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Sin embargo, siento que me queda algo pendiente. No sé quién ni cuántas personas leerán finalmente mi trabajo, pero por pocas que sean, por mucho tiempo que deba transcurrir, me siento responsable ante ellas. Y aunque he contado cuanto hay que saber sobre Adeline, Emmeline y la niña fantasma, comprendo que para algunas personas no bastará. Sé lo que supone terminar un libro y encontrarte un día o una semana más tarde preguntándote qué le ocurrió al carnicero o quién se quedó con los diamantes o si la viuda se reconcilió con su sobrina. Puedo imaginarme a algunos lectores preguntándose qué fue de Judith y Maurice, si alguien conservó aquel espléndido jardín, quién acabó viviendo en la casa de Vida Winter.

Así pues, si ya os lo estáis preguntando, dejad que os lo cuente. La casa no fue puesta en venta y Judith y Maurice siguieron viviendo allí. La señorita Winter había dispuesto en su testamento que el jardín y la casa se convirtieran en una especie de museo literario. El verdadero valor, naturalmente, está en el jardín («una gema insólita», según una revista de horticultura), pero la señorita Winter era consciente de que sería su reputación como escritora y no sus aptitudes como jardinera lo que atraería a la multitud. Así pues, habrá visitas guiadas a las habitaciones, un salón de té y una librería. Los autocares que llevan a los turistas al Museo Brontë podrán visitar después el «Jardín secreto de Vida Winter». Judith seguirá como ama de llaves y Maurice como jardinero jefe. La primera tarea de ambos, antes de poner en marcha la transformación, consistirá en vaciar las habitaciones de Emmeline. No habrá nada que ver en ellas, así que los turistas no se acercarán hasta allí.

Y ahora Hester. Creo que esto os sorprenderá; por lo menos a mí me sorprendió. Recibí una carta de Emmanuel Drake. Lo cierto es que me había olvidado por completo de él. Lenta y metódicamente, había continuado investigando y, por increíble que parezca, al final dio con ella. «Fue la conexión italiana lo que me despistó -explicaba en su carta- pues en realidad su institutriz se había marchado en la otra dirección, ¡a América!» Hester trabajó durante un año como ayudante de un neurólogo universitario y al cabo de un tiempo, adivina quién se reunió con ella. ¡El doctor Maudsley! Su esposa había muerto (de algo tan poco sospechoso como una gripe, lo comprobé), y unos días después del entierro ya se había embarcado. Era amor. Ambos han fallecido ya, pero disfrutaron de una larga y feliz vida juntos. Tuvieron cuatro hijos. Uno de ellos me ha escrito y le he enviado el original del diario de su madre para que lo conserve. Dudo que logre comprender más de una palabra de cada diez; si me pide alguna aclaración, le contaré que su madre conoció a su padre en Inglaterra, cuando él estaba casado aún con su primera mujer, pero si no me la pide, no le diré nada. En su carta incluía una lista de las publicaciones conjuntas de sus padres. Investigaron y escribieron docenas de artículos muy bien considerados (ninguno sobre gemelos; creo que supieron que había llegado el momento de decir basta) y los publicaron conjuntamente: Dr. E. y Sra. H. J. Maudsley.

¿H. J.? Hester tenía un segundo nombre: Josephine.

¿Qué más desearíais saber? ¿Quién se hizo cargo del gato? Sombra vive conmigo en la librería. Se sienta en los estantes, en los espacios entre libros, y cuando los clientes topan con él les devuelve la mirada con apacible ecuanimidad. De vez en cuando se sienta en la ventana, pero no por mucho tiempo. Le abruman la calle, los vehículos, los transeúntes y los edificios de enfrente. Le he enseñado el atajo hasta el río por el callejón, pero se niega a salir.

– ¿Qué esperas? -dice mi padre-. Un río no le sirve a un gato de Yorkshire. Está buscando los páramos.

Creo que tiene razón. Expectante, Sombra salta a la ventana, contempla la calle y luego me clava una larga mirada de decepción.

No me gusta pensar que echa de menos su casa.

El doctor Clifton apareció un día en la librería de mi padre. Estaba de visita en la ciudad, dijo, y al recordar que mi padre tenía una librería pensó que valdría la pena visitarla, aunque le quedara un poco lejos, para ver si tenía un volumen de medicina del siglo XVIII en el que estaba interesado. Por casualidad lo teníamos, y el doctor Clifton y mi padre conversaron amigablemente sobre aquel libro hasta la hora de cerrar. Como compensación por habernos retenido hasta tan tarde, nos invitó a cenar. Fue una velada muy agradable y como todavía pasaría una noche más en la ciudad, mi padre le invitó a cenar al día siguiente con la familia. En la cocina mi madre me dijo que era «un hombre muy agradable, Margaret, muy agradable». Aquella sería su última tarde. Fuimos a dar un paseo por el río, pero esa vez él y yo solos, porque papá estaba demasiado ocupado escribiendo cartas para poder acompañarnos. Le conté la historia del fantasma de Angelfield. Él escuchó atentamente y cuando terminé, continuamos con nuestro paseo, despacio y en silencio.

