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– ¿Sigue siendo un parlamentario del partido equivocado?

– Oh, sí, pero en el Parlamento nacional. La emprendí contra él por el proyecto contra los inmigrantes no blancos que propone el programa de los laboristas -dijo ella con un ronroneo.

– Pero no lograste desanimarlo, ¿verdad?

– Dudo que haya algo que pueda desanimarlo una vez que le clava los dientes. Es como un bulldog.

– Alguien así te vendría muy bien. Piensa en las peleas que podríais tener.

– Después de vivir con mi madre y mi padre, preferiría una vida en paz, Lee.

– Ellos casi nunca peleaban, ése era uno de sus problemas. Tú eres el vivo retrato de tu padre, Nell, tú disfrutas de una pelea. Si no fuera así no habrías terminado medicina.

– Muy cierto -replicó ella-. ¿Tú y mi madre os peleáis?

– No, no lo necesitamos. Sobre todo con dos bebés en el nido y otro, espero que sea uno solo, en camino… Es muy reciente, pero ella dice que está completamente segura.

– ¡Por Dios, Lee! ¿No podías mantenerla dentro de tus pantalones algo más? Mamá necesita tiempo para recuperarse de un parto de mellizos.

Lee se echó a reír.

– ¡No me culpes a mí! La idea fue de ella.

Ruby abrumaba a Sophia hablándole de Mary-Isabelle.

– Es idéntica a mí -decía a voz en cuello-. No veo la hora de poder enseñar a mi bombón a llamar al pan, pan, y al vino, maldito vino. Mi nueva gatita de jade.

– ¡Ruby! -se escandalizó Sophia-. ¡No te atrevas!

Nell se licenció con otras dos mujeres y un grupo mucho más nutrido de varones. Observando desde la penumbra, Bede Evans Talgarth esperó hasta que la nueva doctora hubiese sido abrazada y besada por la pequeña multitud de parientes que la rodeaban. Si aquélla era su madre, era evidente que Nell no había heredado ni su belleza ni su porte sereno y tranquilo. Y su padrastro, un hombre llamativo, llevaba el pelo recogido en una trenza típicamente china. Cada uno de ellos sostenía en brazos un bebé; la madre, un niño; el padre, una niña; dos bonitas mujeres chinas vestidas con sendas chaquetas y pantalones de seda permanecían cerca de ellos con dos cochecitos infantiles. Y estaba también Ruby Costevan: Bede jamás podría olvidar aquel día en Kinross. Había ayudado a Nell a levantarse del suelo y había almorzado con ella y con una millonaria, al menos eso era lo que Ruby había dicho de sí misma. Lo que más lo intrigaba ahora era haber oído que el padrastro de Nell la llamaba «mamá».

Se notaba que eran pudientes, pero no tenían ese aire de la gente de la alta sociedad que exhibían muchos de los padres de los otros licenciados que se pavoneaban imitando el acento inglés y ocultaban su gangueo australiano. ¿Por qué en Australia no hicimos una revolución como la de los norteamericanos y expulsamos a los ingleses?, se preguntó. Estaríamos mucho mejor.

Se acercó al grupo que rodeaba a Nell con cierto nerviosismo, consciente de que a pesar de su traje de buena calidad, su camisa de cuello duro y puños almidonados, su corbata parlamentaria y sus zapatos de cabritilla, se veía como lo que era: el hijo de un minero del carbón que también había trabajado en una mina. ¡Era una locura! ¡Ella nunca encajaría en su vida!

– ¡Bede! -exclamó Nell con alegría, estrechando la mano que él le tendía.

– Felicidades, doctora Kinross.

Nell hizo las presentaciones en su habitual estilo desenfadado; primero nombró a todos sus parientes, y después a él.

– Él es Bede Talgarth -concluyó-. Socialista.

– Mucho gusto -dijo Lee, con acento verdaderamente inglés, estrechando la mano a Bede con genuina calidez-. Como jefe de la familia, le doy la bienvenida a nuestra reunión capitalista, Bede.

– ¿Le molestaría almorzar con una millonaria mañana? -preguntó Ruby guiñándole un ojo.

En ese momento aparecieron el rector y el decano, olfateando dinero y posibles donaciones.

– Mi esposa, la señora Costevan -dijo Lee al rector-, y mi madre, la señorita Costevan.

– ¡Se lo merecían! -dijo Nell retorciéndose de risa al ver que los funcionarios se escabullían-. Soy una médica, mujer, así que ni siquiera puedo conseguir una residencia en un hospital… ¿Y a ellos les importa? ¡No!

– ¿Entonces? ¿Abrirás una consulta en alguna parte? -preguntó Bede-. ¿En Kinross, tal vez?

