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– ¿Apocalipsis? ¿Qué significa?

– Es una palabra griega. Nombra un acontecimiento espantoso y violento, el fin del mundo. ¿Qué mejor nombre para algo que desmigaja y trastorna tanto la tierra como una mina de oro?

– ¿Tu ciudad está lejos de Sydney?

– No para lo que son las distancias en Australia, pero bastante lejos de todos modos. El ferrocarril, me refiero al tren, nos dejará a unos ciento sesenta kilómetros de Kinross. Desde allí viajaremos en carruaje.

– ¿Kinross es lo suficientemente grande para tener una iglesia?

El alzó el mentón, y su barba pareció hacerse más puntiaguda.

– Tiene una iglesia anglicana, Elizabeth. No permitiré que en mi ciudad se instale un solo pastor presbiteriano. Antes que eso autorizaría a los papistas o los anabaptistas.

Elizabeth sintió que se le secaba la boca; tragó saliva.

– ¿Por qué usas esas ropas tan extrañas? -preguntó, para no seguir hablando de un tema tan espinoso.

– Se han convertido en parte de mí. Cuando me ven vestido así, todos creen que soy norteamericano. Desde que se descubrió que aquí había oro han venido miles de norteamericanos. Pero la verdadera razón por la que las uso es que son livianas, cómodas, y se amoldan al cuerpo. No se desgastan, y se lavan como se lava un trapo cualquiera porque son de piel de gamuza. Además son frescas. Parecen norteamericanas, pero me las hice hacer en Persia.

– ¿También has estado allí?

– He estado en todos los sitios por los que pasó mi famoso tocayo, y también en otros que él ni siquiera soñó que pudieran existir.

– ¿Tu famoso tocayo? ¿Quién?

– Alejandro… Alejandro Magno -agregó enseguida, cuando advirtió que ella lo miraba sin entender-. Rey de Macedonia y de casi iodo el mundo conocido en esa época. Hace más de dos mil años. -De pronto, una idea lo asaltó y se inclinó hacia delante-. Supongo que sabes leer y hacer cuentas, Elizabeth. Sé que sabes firmar, pero ¿eso es todo?

– Leo muy bien -dijo ella, inquieta y ofendida-. Sólo que no tuve libros de historia a mano. Y también aprendí a escribir, pero no he podido practicar. Padre no nos compraba papel.

– Te compraré un cuaderno de ejercicios, un libro con modelos de letras en el que practicarás hasta que puedas volcar fácilmente tus pensamientos al papel. Tendrás resmas y resmas del mejor papel. Y plumas, tinta y pinturas y cuadernos de bocetos para aprender a dibujar, si es que te interesa. La mayoría de las damas se dedican a las acuarelas.

– No me han educado como una dama -replicó ella con toda la dignidad de que pudo armarse.

La mirada de Alexander volvió a iluminarse.

– ¿Sabes bordar? -preguntó.

– Sé coser, pero no bordar.

¿Cómo se las arregló, se preguntaba ella un rato más tarde, para cambiar tan hábilmente de tema y dejar de hablar de sí mismo?

– Pienso que tal vez termine por estimar a mi esposo -confió Elizabeth a la señora Halliday hacia finales de su segunda semana de estancia en Sydney-, pero dudo mucho que alguna vez llegue a amarlo.

– Es muy pronto todavía -replicó la señora Halliday apaciblemente mientras sus perspicaces ojos estudiaban el rostro de Elizabeth.

Había cambiado, y mucho: ya no era la niña que ella había conocido en el barco. Su pelo oscuro estaba recogido a la moda, su vestido de seda color rojo herrumbre tenía el polisón de rigor, sus guantes eran de la más fina cabritilla, y su sombrero, un sueño. Quienquiera que fuese el que había forjado aquella imagen había sido lo suficientemente sensato para no maquillarla. La joven no necesitaba cosmético alguno, y al parecer el sol de Sydney no tenía la fuerza suficiente para dar a su piel extraordinariamente blanca el más mínimo matiz de color. Llevaba un espléndido collar de perlas, pendientes también de perlas, y cuando se quitó el guante de la mano izquierda la señora Halliday abrió de par en par los ojos.

