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– Matt…

Tomó su cara entre las manos y la miró a los ojos.

– Sólo quiero tocar tu pelo y mirarte bajo la luz de la luna -le dijo con voz seductora mientras la miraba como buscando algo que necesitaba como el aire.

Annie cerró los ojos. Era increíble sentir sus manos en la cara, pero era tan peligroso… Se preguntó qué pasaría si se enamoraba de él. Quizá se arrepintiese toda su vida…

– Matt, ¿por qué me haces esto? -le preguntó preocupada.

Se acercó más a ella, concentrado en sus labios.

– No lo sé, Annie. Intento que no ocurra, incluso ahora mismo. Pero hay algo que me lleva hacia ti por mucho que me intente apartar.

– Matt…

La besó con gran suavidad. No fue como la noche del apasionado beso. Esa vez todo fue muy delicado, como una caricia en sus labios que la dejó una gran sensación de bienestar. Después sonrió con dulzura y, tras colocar la mano de Annie sobre su brazo, continuaron paseando. Ella se sentía feliz y ligera, capaz de bailar sobre una nube.

Charlaron y charlaron sobre la boda, el tiempo y la apertura de una nueva tienda en el centro. Y Annie se dio cuenta de que esa sensación de bienestar que la embargaba era felicidad. Él le había confesado que la necesitaba para apaciguar el dolor que las noticias del detective le habían causado. Y ella estaba encantada de poder ayudarlo. Ambos tenían los sentimientos a flor de piel.

– Hoy me he enterado del sexo del bebé -le dijo de vuelta a la casa.

– Genial. Ya era hora -repuso con una gran sonrisa-. Y, ¿qué es?

– Es un niño.

– ¡Qué bien! -dijo apretando su mano-. ¿Cómo lo vas a llamar?

– No lo sé. Intento no pensar en eso.

Sabía que era primordial que no eligiera un nombre. En cuanto lo hiciera, sería incapaz de darle el niño a otra madre.

Se preguntó si besar a Matt tendría el mismo efecto. Si lo besaba muy a menudo, quizás acabara enamorándose y, entonces, iba a ser imposible alejarse de él.

Y no podía permitirse perder su libertad. Sabía que podía contar con su apoyo y que él nunca la dejaría en la estacada, como había hecho Rick. Pero también sabía que eso no era suficiente. Quizás estuviera haciendo feliz a Matt en ese momento, pero sabía que sus sentimientos estaban basados en el hecho de que esperaba un bebé. Y eso no era suficiente como para hacer que bajase la guarda. Annie lo quería todo. Quería amor verdadero. Y si no iba a tenerlo todo, no iba a sacrificar su libertad.

Era una calurosa tarde de sábado. Annie estaba sola en la casa. Rita y Jodie habían ido a San Antonio a ver vestidos para la boda. David había ido a jugar al tenis con algunos amigos. Se sentía inquieta.

Él bebé no paraba de moverse, era como un niño en una cama elástica. Atravesaba el pasillo cuando vio la puerta del dormitorio de Matt y algo la hizo ir hacia allí.

Se acercó en silencio y abrió la puerta. Ver sus fotos, libros y otros objetos personales le recordó cuánto lo echaba de menos. No había vuelto por allí desde el día que el detective le había dado las malas noticias. En la oficina era respetuoso y profesional. Era imposible leer su pensamiento. Tras el último paseo hasta el cañón, Annie pensó que comenzaría a mostrarse más cariñoso a diario, pero era todo lo contrario. Cada vez estaba más confusa.

Claro que prefería estar confusa a enamorada.

Nada había cambiado en su dormitorio desde el día que había hecho maleta para irse. Tomó una pelota de béisbol que estaba en un estante. Tenía el autógrafo de alguien que no reconoció. Estaba intentando leer el nombre cuando oyó un crujido de madera. Contuvo el aliento y escuchó con atención. Silencio. Era una casa vieja y era normal que crujiera de vez en cuando.

Dejó la pelota y miró una foto de la madre de Matt. Era guapa y transmitía serenidad y alegría. Era muy duro perder a una madre. Había sido muy difícil para ella, a quien le había tocado vivirlo de adulta. Se imaginaba lo difícil que habría sido para Matt perderla cuando era tan joven.

