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El padre Mulligan se sentía más que halagado por los sentimientos que provocaba en la atractiva jovencita que se hallaba de pie delante de él, con la boca temblorosa, que invitaba al beso, y los ojos centelleantes y negros como el carbón. Porque él también era joven y tal vez no se le escapaba el hecho de que las solemnes explicaciones con las que disipaba aquellas falsas dudas bíblicas no concordaban en absoluto con la emocionante promesa que ofrecían sus resplandecientes ojos color esmeralda.

Todos los jueves, impertérritos bajo el despiadado sol del mediodía, se quedaban charlando junto al pozo. Tanto la joven como el intrépido jesuita temblaban con una pasión poco cristiana. Utilizaban la Biblia como artimaña para estar juntos.

Invariablemente, en medio de la conversación, el pobre niño enjabonado, que estaba recibiendo un baño a la fuerza, se las arreglaba para escabullirse, y el padre Mulligan volvía a la realidad y decía:

– ¡ Uy! ¡ Hay que atrapar a ese niño antes de que pille un resfriado!

Después volvía a abrir su paraguas y se alejaba con su sotana color chocolate y sus cómodas sandalias, dando largas zancadas, como un camello que tuviera una cita pendiente. El corazón compungido de la joven Bebé Kochamma lo seguía como un perrito atado a una correa, dando saltos, trastabillando entre hojas y piedrecitas. Magullado y casi roto.

Transcurrió un año entero lleno de jueves. Y al padre Mulligan le llegó el momento de regresar a Madrás. Dado que la caridad no había provocado resultados tangibles, la joven Bebé Kochamma, desesperada, volcó todas sus esperanzas en la fe.

Desplegando una obcecada determinación (que en una joven de aquella época se consideraba algo tan malo como una deformación física, un labio leporino, por ejemplo, o un pie deforme), Bebé Kochamma desafió las órdenes de su padre y se convirtió al catolicismo. Con una dispensa especial del Vaticano, hizo los votos y entró en un convento de Madrás como novicia. De alguna manera, esperaba que ello le proporcionase ocasiones justificadas para estar con el padre Mulligan. Se imaginaba junto a él en habitaciones oscuras y sepulcrales, con pesados cortinajes de terciopelo, discutiendo sobre teología. Eso era todo lo que deseaba. Todo lo que se atrevía a esperar. Simplemente, estar cerca de él. Lo bastante cerca para sentir el olor de su barba. Para ver el burdo tejido de su sotana. Para amarlo sólo con la mirada.

Pronto se dio cuenta de lo inútil de su esfuerzo. Resultó que las monjas monopolizaban a los curas y a los obispos con dudas bíblicas más rebuscadas de lo que las suyas podrían llegar a ser jamás, y comprendió que pasarían años antes de que pudiera llegar a estar más o menos cerca del padre Mulligan. Empezó a sentirse intranquila y desdichada en el convento. Le salió un sarpullido alérgico en el cuero cabelludo que no se le curaba debido al roce continuo de la toca. Le parecía que su inglés era mucho mejor que el de sus compañeras, y eso la hacía sentirse más sola.

Transcurrido un año de su ingreso en el convento, su padre comenzó a recibir cartas extrañas: «Mi querido papá: me encuentro bien y contenta al servicio de Nuestra Señora. Pero Koh-i-noor no parece feliz y echa de menos a su familia». «Mi querido papá: hoy Koh-i-noor vomitó después de comer y tiene un poco de fiebre.» «Mi querido papá: parece que la comida del convento no le sienta bien a Koh-i-noor, aunque a mí me gusta bastante.» «Mi querido papá: Koh-i-noor está disgustada porque su familia parece no entenderla ni preocuparse por su bienestar…»

El reverendo E. John Ipe sabía que aquél era el nombre del diamante más grande del mundo (en aquella época), pero no conocía a nadie que se llamara Koh-i-noor. Se preguntaba cómo era posible que una joven con nombre musulmán hubiese ingresado en un convento católico.

