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Los miriñaques, había dicho con autoridad la señorita MacTavish, ya no estaban de moda, pero las faldas todavía eran voluminosas, sostenidas por una capa tras otra de enaguas. Las enaguas de Elizabeth, de algodón sin blanquear y carentes de adornos, eran muy poco vistosas. Sólo el vestido de noche había sido hecho por la señorita MacTavish, pero también ése, sintió Elizabeth cuando la criada la ayudó a ponérselo, carecía del menor encanto.

Por suerte el vestíbulo, iluminado con luz de gas, estaba bastante oscuro; Alexander recorrió su figura de la cabeza a los pies, y luego meneó la cabeza, aparentemente satisfecho. Llevaba puesto un frac, una prenda masculina que ella sólo había visto en las revistas de modas. El blanco y el negro de su atuendo no hacían sino realzar su aspecto mefistofélico, pero ella de todos modos le cogió del brazo y dejó que él la condujera hasta el ascensor.

Cuando llegaron al vestíbulo Elizabeth comprendió claramente las limitaciones de la Escocia rural y de la señorita MacTavish; la visión de aquellas damas que caminaban del brazo de los caballeros hizo trizas el orgullo que sentía por su vestido de tafetán azul oscuro. Llevaban los brazos y los hombros desnudos, separados por un moño de seda o un vaporoso encaje; sus cinturas eran minúsculas, y las faldas se unían en la espalda formando enormes bultos, los volados caían en cascadas y terminaban en una cola con la que barrían el suelo al caminar; sus guantes, que hacían juego con sus vestidos, llegaban por encima de los codos; llevaban el pelo recogido en altos peinados, y en el pecho a medias descubierto destellaban las joyas.

Cuando la pareja entró en el salón comedor se hizo un repentino silencio entre los comensales. Todas las cabezas se volvieron para mirarlos; los hombres, muy serios, saludaron a Alexander con una inclinación de cabeza, y las mujeres se atildaron. Un momento después, comenzaron los cuchicheos. Un corpulento camarero los guió hasta una mesa a la cual ya había otras dos personas sentadas, un hombre mayor vestido con lo que ella aprendería a llamar «traje de etiqueta», y una mujer de alrededor de cuarenta años que llevaba un espléndido vestido y lucía magníficas joyas. El hombre se puso de pie para saludar con una reverencia; la mujer, que no se movió de su silla, exhibía una sonrisa forzada en un rostro cuya expresión, de otro modo, habría sido decididamente indescifrable.

– Elizabeth, te presento a Charles Dewy y a su esposa Constance -dijo Alexander mientras Elizabeth ocupaba la silla que el camarero había apartado de la mesa.

– Querida, eres encantadora-dijo el señor Dewy.

– Encantadora -repitió la señora Dewy.

– Charles y Constance serán nuestros testigos de boda. La ceremonia será mañana por la tarde -anunció Alexander mientras miraba la carta-. ¿Prefieres alguna comida en especial, Elizabeth?

– No, señor -replicó ella.

– No, Alexander-la corrigió él amablemente.

– No, Alexander.

– Conozco demasiado bien la clase de platos que comías en tu casa, así que ordenaremos algo sencillo. Hawkins -dijo dirigiéndose al impertérrito camarero-, tráiganos una meuniére de platija, un sorbete y carne asada. Bien cocida para la señorita Drummond, más bien jugosa para mí.

– En estas aguas no hay lenguados -explicó el señor Dewy-. Por eso hacemos la meuniére con platija. Pero debería usted probar las ostras. Me atrevería a decir que son las mejores del mundo.

– ¿Qué demonios se propone Alexander casándose con esta criatura? -preguntó Constance a su marido apenas el ascensor los hubo dejado en el quinto piso.

Charles Dewy dibujó una amplia sonrisa y alzó las cejas.