– ¡Dios mío! -exclamó.

– Oh, este maldito diamante -dijo Elizabeth con un suspiro-. La verdad es que lo detesto. ¿Sabía que he de encargarme hacer especialmente los guantes? Y Alexander insistió en que el de la mano derecha fuese igual, así que supongo que se propone regalarme alguna otra piedra gigantesca.

– Debes de ser una santa -dijo la señora Halliday con ironía-. Cualquiera de las mujeres que conozco se desmayaría si le ofrecieran una gema que fuera la mitad de espléndida que tu diamante.

– Me encantan mis perlas, señora Halliday.

– ¡Me imagino! Las de la reina Victoria no son mejores.

Pero después de que Elizabeth se hubo marchado en el estilizado tílburi tirado por cuatro caballos, Augusta Halliday no pudo evitar un sollozo. ¡Pobre niña! Era como un pez fuera del agua. Ni avariciosa ni ambiciosa, vivía rodeada de lujos en un mundo de riquezas y abundancia que era por demás ajeno a su naturaleza. Si se hubiera quedado en su pequeño mundo, allá en Escocia, habría seguido cuidando de su padre, y con el tiempo se habría convertido en una tía solterona, de eso no cabía duda. Y a pesar de todo había aceptado de buena gana su destino, aunque no se sintiera idílicamente feliz. Pues bien, al menos pensaba que podía llegar a estimar a Alexander Kinross, y eso era algo. Íntimamente, la señora Halliday pensaba como Elizabeth; ella tampoco creía que Elizabeth pudiera llegar a amar a su marido. La distancia entre ellos era demasiado grande; sus modos de ser, demasiado diferentes. Resultaba difícil creer que fueran primos hermanos.

Por supuesto, para cuando Elizabeth llegó a visitarla en su tílburi de cuatro caballos, la señora Halliday ya había averiguado bastante sobre Alexander Kinross. Era con mucho el hombre más rico de la colonia, pues a diferencia de la mayoría de los que encontraban filones en los yacimientos de oro, él recogía hasta el más ínfimo gramo que podía dragar en el aluvión, y sólo después exploraba en busca del filón. Tenía al gobierno en un bolsillo y al poder judicial en el otro, de modo que mientras algunos se veían seriamente amenazados por los aventureros que reclamaban el derecho de explotar las minas a su antojo, Alexander Kinross estaba en condiciones de resolver esos y otros inconvenientes en un santiamén. Pero aunque alternaba con la alta sociedad cuando estaba en Sydney, no era un hombre particularmente sociable. A aquellos a quienes valía la pena conocer prefería verlos en sus oficinas, más que invitarlos a beber una copa o a cenar; a veces aceptaba alguna que otra invitación del palacio del gobernador, o de Clovelly, en la bahía de Watson, pero nunca asistía a un baile o una velada organizada nada más que por diversión. Por lo tanto, todo el mundo coincidía en que lo que le interesaba era el poder, no la opinión ajena.

Charles Dewy, descubrió Elizabeth, era un socio menor de la mina Apocalipsis.

– Es el usurpador de la zona. Solía explotar unos trescientos cincuenta kilómetros cuadrados de tierra antes de que comenzara la fiebre del oro -dijo Alexander.

– ¿Usurpador?

– Se lo llama así porque «usurpó» sin autorización tierras de la Corona. En el pasado, quien se apropiaba de hecho de tierras que después nadie reclamaba, con el tiempo se convertía en su virtual propietario. Eso es lo que hizo Dewy. Pero ahora una ley del Parlamento ha cambiado las cosas. Yo suavicé sus pretensiones ofreciéndole una participación en Apocalipsis, y a partir de entonces nada de lo que hago le parece mal.

Por fin iban a dejar Sydney, algo que no apenó en lo más mínimo a Elizabeth, ahora que poseía dos docenas de enormes baúles pero se había quedado sin criada. Al parecer, la señorita Thomas había hecho algunas averiguaciones sobre la ciudad de Kinross y, de resultas de ello, esa misma mañana había renunciado a su puesto. Su deserción no había afligido a Elizabeth, que prefería arreglárselas sola.