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– Mamá, no deberías sentarte aquí, sola y a oscuras -dijo Nell apenas entró-. La cena estará lista en media hora. ¿Te sirvo una de tus enormes copas de jerez?

– Gracias -replicó Elizabeth parpadeando, deslumbrada por las luces que Nell iba encendiendo una tras otra.

– ¿Puedes comer? ¿Quieres que pida a Hung Chee que te prepare un tónico?

– Puedo comer. -Elizabeth recibió la copa y bebió un sorbo de jerez-. ¿Un tónico de Hung Chee? ¿La medicina moderna no tiene algo más eficaz? Si lo prepara Hung Chee puede contener cualquier cosa: escarabajos triturados, estiércol seco, semillas de quién sabe qué.

– La medicina china es brillante -dijo Nell, sentándose frente a su madre con su propia copa enorme de jerez-. Nosotros tendemos a encerrarnos en el laboratorio de química para fabricar algo, mientras que ellos acuden a la madre naturaleza. Oh, mucho de lo que nosotros fabricamos es excelente, y logra resultados que ningún medicamento chino puede lograr. Pero sobre todo cuando se trata de enfermedades menores o crónicas, la naturaleza cuenta con una farmacopea maravillosa. En cuanto me licencie me propongo recopilar recetas de remedios de viejas, panaceas transmitidas por la costumbre y la tradición, y las fórmulas de Hung Chee para la gota, los mareos, las erupciones de la piel, los ataques de hígado y Dios sabe cuántas cosas más.

– ¿Eso significa que ya no te dedicarás a la investigación?

Nell frunció el entrecejo.

– No conseguiré un puesto de investigadora, mamá, ya me lo han anticipado. Pero no me siento descorazonada, y eso en cierto modo me resulta sorprendente. Quiero dedicarme a la medicina general en alguno de los barrios más pobres de Sydney.

– ¡Oh, Nell, eso me complace mucho! -dijo Elizabeth con una sonrisa.

– Tengo que regresar a Sydney mañana mismo, mamá. Si no, tendré que volver a cursar cuarto de medicina, pero me preocupa dejarte sola.

– No estaré sola mucho tiempo más -dijo Elizabeth plácidamente.

– ¿Cómo dices?

– Pienso viajar.

– ¿Con Dolly? ¿Adonde?

– No, Dolly se quedará con Constance en Dunleigh. Las hijas de Sophia viven allí, y también las de Maria, y ya es hora de que Dolly se relacione con niñas de su edad. Las niñas de los Dewy no saben nada sobre el origen de Dolly, y Dunleigh está bien lejos de aquí. Además, tienen una institutriz excelente. Fue Constance quien me lo sugirió.

– Espléndido, mamá. De verdad. ¿Y tú?

– Iré a los lagos italianos. Soñaba con ese lugar -dijo Elizabeth en un tono ligeramente misterioso- cada vez que pensaba en escapar. Pero nunca pude hacerlo. Primero por Anna, después por Dolly. ¿Te acuerdas, Nell? Los lagos italianos…

– Recuerdo que eran hermosos, nada más -dijo Nell con un nudo en la garganta-. ¿Pensabas a menudo en escapar?

– Cada vez que sentía que la vida se hacía insoportable.

– ¿Y lo sentías a menudo?

– Con frecuencia.

– ¿Tanto odiabas a papá?

– No, nunca lo odié. No lo amaba, y terminó resultándome antipático. Cuando odias es porque no encuentras un motivo para explicar lo que sientes, el odio es demasiado ciego, pero yo siempre logré comprender la verdad. Incluso logré comprender el punto de vista de Alexander. El problema es que entre su punto de vista y el mío había un mundo de diferencias.

– Él sí te amaba, mamá.

– Ahora que está muerto lo sé. Pero eso no cambia nada. Él amaba más a Ruby.

– ¡Esa cabrona de Ruby Costevan! -exclamó Nell con vehemencia.

– ¡No digas eso! -gritó Elizabeth, alzando tanto la voz que Nell se sobresaltó-. De no haber sido por Ruby, no sé qué habría sido de mí, sinceramente. Tú siempre la quisiste, Nell, así que ahora no debes echarle la culpa de nada. No quiero oír una sola palabra contra ella.

