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En la penumbra sus ojos negros reflejaban las ondulantes llamas cada vez que se volvían hacia el fuego, pero eso sólo ocurría cuando él se acercaba al hogar. El resto del tiempo seguían atentamente sus movimientos, hasta que él se sentó sobre la alfombra, junto a ella, y apoyó la cabeza en sus rodillas. Ella tomó en sus manos la trenza y la enrolló en torno a su brazo. Lee no podía ver la expresión de su rostro, pero estar allí con ella era más que suficiente.

– «¿Cómo te amo? Déjame enumerar las formas en que te amo» -dijo él.

Ella continuó el poema.

– «Te amo con toda la profundidad, la amplitud y la elevación que mi alma puede alcanzar.»

– «Te amo hasta la necesidad más silenciosa de cada día, bajo el sol y a la luz de las velas.»

– «¡Te amo con mi respiración, con las sonrisas y las lágrimas de toda mi vida!»

– «Y, si Dios lo quiere -concluyó él-, te amaré aún más después de mi muerte.»

No volvieron a hablar. Las brasas ardían; él se levantó para agregar algunos leños secos al fuego. Luego volvió a sentarse en el suelo, entre las piernas de Elizabeth, con la cabeza apoyada en su vientre y los ojos cerrados, disfrutando de las caricias con que ella parecía querer reconocer su cara. No había tocado la copa de jerez, y el cigarrillo había quedado reducido a cenizas.

– Me voy de viaje -dijo ella después de un largo silencio.

Él abrió los ojos.

– ¿Conmigo o sin mí?

– Contigo, pero cada uno por su lado. Tengo libertad para viajar, para amarte, para desearte. Pero no aquí. Por lo menos no al principio. Puedes llevarme a Sydney, embarcarme con rumbo a… ¡Oh, a donde sea! No tiene importancia. A cualquier lugar de Europa, aunque lo mejor sería Génova. Iré a los lagos italianos con Pearl y Silken Flower. Te esperaremos allí todo el tiempo que sea necesario. -Recorrió con un dedo los contornos de una de sus cejas, y siguió por la mejilla-. Amo tus ojos… Ese color tan extraño y hermoso…

– Estaba empezando a temer que todo hubiera terminado -dijo él, demasiado feliz para moverse.

– No, nunca terminará, aunque tal vez algún día tú lo desees. Cumpliré cuarenta en septiembre.

– La diferencia de edad entre nosotros no es tan grande. Envejeceremos juntos, y seremos padres maduros. -Se enderezó y se dio la vuelta para mirarla-. ¿Estás…?

Ella se echó a reír.

– No. Pero lo estaré. Ése es el regalo que Alexander me hizo. No puedo imaginar que el motivo fuera otro.

Lee, boquiabierto, se arrodilló.

– ¡Elizabeth! ¡Eso no es cierto!

– Si tú lo dices -replicó ella con una sonrisa enigmática-. ¿Cuánto tiempo tendré que esperarte?

– Tres o cuatro meses. Mujer, ¡te amo! No es tan lírico como el poema, pero lo digo con el mismo sentimiento.

– Y yo te amo a ti. -Se inclinó para besarlo con vehemencia y luego echó la cabeza hacia atrás-. Quiero que seamos todo lo que podamos ser, Lee. Eso quiere decir empezar a vivir juntos en algún lugar que no nos despierte recuerdos a ninguno de los dos. Me gustaría que nos casáramos en Como y pasáramos nuestra luna de miel en la villa que yo haya alquilado. Sé que tendremos que volver, pero para entonces ya habremos exorcizado todos los demonios. Y las casas sólo se convierten en hogares cuando están empapadas de recuerdos. Esta casa nunca ha sido un hogar, pero guarda muchos recuerdos. Un día será un hogar, te lo aseguro.

– Y la laguna seguirá siendo nuestro lugar más secreto -agregó él incorporándose. Acercó una silla lo suficiente para tocarla si quería, y le sonrió con una expresión indefinida, como deslumbrado-. Me cuesta creerlo, mi querida Elizabeth.

– ¿Qué tienes que hacer para escapar? -preguntó ella-. ¿La compañía puede arreglárselas sin ti?

– Es una entidad con vida propia, casi se podría decir que se perpetúa a sí misma. El marido de Sophia será mi segundo, así que es hora de que demuestre sus aptitudes -dijo Lee-. Además, el mundo se está hundiendo, querida mía, y tu difunto esposo fue uno de los que contribuyó al hundimiento.