– Ya conoces a Alexander, querida. Esto resuelve sus problemas. Pone a Ruby en su sitio y, al mismo tiempo, le procura una mujer lo suficientemente joven para moldearla a su antojo. Se ha mantenido soltero durante demasiado tiempo. Si no comienza a formar una familia de una vez por todas no tendrá tiempo para enseñar a sus hijos cómo se administra un imperio.

– ¡Pobre pequeña! Su acento es tan cerrado que apenas pude entender una palabra de lo que dijo. ¡Y ese vestido espantoso! Sí, es cierto, conozco a Alexander, y sé que le gustan las mujeres opulentas, no las damiselas esmirriadas. Fíjate en Ruby.

– Me he fijado, Constance, me he fijado. Pero sólo con la lascivia propia de un simple espectador, lo juro -dijo Charles, que se permitía aquel tono jocoso con su esposa porque se llevaba de perlas con ella-. No obstante, la pequeña Elizabeth sería realmente maravillosa si se arreglase mejor. ¿Y tienes alguna duda de que Alexander se ocupará de eso? Yo no.

– Ella le tiene miedo -dijo Constance con convicción.

– Bueno, eso era de esperar, ¿o no? En esta perversa ciudad no hay una sola muchacha de dieciséis años que esté tan protegida como lo ha estado Elizabeth. Eso es obvio. Y es la razón por la que la pidió en matrimonio, estoy seguro. Él puede flirtear con Ruby, y con una docena de mujeres más, pero jamás se casaría con una que no fuese completamente inocente. Ésa es su parte escocesa y presbiteriana, por más que alardee de su ateísmo. Esa iglesia no ha cambiado en lo más mínimo desde los tiempos de John Knox.

Se casaron al día siguiente a las cinco de la tarde, según el rito presbiteriano. La señora Dewy no tuvo nada que criticar en el vestido de novia de Elizabeth, muy sencillo, cerrado hasta el cuello, de mangas largas, adornado solamente por unos minúsculos botones forrados que jalonaban la pechera desde el cuello hasta la cintura. El raso dejaba oír su frufrú, las bragas no se transparentaban, y las sandalias blancas resaltaban sus tobillos, que Charles Dewy vio como el anuncio prometedor de unas piernas largas y bien formadas.

La novia estaba serena; el novio, imperturbable; al dar el sí, la voz no les tembló. Cuando los declararon marido y mujer, Alexander alzó el velo de encaje que cubría el rostro de Elizabeth y la besó. Aunque este gesto pareció bastante inocuo a los Dewy, Alexander sintió que ella se estremecía y se retraía apenas. Pero el momento pasó, y después de recibir las cálidas felicitaciones de los Dewy en la puerta de la iglesia, las dos parejas se marcharon cada una por su lado: los Dewy regresaron a su casa, en algún lugar llamado Dunleigh, mientras el señor y la señora Kinross regresaron caminando al hotel, donde esa noche cenarían por primera vez como esposos.

Cuando entraron en el salón comedor Elizabeth todavía llevaba puesto su vestido de novia, de modo que esta vez los otros comensales aplaudieron. Ruborizada, caminó con la vista fija en la alfombra. La mesa estaba adornada con flores blancas, crisantemos mezclados con etéreas margaritas; se sentó, y las contempló fijamente como si buscara algo que decir, algo que aliviara su turbación.

– Flores de otoño -dijo Alexander-. Aquí las estaciones están invertidas. Vamos, bebe una copa de champán. Tendrás que aprender a apreciar el vino. Y no te preocupes por lo que te puedan haber enseñado en la iglesia, hasta Jesús y sus mujeres bebían vino.

Ella sentía arder la sencilla alianza de oro, aunque no tanto como el otro anillo que llevaba en el mismo dedo, un solitario coronado por un diamante del tamaño de una moneda. Cuando Alexander se lo había ofrecido, durante el almuerzo, ella no había sabido dónde mirar; por nada del mundo quería enterarse de lo que había en aquel pequeño estuche que él le tendía a través de la mesa.