Nell se estremeció. ¡Pasión en la voz de su madre! ¡Y en defensa de la única persona que la buena sociedad dictaminaba que debía detestar!

– Lo lamento, mamá. Me equivoqué.

– Prométeme que cuando te cases, ¡y te casarás!, lo harás por las mejores razones. Que él te guste, sobre todo. Que lo ames, por supuesto. Pero también por los placeres de la carne. Se supone que no se debe hablar de eso, como si fuera algo inventado por el diablo y no por Dios. Pero no puedo explicarte lo importante que es. Si puedes compartir sinceramente tu vida privada con tu esposo, nada será más importante que eso. Tienes una profesión que te costaría demasiado abandonar, y no debes descuidarla. Si quiere que la abandones, no te cases con él. Siempre tendrás dinero suficiente para vivir con todas las comodidades, así que bien puedes casarte y seguir ejerciendo tu profesión.

– Buen consejo -dijo Nell con cierta brusquedad. Empezaba a comprender muchas cosas de la historia de sus padres.

– Nadie puede dar mejores consejos que alguien que ha fracasado.

Se hizo un silencio. Nell comenzaba a ver a su madre con otros ojos, como si después de la muerte de su padre ella hubiera adquirido cierta sabiduría. Siempre se había puesto del lado de su padre, y la pasividad de su madre la había exasperado. Aborrecía la actitud de mártir que adoptaba ella, pero ahora veía claramente que Elizabeth no era una mártir, y que nunca lo había sido.

– ¡Pobre mamá! Nunca tuviste suerte, ¿verdad?

– Nunca. Pero espero tener un poco en el futuro.

Nell dejó su copa, se puso de pie, se acercó a su madre y la besó en los labios por primera vez en su vida.

– Yo también -dijo, y le tendió una mano-. Vamos, la cena va debe de estar lista. Podemos dejar descansar a los fantasmas, ¿no te parece?

– ¿Fantasmas? Yo los llamaría más bien demonios -replicó Elizabeth.

Lee acompañó a Elizabeth a casa después que ella despidió a Nell en la estación. Cuando ella se dirigió a la biblioteca él la siguió; se sentía un poco desorientado. El único contacto físico que habían tenido desde la muerte de Alexander había sido aquel patético y desapasionado interludio en la cama de la prisión temporal de Anna. No la juzgaba por ese repliegue; al contrario, lo comprendía muy bien. Pero sentía que lo que flotaba entre ellos era la presencia de Alexander, y no encontraba la fórmula mágica para desterrarla. Lo que temía era perder a Elizabeth, porque aunque la amaba y creía que ella lo amaba, su relación hasta ese momento estaba construida sobre arenas movedizas, y la muerte de Alexander había sacudido sus cimientos de muchas maneras: su herencia, su ignorancia acerca de cómo funcionaba la mente de ella. Si Alexander, después de tanto tiempo, no había llegado a conocerla, ¿cómo podría conocerla él? A través del amor que sentía por ella, le decía su instinto, pero la lógica y el buen sentido lo hacían dudar.

Incluso en ese momento, con la puerta de la biblioteca cerrada y las cortinas echadas, ella no le dio la más mínima señal de que quisiera que él se acercara, la tomara en sus brazos, la amara. No hacía más que retorcer sus guantes negros como si quisiera torturar a aquellos restos inanimados de su duelo. Con la cabeza baja, miraba lo que hacía totalmente ensimismada.

Alexander estaba en lo cierto: se ausenta y no deja ninguna clave para acceder al laberinto en el que se pierde.

Pasó un rato. Finalmente, él no pudo aguantar más.

– Elizabeth, ¿qué quieres hacer?

– ¿Hacer? -Levantó la vista para mirarlo y sonrió-. Me gustaría que encendieran el fuego. Hace frío.

Tal vez ésa sea la clave, pensó él, arrodillándose con una vela encendida ante el hogar para acercarla a la bola de papel ya preparada y encenderlo. Sí, tal vez sea eso. Nunca nadie se ha ocupado de ella, nadie ha pensado en su comodidad, en su bienestar. En cuanto el fuego estuvo encendido le quitó los guantes, luego el sombrero, y la condujo hasta un sillón cómodo dispuesto ante el hogar, le alisó los cabellos desordenados por el sombrero, le sirvió un jerez y le ofreció un cigarrillo.