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En la vieja casa de la colina, Bebé Kochamma estaba sentada a la mesa del comedor quitando la gruesa y amarga piel de un pepino un poco pasado. Llevaba un camisón de algodón a cuadros, deslucido, de mangas abullonadas y con manchas amarillentas de azafrán. Balanceaba sus piececillos de uñas pintadas por debajo de la mesa como un niño pequeño en una silla alta. Los tenía hinchados como si fueran almohadoncitos inflables con forma de pie. En los viejos tiempos, cada vez que alguien llegaba de visita a Ayemenem, Bebé Kochamma se encargaba de poner en evidencia lo grandes que tenían los pies. Les pedía que le dejasen probarse sus chanclas y decía: «¡Uy, mirad lo grandes que me van!». Después se ponía a dar vueltas por la casa con ellas y se levantaba un poco el sari para que todo el mundo quedara maravillado de los pies tan diminutos que tenía.

Pelaba aquel pepino con un aire de triunfo apenas disimulado. Estaba encantada de que Estha no le hubiese hablado a Rahel. De que la hubiese mirado y hubiese pasado de largo. Rumbo a la lluvia. Como hacía con todo el mundo.

Tenía ochenta y tres años. Sus ojos se extendían como mantequilla tras unas gruesas gafas.

– Ya te lo dije, ¿no? -le dijo a Rahel-. ¿Qué esperabas? ¿Un tratamiento especial? Ha perdido la cabeza, ¿qué te dije? ¡Ya no reconoce a nadie! ¿Qué creías?

Rahel no dijo nada.

Sentía el ritmo del balanceo de Estha y la humedad de la lluvia sobre su piel. Oía el estridente revoltijo que había dentro de su cabeza.

Bebé Kochamma dirigió a Rahel una mirada inquieta. Empezaba a arrepentirse de haberle escrito comunicándole el regreso de Estha. Pero ¿qué otra cosa podía haber hecho? ¿Ocuparse de él durante el resto de su vida? ¿Y por qué tenía que ser ella? No era responsabilidad suya.

¿O sí?

El silencio se instaló como un intruso invisible entre la sobrina nieta y la tía abuela más joven de la familia. Alguien extraño. Dominante. Nocivo. Bebé Kochamma se dijo que no debía olvidarse de cerrar la puerta de su dormitorio con llave por la noche. Buscó algo que decir.

– ¿Qué te parece mi melena?

Se llevó la mano del pepino al pelo, que lucía un nuevo corte. Una patética mancha de lechoso zumo quedó prendida de su cabello.

A Rahel no se le ocurrió nada que decir. Contempló en silencio cómo Bebé Kochamma pelaba el pepino. Trocitos de piel amarillenta le habían salpicado la pechera. El pelo, teñido de negro azabache, le colgaba como hilos sueltos del cuero cabelludo. El tinte le había manchado de gris pálido la piel de la frente y formaba una especie de segunda línea borrosa de nacimiento del pelo. Rahel notó que había empezado a maquillarse. Lápiz de labios. Kohl. Un leve toque de colorete. Y debido a que la casa estaba cerrada y a oscuras, y a que sólo confiaba en las bombillas de cuarenta vatios, la boca pintada estaba un poco desplazada respecto a la boca real.

Se le habían adelgazado la cara y los hombros, lo cual hizo que su figura pasara de ser redondeada a cónica. Aunque, sentada a la mesa del comedor, con las enormes caderas ocultas, parecía casi frágil. La débil luz borraba las arrugas de su rostro y la hacía parecer más joven, pero, al mismo tiempo, le daba un aspecto extraño, como ajado. Llevaba gran cantidad de joyas. Las joyas de la difunta abuela de Rahel. Todas. Anillos que emitían destellos. Pendientes de diamantes. Brazaletes de oro y una gargantilla, también de oro, primorosamente labrada, que se tocaba de vez en cuando para asegurarse de que seguía allí y de que le pertenecía. Como una joven novia que no podía convencerse de su buena suerte.

Está viviendo la vida al revés, pensó Rahel.