– Recuerdo haber visto esa caja de los tesoros -dijo al rato-. ¿Cómo consiguió escapar al incendio?

Me detuve en seco, presa del pasmo.

– ¿Sabe? Nunca se me ocurrió preguntárselo.

– Entonces ya nunca lo sabrá.

Me tomó del brazo y seguimos caminando.

En fin, volviendo al tema, o sea a Sombra y su añoranza, cuando el doctor Clifton visitó la librería de mi padre y reparó en la tristeza del gato, propuso acogerlo en su casa. No me cabe duda de que a Sombra le encantaría volver a Yorkshire, pero la oferta, por amable que sea, me ha sumido en un estado de dolorosa confusión, pues no estoy segura de que pueda soportar separarme de él. Sombra, estoy segura, soportaría mi ausencia con la misma calma con que aceptó la desaparición de la señorita Winter, pues es un gato; pero yo, que soy un ser humano, me he encariñado con él y preferiría, si es posible, tenerlo a mí lado.

En una carta revelé una parte de esos pensamientos al doctor Clifton; él contestó que a lo mejor los dos, Sombra y yo, podríamos ir a su casa de vacaciones. Nos invita a pasar un mes, en primavera. Cualquier cosa, dice, puede suceder en un mes, y cree que cuando haya tocado a su fin es posible que hayamos encontrado una solución satisfactoria para todos a mi dilema. No puedo evitar pensar que Sombra acabará teniendo su final feliz.

Y eso es todo.

Epílogo

O casi todo. Una piensa que algo ha terminado y de repente se da cuenta de que no.

Tuve una visita.

Sombra fue el primero en advertirlo. Yo estaba tarareando con la maleta abierta sobre la cama, guardando la ropa para irnos de vacaciones. Sombra entraba y salía de ella, jugando con la idea de hacerse un nido entre mis calcetines y rebecas, cuando de repente se detuvo y miró hacia la puerta que tenía a mi espalda.

No llegó como un ángel dorado, ni como el espectro de la muerte envuelto en un manto. Era como yo: una mujer más bien alta, delgada y morena, en la que no te fijarías si te cruzaras con ella por la calle.

Había cien, mil cosas que quería preguntarle, pero estaba tan emocionada que no podía ni pronunciar su nombre. Se acercó, me rodeó con sus brazos y me estrechó contra su costado.

– Moira -conseguí susurrar-, estaba empezando a creer que no eras real.

Pero era real. Su mejilla contra la mía, su brazo sobre mis hombros, mi mano en su cintura. Unimos nuestras cicatrices y todas mis preguntas se desvanecieron al sentir su sangre correr con mi sangre, su corazón latir con mi corazón. Fue un momento de gloria, pleno y sereno; supe que recordaba ese sentimiento. Había estado encerrado dentro de mí, atrapado, y ella había aparecido para liberarlo. Este circuito dichoso; esta unidad que en otros tiempos fue normal y hoy es, ahora que la había recuperado, un milagro.

Ella había aparecido y estábamos juntas.

Comprendía que me había visitado para despedirse, que la próxima vez que nos viéramos sería yo quien fuera a su encuentro. Pero ese encuentro queda lejos. No hay prisa. Ella puede esperar y yo también.

Sentí la caricia de sus dedos en mi cara cuando le enjugué las lágrimas. Luego, jubilosos, nuestros dedos se encontraron y entrelazaron. Con su aliento en mi mejilla, su cara en mi pelo, hundí la nariz en la curva de su cuello y aspiré su dulzor.

¡Cuánta dicha!

No importaba que no pudiera quedarse. Había aparecido. Había aparecido.

No estoy segura de cómo ni cuándo se fue. Simplemente me di cuenta de que ya no estaba. Me senté en la cama, tranquila, feliz. Experimenté la curiosa sensación de mi sangre cambiando de rumbo, de mi corazón reajustando sus latidos solo para mí. Al tocar mi cicatriz mi hermana la había devuelto a la vida; y después, poco a poco, se fue enfriando hasta que dejé de sentirla diferente del resto de mi cuerpo.

Ella había aparecido y se había marchado. No volvería a verla a este lado de la tumba. Mi vida era ahora mi vida.

En la maleta, Sombra dormía. Acerqué una mano para acariciarle. Abrió un ojo verde, e impasible me miró un instante y volvió a cerrarlo.

Agradecimientos

Gracias a Jo Anson, Gaia Banks, Martyn Bedford, Emily Bestler, Paula Catley, Ross y Colin Catley, Jim Crace, Penny Dolan, Marianne Downie, Mandy Franklin, Anna y Nathan Franklin, Vivien Green, Douglas Gurr, Jenny Jacobs, Caroline le Marechal, Pauline y Jeffrey Setterfield, Christina Shingler, Janet y Bill Whittall, John Wilkes y Jane Wood.

Y gracias, en especial, a Owen Staley, que ha sido un amigo para este libro desde el principio, y a Peter Whittall, a quien El cuento número trece debe su título y mucho más.