Pasado cierto tiempo, fue la madre de Bebé Kochamma quien se dio cuenta de que Koh-i-noor no era otra que su propia hija. Se acordó de que, muchos años antes, le había mostrado a ésta una copia del testamento de su padre (el abuelo de Bebé Kochamma) en el que, al describir a sus nietos, había escrito: «Tengo siete joyas, una de las cuales es mi Koh-i-noor.» A continuación legaba pequeñas sumas de dinero y algunas joyas a cada nieto, pero sin aclarar a cuál de ellos consideraba su Koh-i-noor. La madre de Bebé Kochamma se dio cuenta de que ésta había dado por sentado, por alguna razón que no comprendía, que era a ella a quien se refería el abuelo, y al cabo de tantísimos años, sabiendo que la madre superiora leía sus cartas antes de echarlas al correo, había resucitado a Koh-i-noor en el convento para comunicarle sus problemas a su familia.

El reverendo Ipe fue a Madrás y sacó a su hija del convento. Se sintió feliz de irse, pero insistió en no querer reconvertirse y continuó siendo católica apostólica romana el resto de sus días. A esas alturas el reverendo Ipe ya se había dado cuenta de que su hija había adquirido una «reputación» y era difícil que encontrase marido. Decidió que, ya que no podría casarse, no le vendría mal tener un título. Así que lo organizó todo para que fuese a estudiar a la Universidad de Rochester, en Estados Unidos.

Dos años después, Bebé Kochamma regresó de Rochester diplomada en jardinería ornamental, pero más enamorada que nunca del padre Mulligan. No quedaba ni rastro de la joven delgada y atractiva de antaño. Durante los años de estancia en Rochester, Bebé Kochamma había engordado. De hecho, hablando claramente, se había vuelto obesa. Hasta Chellappen, el sastre pequeñito y tímido de Chungam Bridge, insistía en cobrar la tarifa de las camisas de hombre, talla extragrande, cuando hacía blusas para sus saris.

Para evitar que cayera en la melancolía, su padre le encargó que se ocupara del jardín delantero de la casa de Ayemenem. Lo convirtió en un jardín ornamental tan vehemente y desmesurado que la gente iba desde Kottayam para verlo.

Era un trozo de terreno circular, en declive, rodeado por un camino serpenteante de gravilla muy empinado. Bebé Kochamma lo convirtió en un exuberante laberinto de setos enanos, rocas y gárgolas. Su flor favorita era el anturio. El Anthurium andraeanum. Tenía toda una colección: la «rubrum», la «luna de miel» y gran cantidad de variedades japonesas. Todas tenían una única espata carnosa, cuya gama de colores iba desde el negro jaspeado, en sus diversas tonalidades, hasta el rojo sangre y el naranja brillante, y unos espádices punteados y prominentes, siempre de color amarillo. En el centro del jardín de Bebé Kochamma, rodeado de arriates de cañacoros y polemonios, un querubín de mármol hacía pipí trazando un interminable arco plateado sobre un estanque poco profundo donde florecía un único loto azul. En cada esquina del estanque había un gnomo de escayola rosada, con las mejillas coloreadas y un picudo gorro rojo.

Bebé Kochamma pasaba todas las tardes en su jardín. Con sari y botas de goma. Blandía unas enormes tijeras de podar en sus manos enfundadas en guantes de jardinero de color naranja brillante. Como un domador de leones, domaba las retorcidas enredaderas y cuidaba los cactus pinchudos. No dejaba crecer a los bonsáis, mimaba a las orquídeas raras y le hacía la guerra al clima intentando cultivar edelweiss y guayabas chinas.

Todas las noches se untaba los pies con nata y se echaba para atrás las cutículas de las uñas.

El jardín ornamental, tras haber soportado aquella atención minuciosa e incesante durante más de medio siglo, había caído en los últimos tiempos en el abandono. Dejado a su propia suerte, se había vuelto desordenado y salvaje, como un circo cuyos animales hubiesen olvidado sus trucos. Una mala hierba, a la que la gente llamaba la «cizaña comunista» (porque en Kerala proliferaba igual que el comunismo), asfixió a las plantas exóticas. Sólo continuaron creciendo las enredaderas, como las uñas de los pies de los cadáveres. Se metían por los agujeros de la nariz de los gnomos de escayola rosada y florecían en sus cabezas huecas, a las que daban una expresión a medio camino entre la sorpresa y el desdén.