Lo curioso es que era una observación muy acertada. Bebé Kochamma había vivido la vida al revés. De joven había renunciado al mundo material y ahora, de vieja, parecía aferrarse a él. Abrazaba el mundo material, y éste le devolvía el abrazo.

A los dieciocho años, Bebé Kochamma se había enamorado del padre Mulligan, un sacerdote irlandés, joven y apuesto, al que habían enviado un año a Kerala desde el seminario de Madrás. Estudiaba los escritos sagrados hindúes para poder rebatirlos con conocimiento de causa.

Todos los jueves por la mañana el padre Mulligan iba a Ayemenem a visitar al padre de Bebé Kochamma, el reverendo E. John Ipe, que era sacerdote de la Iglesia de Mar Thoma [2]. El reverendo Ipe era muy conocido dentro de la comunidad cristiana por ser el hombre al que había bendecido personalmente el Patriarca de Antioquía, cabeza de la Iglesia ortodoxa siria. Este episodio había pasado a formar parte del folklore de Ayemenem.

En 1876, cuando el padre de Bebé Kochamma tenía siete años, su padre lo llevó a ver al Patriarca, que había ido a visitar a los cristianos sirios de Kerala. De repente, se encontraron justo frente a un grupo de personas a las que el Patriarca se dirigía desde la galería occidental de la casa Kalleny, en Cochín. El padre aprovechó la oportunidad y, después de susurrar algo al oído de su hijo, lo empujó hacia adelante. El futuro reverendo, patinando sobre sus talones y paralizado de miedo, posó sus atemorizados labios sobre el anillo que el Patriarca llevaba en el dedo corazón y lo dejó mojado de saliva. El Patriarca se limpió el anillo en la manga y bendijo al pequeño. Mucho después de haberse hecho mayor y haberse convertido en sacerdote, al reverendo Ipe continuaban llamándolo el Punnyan Kunju -el Pequeño Bendecido-, y la gente bajaba en barquitas por el río desde Alleppey y Ernakulam para llevarle a sus hijos a fin de que los bendijera a su vez.

Aunque había una diferencia de edad considerable entre el padre Mulligan y el reverendo Ipe, y aunque pertenecían a distintas confesiones cristianas (que lo único que compartían era un sentimiento de antipatía mutua), los dos disfrutaban de la compañía del otro y, con mucha frecuencia, el reverendo Ipe invitaba al padre Mulligan a que se quedase a almorzar. Sólo uno de los dos se daba cuenta de la excitación sexual que subía como la marea en la muchacha delgada que seguía rondando alrededor de la mesa mucho después de que hubiese acabado el almuerzo.

Al principio, Bebé Kochamma intentó seducir al padre Mulligan con una representación semanal de caridad. Todos los jueves por la mañana, hacia la hora en que solía llegar el padre Mulligan, Bebé Kochamma sometía a algún niño pobre del pueblo a un baño a la fuerza junto al pozo y lo frotaba con un trozo de jabón rojo y duro que dejaba doloridas sus marcadas costillas.

– ¡Buenos días, padre! -gritaba Bebé Kochamma cuando lo veía llegar, y le dirigía una sonrisa que no dejaba traslucir la despiadada energía con que sus dedos atenazaban el escurridizo brazo enjabonado del escuálido niño de turno.

– ¡Buenos días, Bebé! -contestaba el padre Mulligan, al tiempo que se detenía y cerraba el paraguas con que se protegía del sol.

– Hay algo que quería preguntarle, padre -decía Bebé Kochamma-. En la Primera Epístola a los Corintios, capítulo diez, versículo veintitrés, dice…: «Todo es lícito, pero no todo es conveniente». Padre, ¿cómo es posible que Él considere todo lícito? Quiero decir que entiendo que algunas cosas sean lícitas para Él, pero…

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[2] La Iglesia de Mar Thoma (Santo Tomás) es una de las cuatro en que se divide la cristiandad autóctona del sur de la India, originada por la predicación de misioneros nestorianos en el siglo vi. Aunque reconoce la autoridad del Patriarca de Antioquía, es la más occidentalizada de todas: utiliza el malayalam, en vez del siríaco, como lengua litúrgica, y está muy influida doctrinalmente por el anglicanismo. (N. de las T.)