abrirla. Traté distraídamente de levantarla, y cedió con tanta facilidad bajo mis dedos más grandes y fuertes, que di un respingo. Dentro estaba el pasaporte de papá y papeles de diversos tamaños. Impresos, unos escritos a máquina, otros a mano; una firma aquí, otra allá.

Para mí, ver significa leer. Siempre ha sido así. Hojeé los documentos. El certificado de matrimonio de mis padres, sus respectivas partidas de nacimiento, mi partida de nacimiento. Letras rojas sobre papel crema. La firma de mi padre. Volví a doblarla con cuidado, la puse con los demás documentos que ya había leído y pasé al siguiente. Era idéntico. Lo miré extrañada. ¿Por qué tenía dos partidas de nacimiento?

Entonces lo vi. Mismo padre, misma madre, misma fecha de nacimiento, otro nombre.