– Y mi próximo esposo seguirá ayudando a hundirlo, sospecho -agregó ella y bebió por fin un sorbo de jerez. Pero cuando él le ofreció otro cigarrillo ella lo rechazó-. No fumaré más. Sírvete un bourbon, amor mío.

– No beberé más bourbon. He decidido pasarme al jerez.

Siguió agregando leños al fuego, pensando que así era como habría de ser la vida con Elizabeth: paz y pasión, una comunión total. Sentarse con ella junto al hogar al finalizar la jornada, disfrutar del simple hecho de mirarla, echarla de menos cuando no estuviera allí.

– Soy una paloma casera por naturaleza -dijo, como si estuviera sorprendido por su descubrimiento-. Es raro, porque he pasado gran parte de mi vida como un verdadero nómada.

– Me gustaría conocer algunos de los lugares en los que has estado -dijo ella en tono soñador-. Tal vez en el viaje de regreso de Italia podamos ir a ver tu yacimiento de petróleo en Persia…

Él soltó una carcajada.

– ¡Mi escasamente rentable yacimiento petrolífero! Pero Alexander y yo tuvimos la misma idea en el mismo momento cuando pensábamos en cómo podía deshacerme de él con muy buenas ganancias. Fue un día en que estábamos inspeccionando el Majestic, un acorazado, en Portsmouth, y él dijo: «Te leí la mente como si estuvieras enviando mensajes con banderas.» Yo repetí la frase. No fue necesario decirnos nada más, nos entendimos sin palabras.

– En ciertos aspectos te le pareces mucho -dijo ella, más complacida que apenada-. ¿Cuál fue esa idea simultánea?

– No es algo que vaya a ocurrir mañana ni, para el caso, tampoco el año que viene. Pero dentro de diez o doce años los ingleses querrán instalar turbinas alimentadas a petróleo en sus acorazados. Si Britania sigue dominando los mares, deberá tener acorazados que cuenten con cañones muy poderosos, un grueso blindaje y, a pesar de todo eso, puedan navegar a más de veinte nudos. Y que no despidan una nube de humo gigantesca. Petróleo: un humo pálido, tenue. Carbón: una nube negra. El quid de la cuestión, querida mía, es que los ingleses no tienen petróleo. Lo que yo me propongo, cuando llegue el momento, es vender mi parte de Peacock Oil al gobierno británico, algo que llenará de alegría al sah de Persia. Si se asocia con el león británico podrá mantener a raya al oso ruso. Aunque -concluyó Lee reflexivamente- no estoy seguro de cuál de esos dos depredadores es el más peligroso.

– A mí me suena como un final feliz -dijo ella-. ¡Mi amor, Alexander sabía muy bien lo que hacía cuando te eligió!

– Alexander sabía muy bien lo que hacía cuando te eligió a ti. Si no se hubiera hecho traer una novia de Escocia, yo nunca te habría conocido, y eso es algo en lo que prefiero no pensar. Hoy seguiría siendo un vagabundo.

– Y yo sería una tía solterona en la Kinross escocesa. Me alegra que Alexander me hiciera venir. -Soltó una lágrima-. No querría cambiar nada, salvo lo que pasé con Anna.

Sin decir una sola palabra, Lee le tendió una mano.

4

La doctora

La muerte de su padre hizo que la carrera de medicina de Nell sufriera un vuelco radical; de pronto sus calificaciones bajaron, y no porque estuviese dedicando menos tiempo a sus estudios. Aprobó el cuarto de medicina, aunque con reservas. Había perdido muchas clases, fue la excusa que esgrimieron sus profesores. Y en quinto y sexto curso, su último año, nada de lo que hizo los impresionó lo suficiente para que mejoraran sus calificaciones, aunque ella sabía perfectamente que debería haber sido la mejor de la clase. Ya no podría obtener una matrícula de honor, aunque de todas formas ella sabía que no se atreverían a suspenderla. Dicho de otro modo, ella se había ocupado de sugerir que si la suspendían acudiría a los periódicos más sensacionalistas, que tenían unos cuantos empollones en la facultad de Medicina, denunciando la discriminación contra las estudiantes mujeres. Así que la aprobaron -sin matrícula de honor- y se licenció en Medicina y en Cirugía. Su tesis doctoral sobre la epilepsia había sido rechazada por demasiado abstrusa e imprecisa, y por no presentar suficiente material clínico. Además, no era una enfermedad de moda. Así pues, la hija de sir Alexander Kinross la envió a sir William Gower, un especialista de Londres, preguntándole si tenía los méritos suficientes para aspirar a un doctorado. Y firmó: «E. Kinross.»