Suspiró. Siempre que pensaba en Matt tenía sentimientos de compasión o de admiración. Tenía que dejar de torturarse así. No sería mala idea pedirle a sus hermanas que le contaran algunos defectos de Matt para evitar que le gustara tanto.

Se volvió y miró la cama.

Era una cama muy elástica. Sonriendo, extendió los brazos a los lados y se dejó caer en ella. Se quedó allí tumbada, intentando reconocer el aroma de Matt entre las sábanas.

– ¿Qué se supone que está haciendo aquí, señorita?

La voz la atravesó como un puñal y se sentó de inmediato en la cama. Jesse Allman la miraba desde la puerta. Viejo y enfermo, pero aún con capacidad para asustarla.

– Eh… Nada -tartamudeó al fin.

– ¿Sabe quién soy?

– Sí, señor Allman. Lo sé.

– ¿Es eso de Matt? -preguntó señalando su abultada tripa.

– No, no -respondió ella sorprendida por su brutal honestidad y bastante ofendida.

– Me alegro. Ha habido demasiados casos así por aquí.

– ¿Sí?

– Claro. Recuerdo que en el verano del 75… -comenzó sin terminar la frase-. Bueno, ¿qué importa? Me imagino que no estás casada.

– No, señor -contestó Annie con la cabeza levantada.

– Y me imagino que acabarás casándote con Matt, ¿no?

– ¡No! -exclamó atónita- Claro que no. No hay ninguna razón para que lo crea.

– Claro que sí. He visto tu cara soñadora mientras descansabas en su cama.

Sus palabras hicieron que se levantara de la cama como si le quemara.

– Sólo estaba…

Jesse Allman levantó la mano para hacerla callar.

– Cariño, soy un hombre viejo y sé lo que digo. Cuando eres joven piensas que puedes ir contra la fuerza de la naturaleza. Pero escucha lo que te digo: tu lucha será en vano. Cuando te enamoras no hay nada que te importe más y matarías a la madre de tu mejor amigo por conseguir lo que quieres.

– ¡Eso es ridículo! -exclamó ofendida.

– Recuerda mis palabras, hija. Yo ya lo he vivido y me he equivocado muchas veces. Y ahora lo estoy pagando -dijo mientras la miraba con curiosidad-. ¿Cómo has dicho que te llamabas?

– Annie Torres.

– ¿Annie Torres? -dijo con media sonrisa llena de cinismo-. ¿Tienes algo que ver con Marina Torres, la chica que solía trabajar en casa de los McLaughlin?

Estaba tan acostumbrada a que nadie la reconociera que había olvidado que cabía la posibilidad de que alguien supiera quién era. Aquello la había pillado por sorpresa. Tenía que salir del paso. Pensó en mentir, pero decidió no hacerlo.

– Era mi madre -admitió.

El señor Allman la miró con nuevos ojos.

– Era una muchacha muy bella, como tú. ¿Cómo está?

– Murió el año pasado.

– ¡Vaya! Lo siento de verdad -dijo estudiando su rostro-. Así que eres la niña de Marina -Annie se estremeció. Sentía que podía ver a través de ella-. Sí, os parecéis.

Lo dijo de tal manera que Annie se preguntó con quién la estaría comparando. Al fin y al cabo, él había conocido tanto a su madre como a su padre. Lo miró con intensidad, pero sus oscuros y brillantes ojos no revelaban nada. Sin embargo, sus palabras lo delataron.

– ¿Sabes quién fue tu padre?

– ¿Por qué? ¿Lo sabe usted? -preguntó ella a la defensiva.

– Bueno, no lo sé a ciencia cierta. Pero tu madre dijo entonces que había sido William McLaughlin. Si ella lo dijo, sería verdad.

Annie asintió lentamente. Que alguien le confirmara lo que su madre le había dicho la dejó sin aliento.

– Eso me contó a mí también.

– Esos dos hermanos McLaughlin, William y Richard, no valían para nada -dijo mientras se sentaba en una silla-. Te diré una cosa: puede que los Allman tengamos mala reputación, pero nunca le fui infiel a mi Marie. Ni una sola vez. Ni de palabra, ni de obra, ni de pensamiento. Ella era la luz de mi vida. Cuando la perdí quise morirme. Pero decidí poner toda mi pasión en otra cosa y comencé el negocio familiar.