– ¿Con una epidemia de peste bubónica en Sydney, millones de ratas y tanta gente que no puede pagar una consulta médica? ¡No! ¡De ninguna manera! Abriré mi consulta en Sydney -dijo Nell.

– ¿Y por qué no lo haces en mi distrito? -preguntó él, tomándola del hombro y apartándola un poco del grupo-. No ganarás dinero allí, pero me atrevo a decir que tú no lo necesitas.

– Es cierto, no lo necesito. Recibo una renta de cincuenta mil libras al año.

– ¡Dios mío! ¡Eso me deja fuera de la competición! -dijo él, incapaz de ocultar su pesimismo.

– No veo por qué. Lo tuyo es tuyo y lo mío es mío. Lo primero que tengo que hacer es comprar un automóvil. Es mucho mejor para las visitas domiciliarias. Uno con capota, por si llueve.

– Al menos -dijo él riendo-, podrás repararlo cuando se averíe, creo que eso pasa a menudo. Yo soy incapaz de cambiar la arandela de un grifo.

– Por eso te dedicaste a la política -dijo ella-. Es la profesión perfecta para la gente torpe y carente de sentido común. Mi pronóstico es que llegarás a primer ministro.

– Gracias por el voto de confianza. -Sus ojos perdieron jovialidad y se volvieron atrevidos y afectuosos-. Hoy estás preciosa, doctora Kinross. Deberías usar medias de seda más a menudo.

Nell se ruborizó, algo que la mortificó.

– Grac… -musitó.

– No puedo almorzar contigo mañana porque he aceptado la invitación de una millonaria -dijo, pasando por alto su desconcierto-, pero podría preparar pierna de cordero asada en mi casa una de estas noches, la que tú elijas. Hasta tengo algunos muebles nuevos.

– A Nell -dijo Elizabeth muy complacida-, le va a ir muy bien, después de todo.

– Nunca falta un roto para un descosido -dijo Ruby satisfecha-. Él es un fanático de la clase obrera, pero ella pronto le sacará esas ideas de la cabeza.

5

Alexander vuelve a cabalgar

Cuando Elizabeth y Lee regresaron a Kinross, llevaron con ellos la estatua de Alexander en un gigantesco embalaje de madera. Al final había sido esculpida en mármol, no en granito, por una razón inesperada: el escultor italiano que Lee contrató insistió en que, si esa obra maestra había de ser una obra maestra, ¡debía tallarse en mármol! No un mármol cualquiera, sino un bloque muy especial que él había encontrado en Carrara y que reservaba justamente para una obra como la estatua de sir Alexander Kinross. Aquél no sería uno de esos monumentos públicos de pacotilla que solían erigir los ayuntamientos, declaró el signor Bartolomeo Pardini con desprecio. ¡Sería una verdadera obra maestra! A la altura de Rodin, aunque, ¡uf!, ¿por qué ese hombre se empeñaba en trabajar en bronce? Y en cuanto al granito, ¡uf!, y otra vez ¡uf! Era un material adecuado para lápidas.

Abrumado por tanta pasión latina, Lee habló con Elizabeth y acordaron decir al gran Pardini que podía darse el gusto.

Alguna superstición que ninguno de los dos podía explicar impidió a Lee y Elizabeth ver la obra terminada antes de que fuera embalada; preferían verla cuando estuviera en su sitio. No habría una inauguración solemne, ni una de esas ceremonias pretenciosas que el modelo de la estatua tanto aborreciera en vida. Alexander sería colocado sin el menor boato sobre su peana de mármol marrón oscuro en la plaza de Kinross por una cuadrilla de hombres y una grúa, y cuando estuviera en su sitio, pues bien, todo el mundo podría verla cuando quisiera.

Era una auténtica obra maestra. El bloque de piedra tenía todas las cualidades del carey o el ágata; la cabellera de Alexander era blanca, la cara de un bronceado pálido, el traje de gamuza con flecos de un castaño más oscuro, y el caballo, una yegua, era de color marrón ambarino. El efecto que producía era de una naturalidad sorprendente, tanto que los que la veían por primera vez se acercaban cuanto podían para comprobar si el mármol había sido pintado o pegado en alguna de sus partes, y se maravillaban cuando descubrían que no. Alexander cabalgaba sobre su imponente corcel a pelo, como un emperador romano, una mano alzada a modo de saludo, la otra suelta al costado del cuerpo. Lee había pedido una montura como las que se utilizaban en el Oeste norteamericano, pero cuando vio la obra maestra del signor Pardini sobre su peana en la plaza de Kinross, tuvo que admitir que el artista siempre sabe más. Alexander habría estado encantado con su estatua. Amo de todo lo que se extendía ante sus ojos, como su antiguo tocayo, Alejandro Magno.