– Ammu, ¿puedo salir y cantarla fuera? -dijo Estha (antes de que su madre le diera una bofetada)-. Volveré cuando haya terminado la canción.
– Pero no esperes que vuelva a llevarte al cine -dijo Ammu-. Nos estás avergonzando.
Pero Estha no podía evitarlo. Se levantó para salir. Por delante de Ammu, enfadada. Por delante de Rahel, concentrada entre sus rodillas. Por delante de Bebé Kochamma. Por delante del público, que tuvo que mover las piernas de nuevo. Para acá y para allá. La señal roja que había sobre la puerta decía salida con una luz roja. Estha salió.
En el vestíbulo, las naranjadas esperaban. Las limonadas esperaban. Las chocolatinas reblandecidas esperaban. Los sofás azul eléctrico de gomaespuma y cuero esperaban. Los carteles de próximamente en pantalla esperaban.
Estha el Solitario se sentó en el sofá azul eléctrico de gomaespuma y cuero, en el vestíbulo del anfiteatro del Cine Abhilash, y se puso a cantar. Con una voz de monja tan clara como el agua clara.
¿Cómo hacer que se detenga
y lograr que a los consejos se atenga?
El hombre que estaba durmiendo sobre una fila de taburetes tras el Mostrador de los Refrescos, a la espera del intermedio, se despertó. Miró con ojos legañosos a Estha el Solitario, con sus zapatos beige puntiagudos y su tupé deshecho. Se puso a limpiar el mostrador de mármol con un trapo de color mugre. Y esperó. Y mientras esperaba, limpiaba. Y mientras limpiaba, esperaba. Y miraba a Estha, que cantaba:
¿Cómo detener una ola sobre la arena?
¿Cómo resolver un problema como Mariiía?
– ¡Eh! Eda cherukka! -dijo el Hombre de la Naranjada y la Limonada, con voz ronca y espesa por el sueño-. ¿Se puede saber qué demonios estás haciendo?
¿Cómo coger un rayo de luna con la mano?
cantaba Estha en inglés.
– ¡Eh! -dijo el Hombre de la Naranjada y la Limonada-. Oye, es mi Hora de Descanso. Dentro de un momento me tocaba despertarme y trabajar. Así que no deberías estar aquí cantando canciones en inglés. ¡Cállate!
El reloj de oro que llevaba en la muñeca estaba casi oculto por los pelos rizados de su antebrazo. La cadena de oro que le colgaba del cuello estaba casi oculta por los pelos de su pecho. Llevaba la camisa blanca de terylene desabrochada hasta el punto en que empezaba la protuberancia de su vientre. Tenía el aspecto de un oso enjoyado y con malas pulgas. Tras él había espejos para que la gente se mirara mientras compraba bebidas y refrescos fríos. Para recolocarse los tupés y arreglarse los moños. Los espejos miraban a Estha.
– Podría presentar una Queja Por Escrito contra ti -le dijo el Hombre a Estha-. ¿Te gustaría que lo hiciera? ¿Que presentara una Queja Por Escrito?
Estha dejó de cantar y se puso de pie para volver a su sitio.
– Ahora que ya estoy levantado -dijo el Hombre de la Naranjada y la Limonada-, ahora que ya me has despertado en mi Hora de Descanso, ahora que ya me has fastidiado, por lo menos, ven a beberte algo. Es lo menos que puedes hacer.
Tenía el rostro fofo e iba sin afeitar. Sus dientes como teclas de piano amarillentas, miraban al pequeño Elvis la Pelvis.
– No, gracias -dijo Elvis educadamente-, mi familia me espera. Y se me ha acabado el dinero de la paga.
– ¿El dinero de la paga? -dijo el Hombre de la Naranjada y la Limonada con aquellos dientes que lo seguían mirando-. ¡Primero canciones en inglés y ahora me sales con el dinero de la paga! ¿Tú dónde vives? ¿En la Luna?
Estha giró sobre sus talones para marcharse.
– ¡Espera un momento! -dijo el Hombre de la Naranjada y la Limonada con brusquedad-. Sólo un momento -repitió más amable-. Creo haberte hecho una pregunta.
Sus dientes amarillos eran como imanes. Miraban, sonreían, cantaban, olían, se movían. Hipnotizaban.
– Te he preguntado dónde vives -dijo tejiendo su sucia telaraña.
– En Ayemenem -dijo Estha-. Vivo en Ayemenem. Mi abuela es la dueña de Conservas y Encurtidos Paraíso. Es socia comanditaria.
– ¿Ah, sí? -dijo el Hombre de la Naranjada y la Limonada-. ¿Y también se acuesta en comandita? -Se rió con una risa pícara que Estha no pudo entender-. Bueno, da igual. Aún no lo entiendes. Ven y bebe algo. Toma un refresco gratis. Ven, ven aquí y cuéntame todo eso de tu abuela.
Estha se acercó. Atraído por los dientes amarillos.
– Ven aquí. Detrás del mostrador -le dijo el Hombre de la Naranjada y la Limonada. Bajó la voz hasta convertirla en un susurro-. Tiene que ser un secreto, porque no me está permitido servir bebidas antes del intermedio. Es una norma de la dirección. -Y, tras una pausa, añadió-: Una norma muy discutible.
Estha fue detrás del mostrador para que le diera el refresco gratis. Vio los tres taburetes altos que el Hombre de la Naranjada y la Limonada había colocado en fila para dormir. La madera estaba brillante de tanto uso.
– Ahora ten la amabilidad de cogerme esto -le dijo el Hombre de la Naranjada y la Limonada, y le puso en la mano su pene, que acababa de sacarse de debajo del dhoti [8]de muselina blanca-. Te voy a dar el refresco. ¿De naranja o de limón?
Estha se lo sostuvo porque no podía hacer otra cosa.
– ¿Naranja? ¿Limón? -dijo el Hombre-. ¿O naranja y limón?
– Limón, por favor -contestó Estha, muy educado.
Le alcanzó una fría botella y una pajita. Así que Estha cogía con una mano una botella y con la otra, un pene. Duro, caliente, venoso. No era un rayo de luna. La mano del Hombre de la Naranjada y la Limonada se cerró sobre la de Estha. Tenía la uña del dedo gordo larga como la de una mujer. Movió la mano de Estha para arriba y para abajo. Al principio, despacio. Después, más deprisa.
El refresco de limón estaba frío y dulce. El pene, caliente y duro.
Las teclas de piano observaban.
– Así que tu abuela dirige una fábrica -dijo el Hombre de la Naranjada y la Limonada-. ¿Y qué fabrica?
– Muchas cosas -dijo Estha sin mirarlo, con la pajita en la boca-. Zumos, conservas, encurtidos, mermeladas, curry en polvo, pina en rodajas.
– Muy bien -dijo el Hombre de la Naranjada y la Limonada-. Estupendo.
Su mano apretó con más fuerza la de Estha. Una mano fuerte y sudorosa. Y la movió más deprisa aún.
Rápido, rápido, rápido,
corren las ruedas del ferrocarril.
Erre con erre, cigarro,