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Estha siempre había sido un niño callado, así que nadie pudo determinar con precisión el momento exacto (por lo menos, el año, ya que no el mes ni el día) en que dejó de hablar. Simplemente, dejó de hablar; eso es todo. El hecho es que no hubo un «momento exacto». Había sido un asunto de reducción paulatina del negocio hasta llegar al cierre definitivo. Un ir quedándose callado apenas perceptible. Como si, sencillamente, se hubiese quedado sin tema de conversación y ya no tuviese nada más que decir. Además, el silencio de Estha nunca fue incómodo. Ni molesto. Ni llamativo. No era un silencio acusador, de protesta, sino más bien un aletargamiento, una inactividad, un equivalente psicológico de lo que hacen los peces dipneos para soportar la temporada de sequía, salvo que, en el caso de Estha, dicha temporada parecía que iba a durar eternamente.

Con el tiempo había adquirido la capacidad de mimetizarse con aquello que tuviese detrás (librerías, jardines, cortinas, puertas, calles) hasta parecer inanimado, casi invisible para un ojo inexperto. Normalmente, a los extraños le llevaba cierto tiempo reparar en él, incluso aunque se encontrasen en la misma habitación. Y tardaban aún más en darse cuenta de que nunca hablaba. Había quien ni siquiera lo advertía.

Estha ocupaba muy poco espacio en el mundo.

Cuando Estha fue Devuelto, después del entierro de Sophie Mol, su padre lo envió a un colegio para chicos de Calcuta. No fue un estudiante excepcional, aunque tampoco era de los peores ni particularmente malo en nada. Es un alumno corriente, o Su trabajo es satisfactorio, eran los comentarios habituales que sus profesores escribían en las evaluaciones anuales. No participa en las actividades de grupo solía ser otra queja recurrente. Aunque nunca explicaron exactamente a qué se referían con «actividades de grupo».

Estha acabó el colegio con notas mediocres pero se negó a ir a la universidad. En vez de eso, y para vergüenza de su padre y de su madrastra, al menos al principio, comenzó a hacer las tareas de la casa. Como si intentara pagar, a su manera, su manutención. Barría, fregaba los suelos y lavaba la ropa. Aprendió a cocinar y a comprar verduras. Los vendedores de los bazares, sentados detrás de pirámides de verduras aceitadas y relucientes, se habituaron a verlo y a atenderlo en medio de los gritos de sus otros clientes. Le daban latas oxidadas para que pusiera las verduras que iba escogiendo. Nunca regateaba. Y ellos nunca lo engañaban. Después de pesar las verduras y de que las hubiese pagado, se las colocaban en su canasta de la compra de plástico rojo (las cebollas debajo, las berenjenas y los tomates encima), y siempre añadían un ramito de cilantro y un puñado de guindillas gratis. Estha regresaba a casa cargado con todo aquello en el tranvía abarrotado. Una burbuja de silencio que flotaba en un mar de ruido.

Si necesitaba algo durante las comidas, se levantaba y se lo servía.

Una vez llegado, el silencio se instaló en Estha y se extendió por todo su ser. Salió de su cabeza y lo envolvió con sus viscosos brazos. Lo meció al ritmo de un latido antiguo, fetal. Fue extendiendo poco a poco sus tentáculos furtivos y llenos de ventosas por el interior de su cráneo, aspirando los montículos y las hondonadas de su memoria, desplazando viejas frases, birlándoselas de la punta de la lengua. Quitó a sus pensamientos las palabras necesarias para describirlos y los dejó pelados y desnudos. Impronunciables. Entumecidos. Y, por lo tanto, tal vez casi inexistentes para cualquier observador. Lentamente, con el paso de los años, Estha se fue apartando del mundo. Se fue acostumbrando cada vez más al incómodo pulpo que vivía en su interior y que inyectaba aquella tinta tranquilizante en su pasado. Poco a poco la razón de su silencio fue quedando oculta, sepultada en las profundidades de los pliegues sedantes del hecho en sí.

Cuando Khubchand, su adorado chucho de diecisiete años, ciego, pelón e incontinente, decidió representar la escena final de una miserable muerte que llevaba largo tiempo ensayando, Estha lo cuidó durante todo aquel suplicio como si su propia vida dependiese de ello. En los últimos meses, Khubchand, que tenía la mejor de las intenciones, pero la peor de las vejigas, se arrastraba hasta la trampilla que había en la parte inferior de la puerta que conducía al jardín trasero, metía la cabeza a través de ella y soltaba un orín vacilante, de color amarillo fuerte, dentro. Después, con la vejiga vacía y la conciencia tranquila, miraba a Estha con sus ojos verdes, opacos como dos charcos llenos de verdín en medio de la cabeza entrecana, y regresaba tambaleándose a su almohadón mojado, dejando el suelo surcado de húmedas huellas. Mientras Khubchand agonizaba en su almohadón, Estha podía ver la ventana del dormitorio reflejada en sus suaves testículos de color púrpura. Y el cielo detrás. Y, en una ocasión, un pájaro que lo cruzó volando. Para Estha (empapado del olor a rosas marchitas, sumido en el sangriento recuerdo de un hombre roto), el hecho de que algo tan frágil, tan insoportablemente tierno, hubiese sobrevivido, de que se le hubiese permitido existir, era un milagro. El vuelo de un pájaro reflejado en los testículos de un perro viejo. Aquello le arrancó una sonora sonrisa.

Después de la muerte de Khubchand, Estha comenzó sus caminatas. Andaba durante horas y horas. Al principio, sólo recorría su barrio, pero, poco a poco, empezó a ir cada vez más lejos.

La gente se acostumbró a verlo por la carretera. Un hombre bien vestido de andar tranquilo. Se le oscureció el rostro y adquirió el aspecto de quien pasa mucho tiempo al aire libre. Vigoroso. Arrugado por el sol. Comenzó a parecer más sabio de lo que realmente era. Parecía un pescador en una ciudad. Lleno de secretos marinos.

Ahora que había sido re-Devuelto, Estha caminaba por todo Ayemenem.

Algunos días recorría la orilla del río, que olía a excrementos y a pesticidas comprados con préstamos del Banco Mundial. La mayor parte de los peces habían muerto. Los supervivientes tenían las aletas podridas y estaban llenos de forúnculos.

Otros días caminaba carretera abajo. Pasaba por delante de las casas nuevas, flamantes, refrigeradas, construidas con dinero del Golfo, pertenecientes a enfermeras, albañiles, encofradores y empleados de banca que realizaban trabajos arduos e insatisfactorios en lugares lejanos. Pasaba por delante de las casas más viejas, rencorosas y verdes de envidia, agazapadas al fondo de sus caminos de entrada privados, entre sus árboles del caucho privados. Todas ellas feudos tambaleantes con epopeya propia.

Pasaba por delante de la escuela que su bisabuelo construyó para los niños Intocables del pueblo.

Pasaba por delante de la amarilla iglesia de Sophie Mol. Por delante del Club Juvenil de Kung Fu de Ayemenem. Por delante de la Guardería Infantil Brotes Tiernos (para los Tocables), por delante de la tienda de comestibles que vendía arroz, azúcar y bananas, que colgaban del techo en racimos amarillos. También tenían revistas baratas de pomo blando con historias ficticias acerca de maníacos sexuales del Sur de la India, sujetas con pinzas en cuerdas que colgaban del techo. Se balanceaban lentamente mecidas por la suave brisa y tentaban a quienes simplemente iban a comprar comida con fugaces visiones de mujeres desnudas entradas en carnes, tendidas en falsos charcos de sangre.

A veces Estha pasaba por delante de la Imprenta La Buena Suerte, que pertenecía al viejo camarada K. N. M. Pillai y había sido la sede del Partido Comunista en Ayemenem, donde se organizaban sesiones de estudio a medianoche y se imprimían y distribuían panfletos con enardecedoras canciones del Partido Comunista. La bandera que ondeaba sobre el tejado había adquirido un aspecto viejo y andrajoso. El rojo estaba desteñido.